domingo, 30 de junio de 2019

Sully


Una película reciente recreó esta gesta contemporánea. En 2009, el vuelo 1549 de US Airways despegó del aeropuerto de LaGuardia, en Nueva York, con 155 personas a bordo, entre tripulación y pasajeros, en dirección a Charlotte (Carolina del Norte). A los pocos minutos, una bandada de aves se estrelló contra el avión, inutilizando ambos motores.
Había que aterrizar inmediatamente, pero ni la altura ni la velocidad de vuelo permitirían alcanzar un aeropuerto. El comandante Chelsey Sullenberger, “Sully”, tomó una decisión desesperada: viró el timón y se dispuso a amerizar en las aguas del río Hudson. Asombrosamente, logró hacerlo sin dañar el aparato, y no solo eso: los pasajeros fueron evacuados con celeridad y todos sobrevivieron.

Si existen los ángeles, uno debía aletear entre los gansos aquella fría mañana de enero. Pero el milagro no ensombrece los méritos del comandante Sully, cuya sangre fría, pericia y tino cobran la dimensión del heroísmo. Después de más de cuarenta años de experiencia de vuelo, las causas y los azares lo enfrentaron al desafío de su vida, y supo estar a la altura. Podía haberse rendido, podía haberse desesperado: todo estaba en contra suya, incluidas las instrucciones y los protocolos, que le presionaban, desde la lógica, a dirigirse a una pista. Por radio, los controladores le ofrecían opciones: LaGuardia, Newark, JFK. Optó por esa otra lógica del instinto y la intuición, se encomendó a lo imposible en lugar de a lo improbable, y eso fue lo que le permitió salvar 155 vidas, como demostraron las investigaciones posteriores: el avión no habría llegado con bien a la pista, solo quedaba la posibilidad de lanzarse al río.
¡Qué difícil decisión entre dos muertes y una vida! ¡Qué llamada de emergencia a todas las almas, a todos los pasados, a todos los futuros! ¡Qué entereza para ponerlos a trabajar a nuestro favor sin aceptar una sola excusa! Los nervios son traidores, y pueden convertir a lo mejor de nosotros mismos en un desertor. Cuando la complejidad es demasiado grande, podemos declararla excesiva y proclamar un sálvese quien pueda interior. Habría bastado con que la memoria se hubiese bloqueado, el temple hubiese dimitido, el arrojo hubiese desistido: cualquiera de esas cosas nos habría parecido comprensible en tales circunstancias, y muchos de nosotros habríamos naufragado en alguna de ellas, o en todas, resignándonos a que decidiera el destino por nosotros. Pero Sully se aferró a la lucidez, se puso de parte de sí mismo y decidió jugar su partida hasta el final, fuese el que fuese y sabía que los peores eran los que tenían más cartas. Asió con fuerza los mandos y apostó por su vida y la de los otros 154 pasajeros. Confió en que podía hacerlo, o se obligó a ello porque no tenía más remedio. Y lo logró.

Todos somos Sully en algún enclave de nuestra vida. Todos tenemos que arañar lo imposible y aprovechar lo poco que nos queda cuando casi todo se nos pone en contra. Todos hemos de confiar en nuestra capacidad para elegir bien, cuando no hay más remedio que decidir y cualquier opción parece mala. Entonces hay que asentarse con arresto en uno mismo, asir los mandos y no mostrarle al fracaso una sola fisura por donde entrar.
No podemos contar con la menor garantía; las probabilidades, más bien, inclinan la balanza hacia el lado de la derrota. Pero hay que ponerlo todo en esa única oportunidad que vislumbramos, y darle, a fuerza de arrojo, la plausibilidad que le niegan las circunstancias; porque esa oportunidad nos pertenece, y hay que apropiársela y secundarla con todo lo que tenemos, incluido el miedo, incluida la rabia, incluida la desesperación. Hay que convencer a la vida para que se ponga a nuestro lado, y solo tenemos un instante para ganarla, y nadie lo hará por nosotros. Vivir es eso: poder naufragar en cualquier momento y sin embargo arrebatarle una prórroga al destino. Sully lo había aprendido y supo hacerlo: todos somos sus discípulos.

