“Todos mienten” es el
título de una película y síntesis de una realidad que empezamos a aprender
pronto, con nuestras propias farsas. ¿Se puede vivir sin la mentira? Hay
quien afirma que no, y es probable que tenga razón. Porque no podemos mostrarlo
todo, porque la relación —lo explicó Erving Goffman— es siempre un teatro que
escenifica el esfuerzo de cada cual por salir bien parado. Las personas que optan por mostrarse seguras tienen que disimular cuidadosamente sus
vulnerabilidades, y las inseguras han de evitar que se note que podrían serlo
más.
Eso cuesta un gran
trabajo, y de ahí la ansiedad social. Todo lo oculto es siempre una tensión:
esconder requiere un esfuerzo, porque lo natural es mostrar, lo natural ―lo que sucede por sí
mismo― es que todo esté a
la vista de todos. Cuando una persona se ve impelida a ocultar, está tomando
una decisión más grave de lo que parece, está delimitando un territorio que
tendrá que defender con gran esfuerzo, porque será permanentemente asediado.
Ocultar es como resistir a la expansión del universo: es contener lo que quiere
desplegarse, es reprimir lo que quiere esparcirse, es retener lo que quiere
escaparse. Es, ante todo, negarse al mundo, que quiere desnudarnos, contraviniéndolo
con nuestro esfuerzo por sostener la vestimenta con la que nos cubrimos.
Es más: esa
conspiración del mundo por desvestirnos se nos cuela dentro y se convierte en
un verdadero enemigo interior, que puede traicionarnos y al que hay que
vigilar. Cuando mantenemos un secreto, hará falta mucha atención y mucho
trabajo para que nuestras palabras, nuestros gestos, nuestro mero vivir no
desvele algún detalle sospechoso, para que no nos comprometa a revelar otro poco, no nos impulse a hablar de más. Pues cuanto más hablemos, lógicamente, más
difícil será mantener a salvo lo silenciado.
Por eso la mentira,
que es una ocultación, requiere tanto esfuerzo. Hay mentiras leves, casi
imprescindibles, y mentiras excesivas, y distinguirlas no es una sabiduría
menor. Mentir es remar contra corriente, es ofrecer una verdad fraudulenta a
cambio de la verdad verdadera. Ésta, que cae por su propio peso, tenderá
siempre a escurrírsenos por las grietas de la que hemos inventado para
suplantarla, y eso nos obligará a seguir inventando, tapar una grieta tras
otra, simular veracidad en cada nueva incoherencia, valiéndonos de nuevas
mentiras, que se encadenan hasta alcanzar un grado de complejidad que ya no
podemos manejar. Hay mentiras grandes y brillantes, mentirosos excelsos, y
estructuras enteras de la sociedad dotadas de poder para sostener las complejas
arquitecturas de la mentira; pero siempre alentará en ellas una amenaza, una
vulnerabilidad de fondo, que las hará propensas a derrumbarse cuando uno de sus
elementos escape al control.
Las más frecuentes
son las que nos contamos a nosotros mismos; y éstas son, a la vez, las más
difíciles de sostener. Para llegar a creer que somos lo que no somos, que
valemos lo que no valemos o que cumplimos condiciones que en el fondo
rechazamos, nos vemos obligados a echar mano de artificios insólitos, a menudo
retorcidos, y siempre de algún modo fallidos. Ese esfuerzo por ocultar consume
una buena parte de la energía de nuestra vida, y casi nunca para hacernos
mejores. En tanto que mentirosos, estamos condenados a vivir atemorizados por
la mayor de las amenazas: que acabe triunfando la verdad y no tengamos más
remedio que encararla. Cuando los griegos recomendaban conocerse a uno mismo,
quizá estaban aconsejando que desistiéramos de ese juego tan costoso y tan
vano, y que sucumbiésemos con entereza a nuestra verdad.
El hombre solo es
dueño de sus mentiras mientras no ha terminado de pronunciarlas. Desde ese
momento, los artificios instituyen un orden propio y, a la vez que nos
benefician con sus posibles ventajas, nos sojuzgan con su creciente poder. Como
el monstruo de Frankenstein, escapan a su dueño e imponen sus reglas, siguen su
propio camino y, al tomar la delantera, no nos dejan más opción que irles a la zaga.
