miércoles, 29 de agosto de 2018

Memoria de la ausencia

Si están mirando el presente con los ojos del pasado, nunca comprenderán la cosa viva.
Krishnamurti.
Todos tenemos relatos fundamentalistas sobre nosotros mismos, historias que nos tomamos al pie de la letra y en las que creemos devotamente. Thomas Moore.


El tiempo es un niño travieso que nos empuja antes de salir corriendo. Es cierto que no hay más realidad que el presente, y que no se puede vivir fuera de él. Sin embargo, ¿qué sería de nosotros sin la memoria? En el pasado no encontramos solo lo que fuimos, encontramos lo que somos, porque construimos hoy nuestra imagen de nosotros mismos en función de lo que hemos sido. El hoy es el hecho puro, sin significado; es el material en bruto: aún no tiene narrativa, o si la tiene es porque en él concluye lo que llevamos escrito de nuestra historia. Para eso necesitamos el pasado: no para regresar a él cosa que es imposible, que ni siquiera es deseable a pesar de la nostalgia, sino para reconstruirlo una y otra vez desde el presente y darle así a este cimientos y extensión.
Dicen que la memoria no es un almacén, que los recuerdos no son vestigios como los que encontramos en un desván. Dicen que la memoria es como los sueños, que utiliza las huellas del tiempo para recrearse constantemente. En realidad dicen, no recordamos, sino que armamos recuerdos con piezas dispersas que han quedado tiradas por los trasteros del alma. Nuestra vida es un relato que nos contamos una y otra vez, y seguramente cada vez es distinto. Pero las estampas han quedado de algún modo ahí, amontonadas, enterradas como en estratos a la espera de nuestro trabajo de arqueólogos, nuestra poética tarea de rescatarlas e interpretarlas.
Yo debo ser mal arqueólogo, porque suelo encontrar pocos vestigios. O bien fui un mal habitante del mundo, y presté poca atención, y por eso he perdido casi todo. Tengo tan pocas piezas que, muchas veces, ni siquiera puedo rellenar los huecos con la fantasía. Hay muchas cosas que ni siquiera sé si sucedieron realmente, o si las confundo con ocurrencias o con sueños. Mi memoria es una memoria de la ausencia, con grandes vacíos y rastros aislados.

¿Dónde estaba mientras discurría mi vida? “La vida es lo que te sucede mientras estás ocupado haciendo otros planes”, cantaba John Lennon, y eso retrata bastante bien lo ausentes que estamos todos mientras vivimos. En lugar de prestar atención al presente que se despliega ante nuestros ojos, atravesamos los sucesos como hipnotizados por nosotros mismos: por nuestras fantasías, por nuestros temores, por nuestros presentimientos, por nuestros deseos… Somos incapaces de ver más allá de nuestro reflejo, como Narciso. Yo sé que he estado particularmente sumido en todo eso, que es imaginario, preso de la angustia…, la misma angustia que se habría visto aliviada si hubiese puesto, como decía Neruda, mi residencia en la tierra.
Porque tienen razón los budistas: sufrir es sobre todo estar ausente, es hundirse en la penumbra, en lugar de mirar a la luz que uno tiene alrededor. Incluso cuando lo que tenemos no nos gusta, incluso cuando nos hace sufrir, casi siempre es preferible a revolver morbosamente el fango de nuestra alma atormentada. ¿Y cuál era mi tormento? Amargura, rabia, y sobre todo miedo: miedo de salir sin abrigo a la vida, de quedar demasiado expuesto, de no tener qué oponerle al sufrimiento, de no saber qué hacer con la alegría… Estaba demasiado herido: demasiadas veces, demasiado hondo… En fin, no me sentía capaz de vivir, y tener que hacerlo solo me producía desamparo.
Pero, ¿tan grave debía ser lo que había pasado? En vano escarbo hasta lo más hondo que puedo, en busca de golpes que justificaran que yo me sintiera así. Mi infancia se me antoja bastante normal, incluso feliz en algunos detalles, y no creo que fuese más infortunado que muchos otros. Tuve maestros, amigos y sueños. Aunque todo eso guardaba poca consistencia: es verdad que crecí torcido, sintiéndome solo y acostumbrándome a no esperar nada de los demás. Los otros fueron consolidándose como un mito de promesas y peligros, y por eso ya nunca aprendería a tratarlos como son en realidad: yo creía que soñaba con amores, y es cierto que los deseaba, pero los temía tanto que había de pasarme la vida huyendo. Eso me hace pensar que quizá me tomé mis adversidades demasiado a pecho: los desencuentros de mis padres, la sensación de sentirme perdido sin remisión al creerlos perdidos a ellos. Para la adolescencia ya tenía demasiado metida la tristeza en el alma, mi tallo ya estaba raquítico y mis hojas mustias.