viernes, 21 de junio de 2019

Vergüenza y culpa


El moralista disfruta, con una satisfacción algo morbosa, al descubrir la repentina banderilla de la vergüenza en el lomo ajeno. El moralista disimula a menudo, bajo un velo de justicia, el corazón cruel de los amargados y los resentidos; un corazón, como diría Camilo José Cela, "negro y pegajoso como la pez". 
Al moralista ya se va viendo no queremos darle la razón, se nos hace correoso y antipático. Y menos en lo que toca a la vergüenza, que tanto estrago causa en nuestros inocentes remansos narcisistas. Pero admitamos que la vergüenza, bien mirada, no es tan mala compañera: le sube un poco el color a nuestra pálida jactancia. Sin acabar de amarla (nos hemos propuesto no amar ningún dolor), podemos al menos reconocerle algunos méritos. 
La vergüenza hace correr el agua de esos remansos que empezaban a cubrirse de moho. Siempre que nos deje flotar, quizá su sacudida nos despierte de la modorra autocomplaciente y nos invite a ser mejores remeros. Al dejarnos súbitamente en cueros, tal vez ayude a que se nos vea con más nitidez, que se nos quiera y nos queramos con más autenticidad, con ese punto de compasión que merecen todas las verdades puestas al descubierto. La vergüenza, bien mirada, y como todos los sentimientos adversos, es una oportunidad: la oportunidad de completarnos con esas partes de nosotros mismos que hubiéramos preferido no tener, pero que están ahí, y que nos interpelan. 

El movimiento del avergonzado es contrario al del envidioso. Así como la envidia procura espolearnos ser como otros para ser más, para exponernos más, la vergüenza tiende a contenernos y a contraernos, a relegarnos en un rincón del escenario. Detecta un desajuste, de momento, irremediable, y nos devuelve, para reunir fuerzas, a nuestros cuarteles de invierno. La vergüenza sabe que ha habido una derrota y que no es el momento de luchar, sino de recoger velas y dejar que la marejada nos arrastre.
La envidia y el coraje son expansivos, la vergüenza es retraída: en realidad no están tan lejos la una de la otra, en realidad la una suele incluir a la otra; su predominio relativo es consecuencia del equilibrio de fuerzas entre el mundo y nosotros. La envidia es un impulso para igualarnos hacia arriba (o para tirar de los que sobresalen hacia abajo, que es otro modo de igualarnos a ellos); la vergüenza no solo no pretende igualarnos, sino que desiste de ello: se rinde a la diferencia, una diferencia que radica en una inferioridad irresoluble. La envidia nos enfrenta a la tribu, la vergüenza nos impulsa a recostarnos blandamente en su abrazo compasivo, con las alas rotas después de pretender volar, acaso, demasiado alto. ¿Sintió vergüenza Ícaro antes de estamparse contra el suelo?
El gesto del vergonzoso es conciliador: se encoge para que se le vea menos, para que se le castigue menos por su carencia o por su torpeza. El vergonzoso está pidiendo perdón, admite que ha perdido un trozo de su dignidad (o al menos que merece, que se ha ganado a pulso que se le cuestione). Entiende que su capacidad no alcanza para reconquistarlo, y que solo la generosidad de la tribu podrá restituírselo, mediante la compasión y el perdón, quizá el olvido o el aburrimiento. La vergüenza es una rendición y una entrega; un ruego para la concesión de una segunda oportunidad. En eso se parece a la culpa, aunque esta quema donde aquella enfría, y tiene más que ver con la trasgresión del código social: la vergüenza alude a algo que nos falta, mientras que a la culpa le atañe, propiamente, un acto que estuvo de más.

