viernes, 31 de mayo de 2019

Teatro social y cortesía


Si, como Erving Goffman describió perspicazmente, nuestra vida social se desarrolla igual que un teatro, la cortesía vendría a equivaler a los detalles que hay que cuidar para que la actuación pueda ejecutarse, para que discurra correctamente, para que se entienda; es decir: todos los protocolos técnicos, las complicidades entre actores y las convenciones que median ante el público para que la obra llegue y conmueva.
Pongamos algunos ejemplos: los actores tienen que hablar siguiendo un orden preciso, recitando con claridad y buen volumen; tienen que apoyarse unos a otros, de modo que cada desempeño refuerce el complementario; y, en caso de incurrir en errores, tienen que saber improvisar para hacerlos encajar en el conjunto, o al menos para disimularlos… El arte del actor no consiste en reseguir maquinalmente el libreto del autor, sino más bien en recrearlo, darle forma de realidad creíble. Hace falta una buena dicción y una precisión de gestos, hay que moverse sin tropiezos por el escenario, hay que administrar bien las entradas, las salidas, los silencios…

Trasladado el símil a la vida social, uno podría recriminar lo que todo ese aparato tiene de impostura. Los jóvenes, que aún están descubriéndolo y ensayándolo, suelen despreciarlo, y no se les puede negar parte de razón. Sin embargo, se trata de una impostura necesaria, un disimulo a favor de esa otra ficción, más grande y más compleja, y sobre todo necesaria, que es la obra misma. Mentira verdadera, en tanto que todos son conscientes de que es ficción, lo aceptan y lo esperan. Se trata de lograr que la obra funcione, que resulte eficaz y quizá bella: el público también colabora, tiene que hacerlo necesariamente, mediante su asistencia, su complicidad y su atención silenciosa. El resultado de esa feliz complementariedad es la satisfacción de todos, cada cual desde su lugar.
Así pues, la vida social, como el teatro, se desarrolla en forma de impostura compartida y aceptada. Su parte de simulación nos permite que la obra siga adelante. La cortesía, entonces, no es tan falsa: tiene la verdad de hacer viable el intercambio, y, si no dice toda la verdad, expresa al menos lo posible, o, mejor, lo verosímil. Al fin y al cabo, la espontaneidad tampoco es completamente verdadera, ya que en ella se imponen el arrebato y el instante: traiciona la verdad a fuerza de simplificarla.
La cortesía está de nuestra parte, y por eso debemos cultivarla. La cortesía es performativa: crea una realidad conveniente a fuerza de inventarla, a fuerza de imponerla a otras realidades más inmediatas que no nos ayudarían. Atenúa las ofensas y los fastidios innecesarios, que no harían más que entorpecer la convivencia sin aportarle nada. Establece un conjunto de convenciones que simplifican la comunicación, que en realidad la hacen posible, porque para comunicarnos necesitamos compartir semánticas y signos. La cortesía lubrica los delicados engranajes del encuentro, favorece la buena predisposición, promueve el intercambio, simplifica la enorme complejidad de la interacción. La cortesía es un regalo, a veces casi gratuito, que hacemos a los otros, para que la vida de todos sea un poco menos difícil.

Solo por eso ya valdría la pena. Pero hay más. La cortesía o, si se prefiere, la urbanidad, que es más amplia y la incluye, al obligarnos a forjar la realidad social, nos fragua a nosotros mismos. Porque en nuestro interior también hay un teatro, una obra perpetuamente en marcha, cuyas situaciones, personajes y convenciones se van desarrollando al interiorizar los que interpretamos fuera. También en nuestro interior tiene que haber cortesía: nos debemos amabilidad, incluso después de las torpezas; comprensión, incluso después de los desatinos. Necesitamos educarnos con dulzura, como lo hicieron si tuvimos esa suerte nuestros padres y maestros, nuestros vecinos y amigos, cuando éramos niños y aún lo teníamos todo por aprender: la convención y la moral.
Porque, como reflexiona Comte-Sponville, la convención es el punto de partida de la moral, la urbanidad es el gimnasio de la virtud. “Las buenas maneras preceden a las buenas acciones y conducen a ellas”, arguye el francés en su Pequeño tratado de las grandes virtudes, puesto que, como ya adelantó Aristóteles, solo nos enseña lo que actuamos: “las cosas que es necesario haber aprendido para hacerlas, las aprendemos haciéndolas”.

Las normas nos enseñan que no vale todo, y que lo que vale requiere un esfuerzo; también nos enseñan que lo correcto es premiado y lo incorrecto sancionado. ¿Represión, manipulación? Sin duda, pero necesarias, puesto que uno no puede ser libre si no es capaz de controlarse, de usarse a sí mismo como instrumento de la voluntad, y la libertad común se basa en la autorregulación colectiva, en el orden compartido que nos permite ser consecuentes con nuestras elecciones.
Hace falta una disciplina, una coacción externa para estos primeros simulacros de virtud. “A través de ella, imitando las maneras de la virtud, quizá tengamos oportunidad de ser virtuosos”, insiste el Pequeño tratado. Para llegar a ser morales, primero tienen que obligarnos; para llegar a la excelencia, primero tienen que entrenarnos en los rudimentos. La bondad se aprende cuando nos forzamos a ser bondadosos, o a parecerlo, que a ese nivel es lo mismo, puesto que se trata de ensayar lo que tiene que acabar siendo. El perdón se aprende cuando somos perdonados, pero sobre todo cuando se nos invita a perdonar. Y solo empezando por tratar bien a los otros llegamos a cuidarnos a nosotros mismos.

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