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Pensar para vivir

Cuando Camus planteaba, en El mito de Sísifo, que el único tema filosófico realmente importante era si la vida merecía la pena de ser vivida, estaba reivindicando que el quehacer filosófico, la tarea intelectual, debían centrarse en responder a la angustia y, si es posible, delinear el sentido. Lo mismo había propuesto Epicuro más de dos mil años antes, con el mérito añadido de convertir a la filosofía, más allá de un conjunto de disquisiciones, en una forma de vida y para la vida, un quehacer cotidiano compartido en comunidad.


Sin llegar tan lejos, lo que yo me propongo al pensar sobre la vida es pensar para vivir, usar el pensamiento a modo de brújula o mapa. El mapa, como dicen los místicos, no es el territorio, pero nos ayuda a transitar por él, si es certero. Trazar un mapa es interpretar la realidad, que se nos presenta como una amalgama en bruto, y traducirla en representación. No tiene nada de particular: lo hacemos siempre, no podemos no hacerlo. Nuestra percepción es una representación del mundo; nuestro pensamiento, una interpretación sobre lo percibido. Con las piezas que nos ofrecen los sentidos y la experiencia, componemos un conjunto al que llamamos mundo. Kant ya demostró que no podemos tener la certeza de que lo que consideramos realidad sea la realidad. Entre el ser humano y el universo hay un hiato, un abismo insalvable que impregna las sensaciones de extrañeza.

Nuestro quehacer hermenéutico, por tanto, no ofrece garantías. Sin embargo, antes de rendirnos a la amenaza del absurdo, quizá podamos confiar. Como dice Rilke, al fin y al cabo se trata de nuestro mundo, no tenemos por qué desistir, de antemano, de nuestra capacidad para acceder a él. No tenemos más realidad que nuestra realidad, pero eso solo delimita el territorio de nuestra tarea, no invalida la tarea misma. Queremos comprender para vivir mejor.
Cabría añadir un paso posterior a la pregunta básica de Camus. Después de esclarecer, en la medida de lo posible, si la vida tiene o no sentido (y el filósofo llega a la curiosa conclusión de que no lo tiene pero hay que vivir como si lo tuviera), a continuación habría que preguntarse de qué modo podemos hacerla más habitable y armónica. No me refiero a la felicidad luminosa como la entiende nuestra cultura (de momento mejor no entrar en esos excesos), ni siquiera al hedonismo epicúreo de priorizar que la vida resulte agradable. Aludo a algo más humilde, mucho menos pretencioso: la diferencia entre el calor y el frío, el tormento y la armonía. Me refiero a hacer de la vida un hogar en el que poder recostarnos cuando estamos cansados, estipular una seguridad razonable cuando estamos asustados, consuelo cuando estamos tristes, y un estado de equilibrio y de firmeza cuando percibimos que el suelo se mueve bajo nuestros pies.

Quizá sea eso la redención: dormir sin pesadillas, levantarse sin temores, caminar sin pesos. Hay quien opina que las principales perturbaciones del alma proceden de una conciencia intranquila, y eso parece evocar la idea judeocristiana del pecado original. Puede que tengan razón, y el peso que atormenta al ser humano lúcido sea la culpabilidad por el propio existir. Al fin y al cabo, nuestra existencia se alimenta de la muerte, del mismo modo que nuestra felicidad, cuando acontece, suele venir asociada al dolor de alguien. “Porque el pecado mayor del hombre es haber nacido”, sentencia Calderón. Tal vez sea imposible existir lúcidamente sin sentirse un poco culpable, y por lo tanto la conciencia sólo descansa tranquila si sabemos convencerla de que no somos culpables, o, si lo somos, no somos culpables de serlo.
Podríamos plantearnos seguir el camino soportando esa tensión entre el ser y la inquietud, es decir, no precipitarnos a ningún refugio, asumir nuestra maldición y levantar la piedra por la ladera de Sísifo aunque sepamos que luego rodará hacia abajo. Pedirle eso a un ser humano equivale a requerirle que sea un héroe, entendido en sentido mitológico. Pero no todos tenemos madera de héroes, o por lo menos no en el mismo grado ni de la misma manera. Mirar cara a cara a la verdad, o intentarlo, ya guarda en sí algo de heroico. Intentar que la propia vida sea armónica y dotarla de sosiego, también. Si todos debemos ser héroes de alguna manera, yo elijo esa.

Estoy hablando de una paradoja: luchar para dejar de luchar. Renunciar a la lucha en sí misma, como modo de vida, y buscar el modo, no de eludirla, sino de reconvertirla. Estoy hablando de que el único problema filosófico realmente importante, después de si la vida merece la pena de ser vivida, es conquistar la capacidad de vivirla del modo más sereno posible. Ese es mi objetivo, y no he dejado de trabajar para alcanzarlo.
Hay algo curioso en plantearse tal objetivo. Lo sugieren quienes han recorrido antes ese camino: al final no nos tranquilizan las respuestas, sino la ausencia de respuestas. Los budistas hablan del vacío. Lo paradójico es que para alcanzar ese vacío uno primero tiene que esforzarse, más de lo que lo haría para conseguir un bien preciado. Perseguir y persistir, desesperadamente, antes de desesperar de ninguna convicción definitiva. Si la sabiduría suprema reside en el silencio, primero hay que hablar mucho y luego despejar las palabras.
Dedico aquí mis pensamientos a lo que veo y a lo que siento, a lo que configura mi mundo inmediato, mi experiencia cotidiana, mi camino diario. Será como andar por una senda conocida, pero mirándola con nuevos ojos, redescubriéndola como si no la contemplara por primera vez. Siempre quedan preguntas por hacer; en cuanto a las respuestas, nunca son más que meros tanteos, hipótesis provisionales. Nuestro mapa está hecho de esbozos que borramos o completamos una y otra vez. Pensar, como vivir, consiste en ese trabajo de marejadas.

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