Ir al contenido principal

Teatro social y cortesía

Si, como Erving Goffman describió perspicazmente, nuestra vida social se desarrolla igual que un teatro, la cortesía vendría a equivaler a los detalles que hay que cuidar para que la actuación pueda ejecutarse, para que discurra correctamente, para que se entienda; es decir: todos los protocolos técnicos, las complicidades entre actores y las convenciones que median ante el público para que la obra llegue y conmueva.


Pongamos algunos ejemplos: los actores tienen que hablar siguiendo un orden preciso, recitando con claridad y buen volumen; tienen que apoyarse unos a otros, de modo que cada desempeño refuerce el complementario; y, en caso de incurrir en errores, tienen que saber improvisar para hacerlos encajar en el conjunto, o al menos para disimularlos… El arte del actor no consiste en reseguir maquinalmente el libreto del autor, sino más bien en recrearlo, darle forma de realidad creíble. Hace falta una buena dicción y una precisión de gestos, hay que moverse sin tropiezos por el escenario, hay que administrar bien las entradas, las salidas, los silencios…

Trasladado el símil a la vida social, uno podría recriminar lo que todo ese aparato tiene de impostura. Los jóvenes, que aún están descubriéndolo y ensayándolo, suelen despreciarlo, y no se les puede negar parte de razón. Sin embargo, se trata de una impostura necesaria, un disimulo a favor de esa otra ficción, más grande y más compleja, y sobre todo necesaria, que es la obra misma. Mentira verdadera, en tanto que todos son conscientes de que es ficción, lo aceptan y lo esperan. Se trata de lograr que la obra funcione, que resulte eficaz y quizá bella: el público también colabora, tiene que hacerlo necesariamente, mediante su asistencia, su complicidad y su atención silenciosa. El resultado de esa feliz complementariedad es la satisfacción de todos, cada cual desde su lugar.
Así pues, la vida social, como el teatro, se desarrolla en forma de impostura compartida y aceptada. Su parte de simulación nos permite que la obra siga adelante. La cortesía, entonces, no es tan falsa: tiene la verdad de hacer viable el intercambio, y, si no dice toda la verdad, expresa al menos lo posible, o, mejor, lo verosímil. Al fin y al cabo, la espontaneidad tampoco es completamente verdadera, ya que en ella se imponen el arrebato y el instante: traiciona la verdad a fuerza de simplificarla.
La cortesía está de nuestra parte, y por eso debemos cultivarla. La cortesía es performativa: crea una realidad conveniente a fuerza de inventarla, a fuerza de imponerla a otras realidades más inmediatas que no nos ayudarían. Atenúa las ofensas y los fastidios innecesarios, que no harían más que entorpecer la convivencia sin aportarle nada. Establece un conjunto de convenciones que simplifican la comunicación, que en realidad la hacen posible, porque para comunicarnos necesitamos compartir semánticas y signos. La cortesía lubrica los delicados engranajes del encuentro, favorece la buena predisposición, promueve el intercambio, simplifica la enorme complejidad de la interacción. La cortesía es un regalo, a veces casi gratuito, que hacemos a los otros, para que la vida de todos sea un poco menos difícil.

Solo por eso ya valdría la pena. Pero hay más. La cortesía o, si se prefiere, la urbanidad, que es más amplia y la incluye, al obligarnos a forjar la realidad social, nos fragua a nosotros mismos. Porque en nuestro interior también hay un teatro, una obra perpetuamente en marcha, cuyas situaciones, personajes y convenciones se van desarrollando al interiorizar los que interpretamos fuera. También en nuestro interior tiene que haber cortesía: nos debemos amabilidad, incluso después de las torpezas; comprensión, incluso después de los desatinos. Necesitamos educarnos con dulzura, como lo hicieron si tuvimos esa suerte nuestros padres y maestros, nuestros vecinos y amigos, cuando éramos niños y aún lo teníamos todo por aprender: la convención y la moral.
Porque, como reflexiona Comte-Sponville, la convención es el punto de partida de la moral, la urbanidad es el gimnasio de la virtud. “Las buenas maneras preceden a las buenas acciones y conducen a ellas”, arguye el francés en su Pequeño tratado de las grandes virtudes, puesto que, como ya adelantó Aristóteles, solo nos enseña lo que actuamos: “las cosas que es necesario haber aprendido para hacerlas, las aprendemos haciéndolas”.

