El mundo de las personas es complejo y brutal. Por cada cosa que nos otorga, nos exige varias, algunas molestas, otras casi insoportables. Sus dones son caros. Como ocurre con algunas sustancias químicas, hay que poner mucho para obtener un poco: de alimento, de seguridad, de amor, de sentido…
Parece que todo
resultaría más fácil si regresáramos a los orígenes, allí donde todo parecían
derechos y los únicos deberes eran los que imponían la fuerza ajena y la
debilidad propia. Esa pureza atávica siempre nos llega con resonancias de
nostalgia, con los brillos de aquella Edad de Oro elemental que tanto fascinaba
a Nietzsche. Es la humanidad desnuda, o sea, animal; o sea: inocente, pura,
nítida, previsible incluso en lo atroz. Porque lo puro tiene algo de atroz y
cruel, y para resguardarnos de ello inventamos las comunidades, es decir, la
complejidad.
La vida en común
trajo sus dones y sus requerimientos: amontonados dentro del rebaño, ganamos en
una cierta seguridad básica, a cambio de una limitación considerable pero
ordenada. Concebimos el pacto, que es la renuncia a parte de lo propio ―que idealmente sería
todo― a cambio del respeto
de lo ajeno y, en justa reciprocidad, a lo ajeno ―que admitimos a regañadientes―. Hay que desistir de
los sueños de totalidad y omnipotencia, para que los demás accedan a ser
cómplices de nuestros sueños.
Pero el contrato
social, según nos lo proponía Rousseau, inaugura su propia inestabilidad. Hay
que cuidarse de los oportunistas, de los mentirosos, de los abusadores.
Históricamente, nuestro gregarismo entró en tensión con esas otras tendencias
opuestas que configuran lo humano. El hombre es a veces un lobo para el
hombre…, sobre todo para el hombre que lo acompaña en la manada. Pronto hubo
quien se adueñó del pacto y, mediante la fuerza, lo puso a su servicio. El
sometimiento es la perversión del pacto, la institución de la desigualdad. Marx
consideró, con razón, que esa imposición desembocaría inevitablemente en la
lucha. Y creyó que, también sin remedio, la lucha se resolvería, algún día, en
un pacto digno y una restauración de la igualdad. En esto, probablemente, fue
demasiado lejos, quizá por no tener en cuenta que los medios para la imposición
evolucionan más deprisa y con más eficacia que los que nos liberan.
Nietzsche soñó
también con una lucha redentora, pero no porque acabara haciéndonos iguales,
sino todo lo contrario: porque, según él, serviría para seleccionar a los
mejores. Predicaba, entusiasta, la antítesis de Marx, pero cometió el mismo
error: sobrevalorar la capacidad de perfeccionamiento del hombre, y en cambio
infravalorar su insaciable tendencia al poder. La monstruosidad nazi mostró
hasta qué punto el superhombre puede degenerar en un selecto canalla. El
proyecto liberador de Nietzsche se desmorona en el fascismo. Su propuesta
existencial, en cambio, aún nos ilumina, tal vez porque las ideas del filósofo iban
dirigidas al individuo y tenían menos interés en la colectividad.
El conflicto es la
ley fundamental, empezando por las almas y los pequeños grupos. La proximidad
es pacto y amor, pero también lucha (G. Simmel, como Freud, fue un pionero en
revelarlo). En cada persona alienta, con suerte, astucia y buena voluntad, un
posible colaborador, pero no menos un probable enemigo. Lo que tú quieres entra
a menudo en contradicción con lo que yo quiero: ¿lo resolveremos compitiendo o
negociando? Depende de muchas circunstancias: la intención y los valores de
cada cual, el interés y la fuerza relativos, facilidades o dificultades
interpuestas…
Algo parecido, aunque
no idéntico, sucede a escala social. Solo que allí los pactos son mucho más
inestables, y las tensiones mucho más potentes. Tanto, que comprometen a muchos
individuos a la vez: es la violencia de la masa, de la guerra y la revolución. El
sistema triunfante, desde finales del siglo pasado, es el capitalismo, esa
ordenación social tan eficaz para crear riqueza, como alaba Comte-Sponville,
olvidando añadir que esa riqueza suele repartirse de modo desigual, y que, en
su ansia irrefrenable de reproducirse a sí misma, no se detiene en minucias
como la miseria de continentes enteros o la destrucción del medio ambiente. Los
buenos, hoy como siempre, y a pesar de Nietzsche, son los sometidos: en esto,
el capitalismo también se ha revelado como magistralmente eficaz.
El capitalismo, ya se ha dicho y ya se
presiente, morirá de éxito, y se nos llevará a todos por delante. De momento,
en contra de las esperanzas de Marx y de tantos revolucionarios, nos ha
convertido en esclavos complacientes y sumisos: productores febriles y
consumidores compulsivos. Ha inventado tecnologías que nos reducen (a menudo) a
robots enajenados, prisioneros de una esfera virtual en la que cada vez
habitamos más, en detrimento del cuerpo, la presencia y la naturaleza. Pocas veces
las masas se mostraron más resignadas ni estuvieron más ausentes de su
dignidad.
El capitalismo impuso
la caverna de Platón, con sus seres embelesados en un espectáculo de meras
sombras. Triunfo, pues, del que somete. Pero fracaso general de la humanidad,
que ya no tiene proyecto, que seguirá creciendo hasta agotar los recursos y
envenenar la Tierra. Esa despersonalización, ese callejón sin salida donde se
estrellan todas las utopías, esa maquinización generalizada al servicio de un bien imaginario ―el dinero― es lo que de verdad
nos aproxima al fin de la Historia.
Los verdaderos
responsables, que son los monopolios y el capital desbocado, procuran
culpabilizarnos para que no los distingamos más allá. Al fin y al cabo, somos
sus cómplices porque consumimos más de lo que necesitamos, porque generamos
toneladas de basura… ¿Cómo negar que, en conjunto, nos hemos apropiado de la
condición de homo detriticus? Nuestros
registros fósiles, si hay un futuro tan lejano que los excave, estarán repletos
de latas y plásticos.
Quizás un día despertemos y fundemos una nueva cooperación,
la de nuestra supervivencia y la del único planeta donde podemos vivir. Entretanto,
de lo que se trata es de recuperar la dignidad, de afrontar la abigarrada confusión
de nuestra madurez y entender que las cosas nunca fueron fáciles, pero que si
alguna vez lo fueron más que ahora, esa Edad de Oro nunca volverá.
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