Intenté recuperarme de aquella infancia y aquella adolescencia que pasé perdido por pantanos, pero no lo conseguí. Parece mentira que en dos décadas tirando largo, porque tal vez sea en una nos lo juguemos todo. El amor (darlo y recibirlo) se aprende pronto o ya no se aprende, o como mucho ya se aprende mal. Y quien dice el amor dice la confianza, el encuentro sereno, el intercambio afable. Quien dice el amor dice la amistad, el gozo de la presencia. Leí y fantaseé que podía arreglarme a fuerza de empeño, de estudio; creí que para mi cura bastaría con cumplir mis responsabilidades y acudir a las sesiones de terapia. Pero no había manera de sacar nada en claro de los libros ni de las reflexiones, ni tampoco de las sesiones interminables con los psicólogos: no hacía más que dar vueltas en círculo sobre el meollo de mi dolor, al que debía tener tanto miedo que no me atreví a asomarme, ni siquiera de la mano de quien habría podido hacerme sentir seguro.
Tuve que seguir renunciando. Ninguna intimidad me funcionó, porque era incapaz de entregarme. Cometí muchos errores, aun a sabiendas, con la esperanza de que algo me salvara. La mayoría de mis amigos fueron perdiéndose por el camino, porque los lazos eran débiles y se rompían fácilmente al soltar amarras. Y eso fue lo que hice: marcharme en cuanto podía. Y sin embargo también sucedieron maravillas: un puñado de amistades del alma y un hijo. Y un trabajo en el que me he sentido útil, en el que podía representar la ternura con la suficiente distancia como para no temer que me atrapara. Y la edad, que me fue entrando en aguas más cansadas y por tanto más tranquilas, que me enseñó, al menos, a desistir de la tierra prometida que había buscado desesperadamente, y que por eso me reconcilió con la soledad a la que tanto había repudiado.

No fundé esa dicha de una pieza con la que había soñado, pero sí una alegría serena de senderos escondidos y pequeños arroyos. Me retiré, como los poetas, a mi cabaña (metafórica) en el bosque, y procuré poner mis pies bien firmes sobre la tierra, ararla y cosechar sus frutos. Aquella ansia de la juventud se desvaneció con ella; ya no es tempestuosa, aunque algo de ella sigue quedando porque a menudo noto que vibra el suelo. Lo principal es que ya no me quejo, que ya puedo mirar el mundo sin reclamarle nada. No es un mal otoño.
Pero cuando miro atrás para saber de mí, descubro cuánto se me ha quedado por el camino, qué ausente estuve toda la vida. Y me siento un poco triste por no poder acordarme de cosas que me importan. No recuerdo apenas mis juegos de infancia, cuando quedábamos en casa de mis amigos y nos inventábamos películas y organizábamos fiestas. Se me han olvidado tantos olores felices de la casa de mi tía en el pueblo, donde veraneábamos. No recuerdo de qué hablé con aquella chica de la universidad que tanto me gustaba. No consigo recordar cómo conocí a aquella mujer buena con la que tal vez habría sido feliz si no hubiese preferido reservarme para aventuras más emocionantes, de las que solo me quedan amarguras. Hay tantos trenes que olvidé, tantos compañeros que se me desprendieron del corazón y la memoria…
En fin, no queda sino aceptarlo. Estuve ausente. Si hubiese prestado un poco más de atención quizás habría descubierto que no me faltó tanto amor ni tanta alegría como pensaba. Que, a pesar del dolor, el mundo fue generoso. Y tal vez entonces habría sido capaz de quedarme en algún sitio.
Pero quién sabe cómo habría sido el destino si hubiese discurrido por otros cauces. Somos nuestra historia: si la cambiáramos, ya seríamos otros. Hay que hacer las paces con el pasado y dejarlo marchar tal como fue; despedirse de los recuerdos que se tienen y encajar la pérdida de los que no se tienen. En esto, he tenido la suerte de descubrirlo, ayuda mucho tener un hijo, porque a través de él uno concibe un sentido para haber estado aquí, y se enamora del futuro como si hubiese de ser suyo. Lo que sucedió desembocó en lo que soy; y no soy, ni puedo ser, otra cosa. Vuelvo al lugar donde me encuentro y contemplo el paisaje. Tal vez así pueda construir, por fin, una memoria de presencia.

