Si la salud
y la luz de un hermoso día me sonríen, soy un buen hombre; si tengo un callo
que me aprieta en un dedo, estoy malhumorado, desagradable e inaccesible. Montaigne.
Si algo caracteriza
la naturaleza humana es la fragilidad. Es cierto que mediante la razón y la
voluntad podemos construirnos un armazón relativamente sólido: esa era la meta,
accesible hasta cierto punto, de los “filósofos terapéuticos” antiguos. Epicuro
opina que “es necesario servir a la filosofía si queremos alcanzar nuestra
verdadera libertad”; “el sabio se basta solo”, afirma Séneca. Eso era también
lo que intentaron componer, con estilos tan distintos, Spinoza y Montaigne.
Es la vieja nostalgia
de hallar en uno mismo una fortaleza inexpugnable. Sin embargo, tal vez fuera
Montaigne, tan realista y pragmático en el fondo, quien mejor captara que todas
las buenas intenciones, y las mejores ideas, reposan sobre la fragilidad
esencial de nuestro cuerpo y de nuestro ánimo; que nuestra entereza, igual que
nuestra salud, puede desmoronarse como un castillo de naipes si recibe el golpe
adecuado en el sitio correcto. “¿Para qué sirven esas ideas elevadas de la
filosofía en las que ningún ser humano puede basarse, y esas reglas que están
fuera de nuestras costumbres y de nuestras fuerzas?”, escribió. Cada cual tiene
sus puntos débiles, esos que lo ponen contra las cuerdas y lo despojan de su
mejor armadura; y todos compartimos algunos que configuran la vulnerabilidad de
nuestra especie: el dolor, el deterioro por un accidente o una enfermedad, la
inminencia de la muerte, la pérdida de un ser querido. Hay amenazas frente a
las cuales estamos desnudos, por bien que nos hayamos pertrechado. Afrontar
esta vulnerabilidad esencial y ser consciente de ella forma parte de la sabiduría,
ya que le aporta la conciencia de sus propios límites. Da mucho que pensar
asistir a estos desmoronamientos en algunas obras literarias o en algunas películas.
Si buscamos la
compañía y el afecto, si necesitamos el amor, es porque somos, y nos sabemos, y
nos sentimos vulnerables. Porque entendemos que existen dolores que nos
sobrepasan, y que el refugio más sólido no nos guardará de ellos. Epicuro nos
recordaba que “ante la muerte, somos como una ciudad sin murallas”: cabría
responderle que probablemente nos falten murallas para muchas otras cosas,
algunas tal vez peores que la muerte, o al menos tan dolorosas como ella.
Conviene, pues, abrirle bien los ojos (ya que no los brazos) a la
vulnerabilidad, asumirla e indagar en qué puntos nos afecta; procurar
contraponerla a los sueños de fortaleza y las fantasías de omnipotencia; contar
con ella como nuestra más segura compañía para cualquiera de nuestras empresas.
El sueño filosófico de una coraza de ideas, en especial el de los estoicos, es
una hermosa aspiración, pero, como todas las Ítacas, nos sirve como brújula
para caminar, no como destino.
El proyecto humano se
ve atravesado de vulnerabilidad de arriba abajo; por eso es difícil, por eso es
improbable, y por eso, en definitiva, tiene algo de heroico. Vivir no cuesta
menos que sobrevivir. Marcarse unos objetivos de ascenso, de lo que Marina
llama anábasis, es encaramarse en lo arduo. La facticidad del mundo tira
de nosotros hacia abajo, en esa especie de ley de inercia que rige la realidad,
por la cual siempre tiende a replicarse a sí misma y a dar al traste con todo
intento de reinventarla. En este caso, nuestra vulnerabilidad consiste en la
dimisión de nuestras fuerzas frente a la resistencia del mundo, como notaba la
paloma de Kant al volar.
Pero existe otra
dificultad que debemos vencer, que tal vez forme parte de la anterior pero que
sentimos como si nos saliera de dentro: es la tendencia a mantenernos en lo
conocido, porque nos resulta más seguro, o más cómodo, o porque sencillamente
estamos hechos para parecernos a nosotros mismos. En este caso, se trata de
luchar contra la propia corriente, la voluntad se gira hacia su propio sustrato
e intenta transformarlo. Su vulnerabilidad es obvia: quien lucha es el mismo
que quien resiste. Tenemos mil maneras de resistirnos a nuestros intentos, y
todas ellas constituyen el conjunto de nuestra vulnerabilidad interior. Siempre
somos nuestro colaborador más díscolo.
Sin embargo, lo
irremisible de la vulnerabilidad no tiene por qué desanimarnos ni detenernos.
Solo nos está recordando que nuestros empeños son difíciles y que tienen un
límite. La buena noticia es que la dificultad es nuestro patrimonio y estamos hechos
a ella, y que pocas veces el límite es incontestable. La guerra de Troya
parecía perdida, y sin embargo se ganó por la confluencia de dos elementos que
podemos practicar: la fortaleza y el ingenio. Aquiles y Ulises. Si hemos de
hacer caso a Homero, ninguno de los dos basta por sí mismo; en cambio,
alineados resultan (casi) imbatibles. Hay que plantar cara y luchar con brío;
pero las fuerzas se agotan, y por robustos que seamos, por energía que
pongamos, al otro lado siempre podemos encontrarnos con una resistencia superior.