Hay muchas vergüenzas, casi tantas como vergonzosos. El pudor se adelanta, es una especie de expectativa de vergüenza, un intento avergonzado de evitar la ocasión que podría azuzarla. La vergüenza propiamente dicha, en cambio, viene al final, después de actuar, cuando ya ha sucedido todo y no tiene remedio, cuando se daría cualquier cosa por poder volver atrás y, al menos, cubrirnos para que no se nos vea (porque la desvergonzada vergüenza tiene que ver con quedar más expuesto de la cuenta, con una ocultación fallida, con haberse convertido en público algo que debería permanecer privado). Hay una vergüenza que sufre por no llegar, y otra que lamenta haber traspasado el límite: esta se acerca a la culpa, que a menudo la sigue de cerca, y si no llega a ella es porque incluye aún, decíamos, algo de carencia, de impotencia, de defecto.
La vergüenza, pues, viene a recordarnos nuestra pequeñez, el presagio de que tal vez nos caractericemos más por lo que nos falta que por lo que tenemos (o porque lo que tenemos no es del todo como debería, y ahí asoma el aviso de la norma, del deber incumplido). También nos insiste en nuestra dependencia, en lo angustioso que es perder el abrazo de la tribu (y de nuevo en esto se parece a la culpa). Es una llamada a la humildad que nos rescata de los excesos de la hybris, de la soberbia que no se atuvo a su núcleo de vulnerabilidad.

Así que la vergüenza nos restituye a la tribu, a esa masa que pretendíamos haber sobrepasado; pero solo es el primer paso: para hacer efectivo ese regreso, habrá que exponerse del todo, habrá que situarse sin disimulo frente a los demás y desnudarse, y afrontar su desprecio porque hemos descubierto que es justo o necesario; en definitiva, habrá que humillarse y pedir perdón. De ese modo, y con suerte, uno será redimido, será readmitido en la tribu y podrá desembarazarse del peso de la vergüenza, y volver a ser uno más entre los otros. Ese proceso catártico de reconciliación con uno mismo y con los demás, si no nos hunde del todo, quizá nos regale la sabiduría de la sencillez, y nos ofrezca la oportunidad de reconstruir una nueva dignidad más amplia, una dignidad que incluya la carencia.
Así se cura también la culpa, como nos muestra el capitán Rodrigo Mendoza en la película La misión. Atormentado por la culpa (¿también la vergüenza?) como consecuencia de haber asesinado en disputa de celos a su hermano, Mendoza encarnado por el gigantesco Robert de Niro gana el perdón del mundo, y sobre todo el suyo propio, cargando a rastras la armadura y las armas por los despeñaderos río arriba. En una de las escenas de redención más impresionantes que ha concebido el cine, Mendoza llega hasta el poblado de los indios guaraníes, que lo libran de la pesada red de viejas armaduras apréciese el simbolismo que alude a la arrogancia guerrera y a la defensa rígida del yo y lo acogen cálidamente entre risas. Imposible ver esa secuencia sin llorar con el capitán, sin sentir el consuelo de ese abrazo redentor de la bondad humana que libra de las culpas y perdona, y el alivio de ver cómo el río se lleva los restos herrumbrosos de un pasado en el que fuimos monstruos.
Culpa, pues, en este caso, absuelta gracias a la catarsis de una abrumadora penitencia: restitución con dolor del dolor provocado, restauración del equilibrio cósmico y sobre todo del que mantiene ese microcosmos que es la tribu. El que sufre demuestra que ha aprendido, gana con su tribulación otra oportunidad, el regreso a una vida que ya no será igual, una vida que será nueva porque nuevo será todo después de atravesar el umbral iniciático del dolor. Ya sin culpa, tal vez nos quede la vergüenza como una evocación de aquel suceso que nos transformó, para que no lo olvidemos.

