sábado, 12 de noviembre de 2016

El insoportable espesor del ser

L
a contradicción entre peso y levedad es la más misteriosa y equívoca de todas las contradicciones.
Milan Kundera

Gozó celebridad, al menos en su momento, la novela de Kundera La insoportable levedad del ser. Brillante y sugerente título para una obra buena que hubiera merecido serlo más. Pincelada que resume el existencialismo: rebeldía angustiada del ser ante su liviandad, la inminencia de dejar de ser. ¿Qué resulta más asombroso, la improbable excepción de la existencia (que parece haber sucedido a pesar de tenerlo todo en contra, que se alza como una inaudita anormalidad, ya que lo más probable, con diferencia, es no existir), o el hecho de que, una vez acontecida, esté llamada al olvido, a la insignificancia, devorada de nuevo por la enormidad de la nada? Si algo sucede, parece que debería suceder para siempre, y esa es la paradoja del tiempo, padre de todos los cambios, Cronos creador y devorador; y es quizá el meollo de la idea de Dios: o se existe siempre (se está fuera del tiempo), o existir resulta irrisorio, desvaído, casi ofensivo. Bien está que yo no haya sido nada, pero una vez he sido algo, ¿cómo es posible que deje de serlo para siempre?
Si uno se para a pensar en la duración de la nada futura, la nada interminable que se prolongará después de la muerte, no puede dejar de sentirse abrumado por el vértigo y la angustia. El ser consciente de sí mismo aspira a perdurar, a seguir más allá, a no cejar en su condición de ser, que es la única que tiene. El deseo de ser no tiene límite, no se puede querer existir a medias. Sin embargo, puesto que el ser es tiempo, y no hay ser sin tiempo, el ser incluye en sí mismo el destino, incluso el requerimiento, de agotarse en el no ser. Para que algo pueda empezar, todo tiene que terminar. Creo que era eso lo que quería decirnos Heidegger al calificarnos de ser-para-la-muerte. Así que nos debatimos entre la angustia por la certeza del fin y una posible añoranza secreta de cumplir nuestra condición, que es consumirnos.

Una vida interminable, una existencia sin la perspectiva de acabar en algún momento: eso sí que nos resultaría insoportable. Un existir que se alargara y se alargara, que se apiñara sobre sí mismo y no palpase sus límites por mucho que se extendiera: ¿no sería eso la mayor monstruosidad? Puede que nos sirva como fantasía para consolarnos de  la muerte, pero difícilmente nos valdría para vivir.
Borges especuló con el horror de la eternidad. “Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas”, fabula en El inmortal, y concibe con perspicacia la vertiginosa banalidad de un tiempo sin límite: “Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes”. Por otra parte, lo eterno no admite novedad, puesto que cada cosa habría sucedido ya y volvería a suceder, un número infinito de veces. ¿Qué encanto podría tener ningún esfuerzo si nos llevara otra vez al principio, un ir que consistiera en volver? Al anular la sorpresa, la amenaza, la excepción, quedamos condenados al mero hastío; un acontecer perpetuo valdría como la quietud absoluta, un tiempo infinito equivale a la ausencia de tiempo: “Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy”. La intensidad de la vida reside en su precariedad, su provisionalidad, el temblor de su frágil materia llamada al colapso.
Un ser interminable no se vería más que a sí mismo (y si fuera interminable no habría nada más, puesto que inundaría toda la existencia). Estaría incapacitado para el amor, como Narciso al contemplarse en el estanque. ¿Para qué otro, si todo lo que concibo soy yo, si todo lo que existe en mí, que soy todo, soy yo? ¿Valdría la pena una vida sin amor, el insidioso recuento de uno mismo? Del mismo modo que soñamos con ser eternos, y lo que nos asombra es la muerte, nuestro ego sueña también con expandirse sin medida, y vivimos con la identidad herida por la humillación de sus límites. Pero, bien mirado, lo extraño y lo insoportable no es el límite, sino la infinitud, que incluso como mera idea provoca náuseas.
Nietzsche le dio la vuelta a esa idea y le imprimió otro sentido al entenderla como un eterno retorno. La eternidad existe, pero solo como repetición; es un acontecer cerrado que reitera sin cesar el mismo motivo, como el día de la marmota en la película Atrapado en el tiempo, pero sin opción al menor cambio, ni siquiera en uno mismo; de hecho: sin que uno mismo sea consciente. Una propuesta así hincha de trascendencia cada instante, es como un empacho de magnitud. Provoca un cortocircuito en la libertad: al tiempo que la invalida (puesto que no puedo hacer otra cosa que repetir), la eleva a lo absoluto (puesto que lo que elija se repetirá sin fin). Esta otra infinitud lineal no contiene menos peso Nietzsche la llamó “la carga más pesada” ni menos pavor que la inmortalidad abigarrada de Borges. Por lo menos, esta incluye la opción de volver a ser mortal: si hubo un río cuya agua confirió la primera, habrá otro que dispense la segunda. De la eternidad de Nietzsche, en cambio, no se puede escapar.
A Kundera le parece que el eterno retorno otorgaría a las cosas su verdadero relieve, ya que la fugacidad es una “circunstancia atenuante” que “nos impide pronunciar condena alguna. ¿Cómo es posible condenar algo fugaz? El crepúsculo de la desaparición lo baña todo con la magia de la nostalgia; todo, incluida la guillotina”. Sin embargo, parece una visión muy poco compasiva con la precariedad humana. Somos seres ignorantes y sufrientes: resultaría cruel condenarnos a repetir una y otra vez nuestros errores y nuestras mezquindades. En cierto modo, merecemos esa nostalgia que repugna a Kundera. Hitler debe ser inculpado, pero una sola vez y para siempre; en algún punto de la condena hay que perdonar, o estaremos a su altura de lo monstruoso. La grandeza de la película Atrapado en el tiempo es, precisamente, que da la oportunidad de aprender y corregir, lo cual es casi redimirse.

