Una película reciente recreó esta gesta contemporánea. En 2009, el vuelo 1549 de US Airways despegó del aeropuerto de LaGuardia, en Nueva York, con 155 personas a bordo, entre tripulación y pasajeros, en dirección a Charlotte (Carolina del Norte). A los pocos minutos, una bandada de aves se estrelló contra el avión, inutilizando ambos motores.
Había que aterrizar
inmediatamente, pero ni la altura ni la velocidad de vuelo permitirían alcanzar
un aeropuerto. El comandante Chelsey Sullenberger, “Sully”, tomó una decisión
desesperada: viró el timón y se dispuso a amerizar en las aguas del río Hudson.
Asombrosamente, logró hacerlo sin dañar el aparato, y no solo eso: los
pasajeros fueron evacuados con celeridad y todos sobrevivieron.
Si existen los
ángeles, uno debía aletear entre los gansos aquella fría mañana de enero. Pero
el milagro no ensombrece los méritos del comandante Sully, cuya sangre fría,
pericia y tino cobran la dimensión del heroísmo. Después de más de cuarenta
años de experiencia de vuelo, las causas y los azares lo enfrentaron al desafío
de su vida, y supo estar a la altura. Podía haberse rendido, podía haberse
desesperado: todo estaba en contra suya, incluidas las instrucciones y los
protocolos, que le presionaban, desde la lógica, a dirigirse a una pista. Por
radio, los controladores le ofrecían opciones: LaGuardia, Newark, JFK. Optó por
esa otra lógica del instinto y la intuición, se encomendó a lo imposible en
lugar de a lo improbable, y eso fue lo que le permitió salvar 155 vidas, como
demostraron las investigaciones posteriores: el avión no habría llegado con
bien a la pista, solo quedaba la posibilidad de lanzarse al río.
¡Qué difícil decisión
entre dos muertes y una vida! ¡Qué llamada de emergencia a todas las almas, a
todos los pasados, a todos los futuros! ¡Qué entereza para ponerlos a trabajar
a nuestro favor sin aceptar una sola excusa! Los nervios son traidores, y
pueden convertir a lo mejor de nosotros mismos en un desertor. Cuando la
complejidad es demasiado grande, podemos declararla excesiva y proclamar un
sálvese quien pueda interior. Habría bastado con que la memoria se hubiese
bloqueado, el temple hubiese dimitido, el arrojo hubiese desistido: cualquiera
de esas cosas nos habría parecido comprensible en tales circunstancias, y
muchos de nosotros habríamos naufragado en alguna de ellas, o en todas,
resignándonos a que decidiera el destino por nosotros. Pero Sully se aferró a
la lucidez, se puso de parte de sí mismo y decidió jugar su partida hasta el
final, fuese el que fuese ―y
sabía que los peores eran los que tenían más cartas―. Asió con fuerza los
mandos y apostó por su vida y la de los otros 154 pasajeros. Confió en que
podía hacerlo, o se obligó a ello porque no tenía más remedio. Y lo logró.
Todos somos Sully en
algún enclave de nuestra vida. Todos tenemos que arañar lo imposible y
aprovechar lo poco que nos queda cuando casi todo se nos pone en contra. Todos
hemos de confiar en nuestra capacidad para elegir bien, cuando no hay más
remedio que decidir y cualquier opción parece mala. Entonces hay que asentarse
con arresto en uno mismo, asir los mandos y no mostrarle al fracaso una sola fisura
por donde entrar.
No podemos contar con la menor garantía; las
probabilidades, más bien, inclinan la balanza hacia el lado de la derrota. Pero
hay que ponerlo todo en esa única oportunidad que vislumbramos, y darle, a fuerza
de arrojo, la plausibilidad que le niegan las circunstancias; porque esa
oportunidad nos pertenece, y hay que apropiársela y secundarla con todo lo que
tenemos, incluido el miedo, incluida la rabia, incluida la desesperación. Hay
que convencer a la vida para que se ponga a nuestro lado, y solo tenemos un
instante para ganarla, y nadie lo hará por nosotros. Vivir es eso: poder
naufragar en cualquier momento y sin embargo arrebatarle una prórroga al destino.
Sully lo había aprendido y supo hacerlo: todos somos sus discípulos.