Las normas nos enseñan que no vale todo, y que lo que vale requiere un esfuerzo; también nos enseñan que lo correcto es premiado y lo incorrecto sancionado. ¿Represión, manipulación? Sin duda, pero necesarias, puesto que uno no puede ser libre si no es capaz de controlarse, de usarse a sí mismo como instrumento de la voluntad, y la libertad común se basa en la autorregulación colectiva, en el orden compartido que nos permite ser consecuentes con nuestras elecciones.
Hace falta una disciplina, una coacción externa para estos primeros simulacros de virtud. “A través de ella, imitando las maneras de la virtud, quizá tengamos oportunidad de ser virtuosos”, insiste el Pequeño tratado. Para llegar a ser morales, primero tienen que obligarnos; para llegar a la excelencia, primero tienen que entrenarnos en los rudimentos. La bondad se aprende cuando nos forzamos a ser bondadosos, o a parecerlo, que a ese nivel es lo mismo, puesto que se trata de ensayar lo que tiene que acabar siendo. El perdón se aprende cuando somos perdonados, pero sobre todo cuando se nos invita a perdonar. Y solo empezando por tratar bien a los otros llegamos a cuidarnos a nosotros mismos.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Defensa de la nostalgia

Un supuesto filósofo, de cuyo nombre no quiero acordarme, sermonea por la radio nada menos que este lema: «La nostalgia es una irresponsabilidad». Desde su pedestal, a este predicador solo le ha faltado decretar la hoguera para los reos de melancolía. Y, como puntilla de su hibris , añade: «Un filósofo tiene que ser tajante, no puede quedarse en medias tintas». Dudo que los dicterios de este riguroso moralista tengan la menor veta de filosofía. Porque si algo caracteriza al pensador honesto es la duda y el matiz. Precisamente la complejidad de las medias tintas. Para sentencias terminantes ya tenemos la fácil temeridad de la ignorancia. En la convicción inamovible se está muy bien: la lucidez empieza en el cuestionamiento, y por eso resulta incómoda y aguafiestas.  Así que yo me permito pasar los axiomas de este señor por el cedazo de mis interrogantes. Ciertamente, la nostalgia es una tristeza, y eso bastó para que Spinoza y Nietzsche la rechazaran. El budismo tampoco la acogería...

La tensión moral

La moral, el esfuerzo por distinguir lo adecuado de lo infame, no es un asunto cómodo. Y no lo es, en primer término, porque nos interpela y nos implica directamente. Afirmar que algo es bueno conlleva el compromiso de defenderlo; del mismo modo que no se puede señalar el mal sin pelear luego contra él. Como decía Camus, «para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción». Debido a ello, la moral se experimenta, irremediablemente, en forma de tensión. Es pura cuestión de dialéctica: desde el momento en que se elige algo y se rechaza otra cosa, lo elegido se enfrenta a la resistencia del mundo, y lo rechazado se le opone en forma de insistencia. No es nada personal: lo que queremos se nos resiste simplemente porque lo perseguimos, y basta con pretender descartar algo para que nos lo encontremos por todas partes, vale decir, para que nos persiga.  Al elegir, lo primero que estamos haciendo es implantar en la vida una dimensión de dificultad, «que empieza ...

Conversación

Los espartanos consideraban que se habla demasiado, y por eso, antes de abrir la boca, procuraban asegurarse de que lo que iban a decir valía la pena, aportaría algo nuevo y no haría a nadie un daño innecesario. Debían ser un pueblo muy silencioso, y su gusto por la brevedad explica que hayamos incorporado su gentilicio «lacónico» como sinónimo de concisión. Es cierto que solemos hablar de más, pero hacerlo tiene un sentido social que escapa a la austeridad de aquel pueblo de adustos guerreros. Por paradójico que parezca, normalmente no conversamos para transmitir información. Necesitamos hablar porque es nuestra manera de encontrarnos, de estar juntos, de sentirnos unidos. Cierto que lo que nos entrelaza es frágil: meros mensajes, a menudo banales, muchas veces inapropiados. Sin embargo, por frágil que sea, cumple su función primordial de vínculo. Además, hay que respetar las palabras, incluso las más triviales, porque el verbo es más fuerte que nosotros, porque nos trasciende y nos ...