viernes, 14 de junio de 2019

Pensar para vivir


Cuando Camus planteaba, en El mito de Sísifo, que el único tema filosófico realmente importante era si la vida merecía la pena de ser vivida, estaba reivindicando que el quehacer filosófico, la tarea intelectual, debían centrarse en responder a la angustia y, si es posible, delinear el sentido. Lo mismo había propuesto Epicuro más de dos mil años antes, con el mérito añadido de convertir a la filosofía, más allá de un conjunto de disquisiciones, en una forma de vida y para la vida, un quehacer cotidiano compartido en comunidad.
Sin llegar tan lejos, lo que yo me propongo al pensar sobre la vida es pensar para vivir, usar el pensamiento a modo de brújula o mapa. El mapa, como dicen los místicos, no es el territorio, pero nos ayuda a transitar por él, si es certero. Trazar un mapa es interpretar la realidad, que se nos presenta como una amalgama en bruto, y traducirla en representación. No tiene nada de particular: lo hacemos siempre, no podemos no hacerlo. Nuestra percepción es una representación del mundo; nuestro pensamiento, una interpretación sobre lo percibido. Con las piezas que nos ofrecen los sentidos y la experiencia, componemos un conjunto al que llamamos mundo. Kant ya demostró que no podemos tener la certeza de que lo que consideramos realidad sea la realidad. Entre el ser humano y el universo hay un hiato, un abismo insalvable que impregna las sensaciones de extrañeza.

Nuestro quehacer hermenéutico, por tanto, no ofrece garantías. Sin embargo, antes de rendirnos a la amenaza del absurdo, quizá podamos confiar. Como dice Rilke, al fin y al cabo se trata de nuestro mundo, no tenemos por qué desistir, de antemano, de nuestra capacidad para acceder a él. No tenemos más realidad que nuestra realidad, pero eso solo delimita el territorio de nuestra tarea, no invalida la tarea misma. Queremos comprender para vivir mejor.
Cabría añadir un paso posterior a la pregunta básica de Camus. Después de esclarecer, en la medida de lo posible, si la vida tiene o no sentido (y el filósofo llega a la curiosa conclusión de que no lo tiene pero hay que vivir como si lo tuviera), a continuación habría que preguntarse de qué modo podemos hacerla más habitable y armónica. No me refiero a la felicidad luminosa como la entiende nuestra cultura (de momento mejor no entrar en esos excesos), ni siquiera al hedonismo epicúreo de priorizar que la vida resulte agradable. Aludo a algo más humilde, mucho menos pretencioso: la diferencia entre el calor y el frío, el tormento y la armonía. Me refiero a hacer de la vida un hogar en el que poder recostarnos cuando estamos cansados, estipular una seguridad razonable cuando estamos asustados, consuelo cuando estamos tristes, y un estado de equilibrio y de firmeza cuando percibimos que el suelo se mueve bajo nuestros pies.

Quizá sea eso la redención: dormir sin pesadillas, levantarse sin temores, caminar sin pesos. Hay quien opina que las principales perturbaciones del alma proceden de una conciencia intranquila, y eso parece evocar la idea judeocristiana del pecado original. Puede que tengan razón, y el peso que atormenta al ser humano lúcido sea la culpabilidad por el propio existir. Al fin y al cabo, nuestra existencia se alimenta de la muerte, del mismo modo que nuestra felicidad, cuando acontece, suele venir asociada al dolor de alguien. “Porque el pecado mayor del hombre es haber nacido”, sentencia Calderón. Tal vez sea imposible existir lúcidamente sin sentirse un poco culpable, y por lo tanto la conciencia sólo descansa tranquila si sabemos convencerla de que no somos culpables, o, si lo somos, no somos culpables de serlo.
Podríamos plantearnos seguir el camino soportando esa tensión entre el ser y la inquietud, es decir, no precipitarnos a ningún refugio, asumir nuestra maldición y levantar la piedra por la ladera de Sísifo aunque sepamos que luego rodará hacia abajo. Pedirle eso a un ser humano equivale a requerirle que sea un héroe, entendido en sentido mitológico. Pero no todos tenemos madera de héroes, o por lo menos no en el mismo grado ni de la misma manera. Mirar cara a cara a la verdad, o intentarlo, ya guarda en sí algo de heroico. Intentar que la propia vida sea armónica y dotarla de sosiego, también. Si todos debemos ser héroes de alguna manera, yo elijo esa.