miércoles, 8 de agosto de 2018

Vulnerabilidad

Si la salud y la luz de un hermoso día me sonríen, soy un buen hombre; si tengo un callo que me aprieta en un dedo, estoy malhumorado, desagradable e inaccesible.
Montaigne.


Si algo caracteriza la naturaleza humana es la fragilidad. Es cierto que mediante la razón y la voluntad podemos construirnos un armazón relativamente sólido: esa era la meta, accesible hasta cierto punto, de los “filósofos terapéuticos” antiguos. Epicuro opina que “es necesario servir a la filosofía si queremos alcanzar nuestra verdadera libertad”; “el sabio se basta solo”, afirma Séneca. Eso era también lo que intentaron componer, con estilos tan distintos, Spinoza y Montaigne.
Es la vieja nostalgia de hallar en uno mismo una fortaleza inexpugnable. Sin embargo, tal vez fuera Montaigne, tan realista y pragmático en el fondo, quien mejor captara que todas las buenas intenciones, y las mejores ideas, reposan sobre la fragilidad esencial de nuestro cuerpo y de nuestro ánimo; que nuestra entereza, igual que nuestra salud, puede desmoronarse como un castillo de naipes si recibe el golpe adecuado en el sitio correcto. “¿Para qué sirven esas ideas elevadas de la filosofía en las que ningún ser humano puede basarse, y esas reglas que están fuera de nuestras costumbres y de nuestras fuerzas?”, escribió. Cada cual tiene sus puntos débiles, esos que lo ponen contra las cuerdas y lo despojan de su mejor armadura; y todos compartimos algunos que configuran la vulnerabilidad de nuestra especie: el dolor, el deterioro por un accidente o una enfermedad, la inminencia de la muerte, la pérdida de un ser querido. Hay amenazas frente a las cuales estamos desnudos, por bien que nos hayamos pertrechado. Afrontar esta vulnerabilidad esencial y ser consciente de ella forma parte de la sabiduría, ya que le aporta la conciencia de sus propios límites. Da mucho que pensar asistir a estos desmoronamientos en algunas obras literarias o en algunas películas.
Si buscamos la compañía y el afecto, si necesitamos el amor, es porque somos, y nos sabemos, y nos sentimos vulnerables. Porque entendemos que existen dolores que nos sobrepasan, y que el refugio más sólido no nos guardará de ellos. Epicuro nos recordaba que “ante la muerte, somos como una ciudad sin murallas”: cabría responderle que probablemente nos falten murallas para muchas otras cosas, algunas tal vez peores que la muerte, o al menos tan dolorosas como ella. Conviene, pues, abrirle bien los ojos (ya que no los brazos) a la vulnerabilidad, asumirla e indagar en qué puntos nos afecta; procurar contraponerla a los sueños de fortaleza y las fantasías de omnipotencia; contar con ella como nuestra más segura compañía para cualquiera de nuestras empresas. El sueño filosófico de una coraza de ideas, en especial el de los estoicos, es una hermosa aspiración, pero, como todas las Ítacas, nos sirve como brújula para caminar, no como destino.