Entonces quizá debamos echar mano de nuestros Ulises y concebir posibles
caballos de Troya. Allá donde no llegue tu fuerza, puede que llegue tu
imaginación.
Hay muchas batallas
de la Historia que nos lo enseñan: no siempre ha ganado el ejército más
nutrido. Leónidas y sus trescientos guerreros tuvieron que luchar con vigor y
arrestos (sobre todo sabiendo que no saldrían de allí con vida), pero también
supieron aprovechar la estrechez del paso de las Termópilas para reducir el
efecto de la inmensa superioridad numérica del ejército de Jerjes. Alejandro
usó el ímpetu y la inteligencia para desmoronar imperios con un puñado de
guerreros. Blas de Lezo y sus escasas tropas sometieron a la Armada británica
con arrojo y astucia (además, seguramente, de desesperación), en el sitio de
Cartagena de Indias. Un puñado de guerrilleros, dirigidos por Fidel Castro y el
Che, acabaron derrotando al ejército de la tiranía cubana, apuntalada nada
menos que por Estados Unidos.
Si abuso un poco de
la metáfora bélica, yo que aspiro a pacifista, es porque nuestro empeño ante la
vida se parece mucho a una batalla desigual, una batalla que parece perdida de
antemano por la monstruosa supremacía del enemigo. De ahí sus tintes épicos,
que siempre nos emocionan, y la emoción es lo que nos motiva cuando la
convicción flaquea (emoción y motivación comparten una etimología
común, que alude al movimiento: moverse es empezar a ganar, o al menos a darse la
oportunidad de hacerlo). Todos hemos visto, en esos pulsos cotidianos a veces
tan encarnizados, cómo David ha vencido a Goliat a golpe de voluntad y de
perspicacia, aprovechando bien las propias fuerzas, por exiguas que sean, y los
puntos débiles del otro, que tiene siempre, también, sus vulnerabilidades. La
firmeza es clave: a veces, la línea que separa la victoria de la derrota es un
hilo que se tensa entre dos aplomos, y gana quien sigue creyendo que ganará, o
pierde quien deja de creerlo.
Esto por lo que
respecta a la superación de las dificultades, que configura el relato de la
gesta humana, ese continuo desafío ―tan vano, tan bello― a la vulnerabilidad.
Por lo que respecta a los límites, por obvios que resulten, nos encanta olvidarlos,
y eso nos hace más vulnerables: como dice Séneca, por fuerte que consiga ser,
siempre lo seré menos que un oso; mi fuerza natural, frente a la de un oso, es
una vulnerabilidad, y sería estúpido que me enfrentara a quien sé que me
ganará. Hay circunstancias en las que retirarse es la única opción, y la muerte
es la retirada más irrefutable. Sin embargo, en lo que respecta a la mayoría de
nuestros asuntos, los límites no suelen estar tan claros; conocerlos con la
mayor precisión es lo que se llama lucidez, y es en sí una fortaleza. Pero
muchas veces nos engañamos con respecto a ellos. El depresivo se siente
apretujado en una estrecha celda, en cuyo exterior todo lo parece imposible; el
iluso deja que su fantasía le haga exagerar sus posibilidades. Los dos se confunden
por igual: uno se resigna de antemano, el otro caerá a la primera ráfaga de viento.
Es fácil que nos
sintamos en un pantano de incertidumbre y que nos acometa el desánimo. “Quien no tenga valor para padecer la muerte
ni la vida, quien no quiere ni resistir ni huir, ¿qué hará?”, reflexiona
Montaigne. En efecto: ¿qué hacer? Sun Tzu y sus comentaristas, en El
arte de la guerra, ya nos daban pistas hace dos mil quinientos años.
Hemos de pertrecharnos
bien y tantear: “Conoce al enemigo y conócete a ti mismo y, en cien batallas,
no correrás jamás el más mínimo peligro”. “El que sobresale en la resolución de
las dificultades las soluciona antes de que se presenten”.
Ceñirnos a lo que tenemos
y ser prudentes: “Si no estás en situación de obtener el éxito, no recurras a
la fuerza armada. Si no estás en peligro, no luches”.
Aprender tanto de los
éxitos como de los fracasos, pues “hay caminos que no se deben recorrer, tropas
a las que no hay que atacar, ciudades que no se deben sitiar y terrenos que no
hay que disputarse”.
Elegir bien nuestras
metas: “Ganar batalla y apoderarse de los objetivos prefijados, pero sin
conseguir ventaja alguna de estos resultados, es de mal augurio y se llama
‘pérdida de tiempo’”.
Alimentar la
serenidad y la entereza: “Sereno, será insensible a las contrariedades… dueño
de sí, no caerá en la confusión”.
Ser audaces y
perseverar: “En un terreno propicio a las comunicaciones, únete a tus aliados.
En un terreno despejado, no debes retrasarte. En un terreno cerrado, recurre a
tu ingenio. En un terreno mortal, lucha”. “Una cualidad es esencial en el
general: la constancia”.
Mantenernos atentos,
afinar a la hora de elegir la ocasión: “Cuando el fuego sea atizado por el viento,
no ataques contra el viento”.
Reforzar nuestros
puntos débiles y aprovechar los del enemigo: “Si se prepara en todas partes, en
todas será vulnerable”.
Aguzar el ingenio y pensar antes de actuar: “Si
no hemos trazado un plan, embestimos a ciegas.”
En definitiva, contar con la vulnerabilidad e ir aprendiendo a maniobrar con ella. Eso es casi convertirla en fortaleza.
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