Estoy hablando de una paradoja: luchar para dejar de luchar. Renunciar a la lucha en sí misma, como modo de vida, y buscar el modo, no de eludirla, sino de reconvertirla. Estoy hablando de que el único problema filosófico realmente importante, después de si la vida merece la pena de ser vivida, es conquistar la capacidad de vivirla del modo más sereno posible. Ese es mi objetivo, y no he dejado de trabajar para alcanzarlo.
Hay algo curioso en plantearse tal objetivo. Lo sugieren quienes han recorrido antes ese camino: al final no nos tranquilizan las respuestas, sino la ausencia de respuestas. Los budistas hablan del vacío. Lo paradójico es que para alcanzar ese vacío uno primero tiene que esforzarse, más de lo que lo haría para conseguir un bien preciado. Perseguir y persistir, desesperadamente, antes de desesperar de ninguna convicción definitiva. Si la sabiduría suprema reside en el silencio, primero hay que hablar mucho y luego despejar las palabras.
Dedico aquí mis pensamientos a lo que veo y a lo que siento, a lo que configura mi mundo inmediato, mi experiencia cotidiana, mi camino diario. Será como andar por una senda conocida, pero mirándola con nuevos ojos, redescubriéndola como si no la contemplara por primera vez. Siempre quedan preguntas por hacer; en cuanto a las respuestas, nunca son más que meros tanteos, hipótesis provisionales. Nuestro mapa está hecho de esbozos que borramos o completamos una y otra vez. Pensar, como vivir, consiste en ese trabajo de marejadas.

viernes, 7 de junio de 2019

Las cosas nunca fueron fáciles


El mundo de las personas es complejo y brutal. Por cada cosa que nos otorga, nos exige varias, algunas molestas, otras casi insoportables. Sus dones son caros. Como ocurre con algunas sustancias químicas, hay que poner mucho para obtener un poco: de alimento, de seguridad, de amor, de sentido…
Parece que todo resultaría más fácil si regresáramos a los orígenes, allí donde todo parecían derechos y los únicos deberes eran los que imponían la fuerza ajena y la debilidad propia. Esa pureza atávica siempre nos llega con resonancias de nostalgia, con los brillos de aquella Edad de Oro elemental que tanto fascinaba a Nietzsche. Es la humanidad desnuda, o sea, animal; o sea: inocente, pura, nítida, previsible incluso en lo atroz. Porque lo puro tiene algo de atroz y cruel, y para resguardarnos de ello inventamos las comunidades, es decir, la complejidad.

La vida en común trajo sus dones y sus requerimientos: amontonados dentro del rebaño, ganamos en una cierta seguridad básica, a cambio de una limitación considerable pero ordenada. Concebimos el pacto, que es la renuncia a parte de lo propio que idealmente sería todo a cambio del respeto de lo ajeno y, en justa reciprocidad, a lo ajeno que admitimos a regañadientes. Hay que desistir de los sueños de totalidad y omnipotencia, para que los demás accedan a ser cómplices de nuestros sueños.
Pero el contrato social, según nos lo proponía Rousseau, inaugura su propia inestabilidad. Hay que cuidarse de los oportunistas, de los mentirosos, de los abusadores. Históricamente, nuestro gregarismo entró en tensión con esas otras tendencias opuestas que configuran lo humano. El hombre es a veces un lobo para el hombre…, sobre todo para el hombre que lo acompaña en la manada. Pronto hubo quien se adueñó del pacto y, mediante la fuerza, lo puso a su servicio. El sometimiento es la perversión del pacto, la institución de la desigualdad. Marx consideró, con razón, que esa imposición desembocaría inevitablemente en la lucha. Y creyó que, también sin remedio, la lucha se resolvería, algún día, en un pacto digno y una restauración de la igualdad. En esto, probablemente, fue demasiado lejos, quizá por no tener en cuenta que los medios para la imposición evolucionan más deprisa y con más eficacia que los que nos liberan.
Nietzsche soñó también con una lucha redentora, pero no porque acabara haciéndonos iguales, sino todo lo contrario: porque, según él, serviría para seleccionar a los mejores. Predicaba, entusiasta, la antítesis de Marx, pero cometió el mismo error: sobrevalorar la capacidad de perfeccionamiento del hombre, y en cambio infravalorar su insaciable tendencia al poder. La monstruosidad nazi mostró hasta qué punto el superhombre puede degenerar en un selecto canalla. El proyecto liberador de Nietzsche se desmorona en el fascismo. Su propuesta existencial, en cambio, aún nos ilumina, tal vez porque las ideas del filósofo iban dirigidas al individuo y tenían menos interés en la colectividad.