El proyecto humano se ve atravesado de vulnerabilidad de arriba abajo; por eso es difícil, por eso es improbable, y por eso, en definitiva, tiene algo de heroico. Vivir no cuesta menos que sobrevivir. Marcarse unos objetivos de ascenso, de lo que Marina llama anábasis, es encaramarse en lo arduo. La facticidad del mundo tira de nosotros hacia abajo, en esa especie de ley de inercia que rige la realidad, por la cual siempre tiende a replicarse a sí misma y a dar al traste con todo intento de reinventarla. En este caso, nuestra vulnerabilidad consiste en la dimisión de nuestras fuerzas frente a la resistencia del mundo, como notaba la paloma de Kant al volar.
Pero existe otra dificultad que debemos vencer, que tal vez forme parte de la anterior pero que sentimos como si nos saliera de dentro: es la tendencia a mantenernos en lo conocido, porque nos resulta más seguro, o más cómodo, o porque sencillamente estamos hechos para parecernos a nosotros mismos. En este caso, se trata de luchar contra la propia corriente, la voluntad se gira hacia su propio sustrato e intenta transformarlo. Su vulnerabilidad es obvia: quien lucha es el mismo que quien resiste. Tenemos mil maneras de resistirnos a nuestros intentos, y todas ellas constituyen el conjunto de nuestra vulnerabilidad interior. Siempre somos nuestro colaborador más díscolo.
Sin embargo, lo irremisible de la vulnerabilidad no tiene por qué desanimarnos ni detenernos. Solo nos está recordando que nuestros empeños son difíciles y que tienen un límite. La buena noticia es que la dificultad es nuestro patrimonio y estamos hechos a ella, y que pocas veces el límite es incontestable. La guerra de Troya parecía perdida, y sin embargo se ganó por la confluencia de dos elementos que podemos practicar: la fortaleza y el ingenio. Aquiles y Ulises. Si hemos de hacer caso a Homero, ninguno de los dos basta por sí mismo; en cambio, alineados resultan (casi) imbatibles. Hay que plantar cara y luchar con brío; pero las fuerzas se agotan, y por robustos que seamos, por energía que pongamos, al otro lado siempre podemos encontrarnos con una resistencia superior. Entonces quizá debamos echar mano de nuestros Ulises y concebir posibles caballos de Troya. Allá donde no llegue tu fuerza, puede que llegue tu imaginación.
Hay muchas batallas de la Historia que nos lo enseñan: no siempre ha ganado el ejército más nutrido. Leónidas y sus trescientos guerreros tuvieron que luchar con vigor y arrestos (sobre todo sabiendo que no saldrían de allí con vida), pero también supieron aprovechar la estrechez del paso de las Termópilas para reducir el efecto de la inmensa superioridad numérica del ejército de Jerjes. Alejandro usó el ímpetu y la inteligencia para desmoronar imperios con un puñado de guerreros. Blas de Lezo y sus escasas tropas sometieron a la Armada británica con arrojo y astucia (además, seguramente, de desesperación), en el sitio de Cartagena de Indias. Un puñado de guerrilleros, dirigidos por Fidel Castro y el Che, acabaron derrotando al ejército de la tiranía cubana, apuntalada nada menos que por Estados Unidos.
Si abuso un poco de la metáfora bélica, yo que aspiro a pacifista, es porque nuestro empeño ante la vida se parece mucho a una batalla desigual, una batalla que parece perdida de antemano por la monstruosa supremacía del enemigo. De ahí sus tintes épicos, que siempre nos emocionan, y la emoción es lo que nos motiva cuando la convicción flaquea (emoción y motivación comparten una etimología común, que alude al movimiento: moverse es empezar a ganar, o al menos a darse la oportunidad de hacerlo). Todos hemos visto, en esos pulsos cotidianos a veces tan encarnizados, cómo David ha vencido a Goliat a golpe de voluntad y de perspicacia, aprovechando bien las propias fuerzas, por exiguas que sean, y los puntos débiles del otro, que tiene siempre, también, sus vulnerabilidades. La firmeza es clave: a veces, la línea que separa la victoria de la derrota es un hilo que se tensa entre dos aplomos, y gana quien sigue creyendo que ganará, o pierde quien deja de creerlo.