Retomando el título de su libro, podríamos replicar a Kundera que lo insufrible no es la levedad, sino el espesor. La levedad puede sobrellevarse, porque es la característica de todas las cosas; es lo familiar, lo que la vida nos ha enseñado desde el incierto pecho de nuestra madre, que nunca curaba definitivamente el hambre. Desde entonces, todas las hambres y todas las saciedades se revelaron siempre provisionales. La levedad, que nos parece triste, en realidad nos alivia: del peso de demasiados días que se suman, demasiados abatimientos que se apelmazan, demasiados entusiasmos que nos extenúan, demasiado yo que se repite. Nunca querríamos irnos, siempre pediríamos un día más, pero quiero creer que, cuando llegue el momento de consumirnos y verternos en la ceniza, lo haremos con algo de contento: la satisfacción de descansar, como cantaba Jorge Manrique, de que se cumpla un capítulo y entre aire fresco en esa parte del mundo que ocupábamos. Vivir es demasiado oneroso para que se prolongue sin fin.
¡Cuánta sabiduría hay en dormitar, en charlar sin objeto (preferiblemente riendo), en vagar mirando escaparates, tomar un café, jugar con nuestros hijos, hacer el amor! ¿Qué sentido tiene ese delirio por lo productivo, ese desprecio de lo supuestamente inútil? Arrogantes, lo llamamos perder el tiempo, cuando todo tiempo es para perderlo y mejor si fluimos por él casi sin darnos cuenta, como de pasada, como en un sueño. Epicuro solo aspiraba al regocijo de un trozo de queso y de la compañía de los amigos; y cuando estos faltaban, se contentaba con su recuerdo. Por eso los niños y los viejos son los más sabios: porque son los menos condicionados por la manía del rendimiento, y saben que todo en su vida es importante, pero nada es serio.
Se replicará que a veces hay que luchar: porque es lo justo, o porque es lo épico, y también necesitamos la justicia y la épica. Y es cierto: no solo somos criaturas del tiempo, también lo somos del proyecto, o más bien una cosa lleva a la otra. Pero a veces nos tomamos los entusiasmos y las indignaciones demasiado a pecho, y olvidamos que ninguno tiene valor por sí mismo, solo el que nosotros le damos.  Los principios éticos se agotan en la frontera de la muerte. Así, cuando nos esforcemos, hagámoslo con frescura, con alegría, con amor, y recordando que al final siempre acabaremos perdiendo. Nietzsche amaba los excesos de la épica, pero a cambio estaba dispuesto a pagar su precio en soledad, en dolor, y es probable que sucumbiera sin reparo a la locura. El que prefiera no sucumbir bajo la épica, mejor que se eduque en el desprendimiento. 
Tal vez si admitiéramos nuestra insignificancia nos haríamos la vida más amable, y se la haríamos a los demás. Encajaríamos mejor el dolor, la enfermedad y la muerte, que forman, en definitiva, parte de la vida. Eso sí sería querernos un poco a nosotros mismos, como pedía Alain (y ni siquiera aquí hacen falta excesos). Hay que preferir una vida ligera. La pesadez del ser es lo que resulta insoportable.

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