El conflicto es la ley fundamental, empezando por las almas y los pequeños grupos. La proximidad es pacto y amor, pero también lucha (G. Simmel, como Freud, fue un pionero en revelarlo). En cada persona alienta, con suerte, astucia y buena voluntad, un posible colaborador, pero no menos un probable enemigo. Lo que tú quieres entra a menudo en contradicción con lo que yo quiero: ¿lo resolveremos compitiendo o negociando? Depende de muchas circunstancias: la intención y los valores de cada cual, el interés y la fuerza relativos, facilidades o dificultades interpuestas…
Algo parecido, aunque no idéntico, sucede a escala social. Solo que allí los pactos son mucho más inestables, y las tensiones mucho más potentes. Tanto, que comprometen a muchos individuos a la vez: es la violencia de la masa, de la guerra y la revolución. El sistema triunfante, desde finales del siglo pasado, es el capitalismo, esa ordenación social tan eficaz para crear riqueza, como alaba Comte-Sponville, olvidando añadir que esa riqueza suele repartirse de modo desigual, y que, en su ansia irrefrenable de reproducirse a sí misma, no se detiene en minucias como la miseria de continentes enteros o la destrucción del medio ambiente. Los buenos, hoy como siempre, y a pesar de Nietzsche, son los sometidos: en esto, el capitalismo también se ha revelado como magistralmente eficaz.

 El capitalismo, ya se ha dicho y ya se presiente, morirá de éxito, y se nos llevará a todos por delante. De momento, en contra de las esperanzas de Marx y de tantos revolucionarios, nos ha convertido en esclavos complacientes y sumisos: productores febriles y consumidores compulsivos. Ha inventado tecnologías que nos reducen (a menudo) a robots enajenados, prisioneros de una esfera virtual en la que cada vez habitamos más, en detrimento del cuerpo, la presencia y la naturaleza. Pocas veces las masas se mostraron más resignadas ni estuvieron más ausentes de su dignidad.
El capitalismo impuso la caverna de Platón, con sus seres embelesados en un espectáculo de meras sombras. Triunfo, pues, del que somete. Pero fracaso general de la humanidad, que ya no tiene proyecto, que seguirá creciendo hasta agotar los recursos y envenenar la Tierra. Esa despersonalización, ese callejón sin salida donde se estrellan todas las utopías, esa maquinización generalizada  al servicio de un bien imaginario el dinero es lo que de verdad nos aproxima al fin de la Historia.
Los verdaderos responsables, que son los monopolios y el capital desbocado, procuran culpabilizarnos para que no los distingamos más allá. Al fin y al cabo, somos sus cómplices porque consumimos más de lo que necesitamos, porque generamos toneladas de basura… ¿Cómo negar que, en conjunto, nos hemos apropiado de la condición de homo detriticus? Nuestros registros fósiles, si hay un futuro tan lejano que los excave, estarán repletos de latas y plásticos.

Quizás un día despertemos y fundemos una nueva cooperación, la de nuestra supervivencia y la del único planeta donde podemos vivir. Entretanto, de lo que se trata es de recuperar la dignidad, de afrontar la abigarrada confusión de nuestra madurez y entender que las cosas nunca fueron fáciles, pero que si alguna vez lo fueron más que ahora, esa Edad de Oro nunca volverá.