Esto por lo que respecta a la superación de las dificultades, que configura el relato de la gesta humana, ese continuo desafío tan vano, tan bello a la vulnerabilidad. Por lo que respecta a los límites, por obvios que resulten, nos encanta olvidarlos, y eso nos hace más vulnerables: como dice Séneca, por fuerte que consiga ser, siempre lo seré menos que un oso; mi fuerza natural, frente a la de un oso, es una vulnerabilidad, y sería estúpido que me enfrentara a quien sé que me ganará. Hay circunstancias en las que retirarse es la única opción, y la muerte es la retirada más irrefutable. Sin embargo, en lo que respecta a la mayoría de nuestros asuntos, los límites no suelen estar tan claros; conocerlos con la mayor precisión es lo que se llama lucidez, y es en sí una fortaleza. Pero muchas veces nos engañamos con respecto a ellos. El depresivo se siente apretujado en una estrecha celda, en cuyo exterior todo lo parece imposible; el iluso deja que su fantasía le haga exagerar sus posibilidades. Los dos se confunden por igual: uno se resigna de antemano, el otro caerá a la primera ráfaga de viento.
Es fácil que nos sintamos en un pantano de incertidumbre y que nos acometa el desánimo. “Quien no tenga valor para padecer la muerte ni la vida, quien no quiere ni resistir ni huir, ¿qué hará?”, reflexiona Montaigne. En efecto: ¿qué hacer? Sun Tzu y sus comentaristas, en El arte de la guerra, ya nos daban pistas hace dos mil quinientos años.
Hemos de pertrecharnos bien y tantear: “Conoce al enemigo y conócete a ti mismo y, en cien batallas, no correrás jamás el más mínimo peligro”. “El que sobresale en la resolución de las dificultades las soluciona antes de que se presenten”.
Ceñirnos a lo que tenemos y ser prudentes: “Si no estás en situación de obtener el éxito, no recurras a la fuerza armada. Si no estás en peligro, no luches”.
Aprender tanto de los éxitos como de los fracasos, pues “hay caminos que no se deben recorrer, tropas a las que no hay que atacar, ciudades que no se deben sitiar y terrenos que no hay que disputarse”.
Elegir bien nuestras metas: “Ganar batalla y apoderarse de los objetivos prefijados, pero sin conseguir ventaja alguna de estos resultados, es de mal augurio y se llama ‘pérdida de tiempo’”.
Alimentar la serenidad y la entereza: “Sereno, será insensible a las contrariedades… dueño de sí, no caerá en la confusión”.
Ser audaces y perseverar: “En un terreno propicio a las comunicaciones, únete a tus aliados. En un terreno despejado, no debes retrasarte. En un terreno cerrado, recurre a tu ingenio. En un terreno mortal, lucha”. “Una cualidad es esencial en el general: la constancia”.
Mantenernos atentos, afinar a la hora de elegir la ocasión: “Cuando el fuego sea atizado por el viento, no ataques contra el viento”.
Reforzar nuestros puntos débiles y aprovechar los del enemigo: “Si se prepara en todas partes, en todas será vulnerable”.
 Aguzar el ingenio y pensar antes de actuar: “Si no hemos trazado un plan, embestimos a ciegas.”

En definitiva, contar con la vulnerabilidad e ir aprendiendo a maniobrar con ella. Eso es casi convertirla en fortaleza.