La vida, inevitablemente, tiene que contar ya con su presencia; hubieran prestado
o no un servicio, ahora nos ponen al suyo. No hay modo de escapar, como no sea
encarándolas, invalidándolas, sustituyéndolas de nuevo por la verdad,
restaurando el mundo anterior a ellas. Pero, incluso así, después de su paso,
el mundo ya no es el mismo: algo se ha roto, algo se ha perdido, algo puede
haber muerto estrangulado por sus manos. Y, bien mirado, no es culpa de la
mentira: todo en la vida es así, todo nos gasta y nos derrota; si la falsedad
lo hace con más saña, es solo porque nos impone un tributo cada vez mayor.
Una mentira es un
acto creativo, quizás el acto creativo por excelencia, puesto que no aspira a
interpretar la realidad, sino a reemplazarla, a relegarla a segundo plano, por
debajo de esa irrealidad que quiere suplirla por un mero ejercicio de voluntad.
El hombre consuma así su papel prometeico de artífice, no ya de su propio
destino, sino del mundo mismo. Si la mentira es un pecado, lo es precisamente
por ese instante de soberbia en que pretende usurpar el atributo divino de la
creación.
Pero se trata de una
rebelión fallida, una usurpación fracasada. En ese acto supremo de creación, el
hombre se da de bruces con sus límites: la pretendida grandeza no era más que
una comedia; el hombre se descubre como un mero impostor. Su obra se le escapa
entre los dedos: no es más que un decorado, un artificio, una fantasía. “El
hombre es un dios cuando sueña”, proclamó Holderlin, pero Calderón, más cauto,
le replica desde el escenario: “Y los sueños, sueños son”. La mentira, al final,
no cambia nada —salvo en nosotros, y casi siempre para peor—, se desmorona bajo
el peso de la facticidad.
La mentira es también
un acto de libertad, pero que se agota en sí mismo y que, irónicamente, se
transforma en la peor prisión. Cuando damos a la mentira el poder sobre la realidad,
le entregamos también la soberanía sobre nosotros. Máquina formidable y espantosa
que ponemos en marcha, y que en seguida funciona por su cuenta y nos rebasa y
nos arrastra. Se elige la primera mentira, tal vez, pero ella es la que nos reclama,
como una ley, todas las que vendrán detrás. Por eso liberarse es regresar a la
verdad, por eso dejar de mentir, por caro que cueste, es un descanso, como
expresa tan bien Juan en la película Muerte
de un ciclista; eso sí, rescatar la verdad tiene su precio, que en algunos
casos, como el de Juan —y él lo sabe—, es ciertamente grande; más oneroso
cuanto más nos haya alejado la mentira del duro suelo de la realidad. Y hay
quien, como el otro Juan de Calle Mayor,
no se atreve a pagarlo, y prefiere mantenerse en un limbo de remordimientos e
indecisiones que pueden considerarse, en definitiva, cobardía.
La anatomía de la
mentira que nos revela Calle Mayor
refleja bien el proceso de deterioro del yo con el que la falsedad y la
ocultación van socavando al mentiroso, que va perdiéndose a sí mismo a medida
que añade leña a su ficción. El que miente queda alienado, obligado a ser cada
vez más el personaje y cada vez menos la persona. La mentira no solo provoca un
conflicto ético: ante todo comporta un conflicto de identidad. Uno descubre en
sí a un intruso, que gana terreno lentamente a costa del yo auténtico, ese que
uno creía o esperaba ser. Y lo peor es que el intruso es el que gana, es el que
tiene opción de expresarse y realizarse, mientras que el genuino se ve obligado
a replegarse, a cederle el sitio y el ser.
La carencia que instaura la mentira es existencial: el
mentiroso ve reducida su existencia, condenada a la clandestinidad; se ve
privado de intercambios y testigos, es decir, se ve relegado a un aislamiento
equiparable al de un secuestro. Y, tal vez sin darse cuenta, como no puede ser
de otra manera, acaba por encontrar en el personaje un enemigo, empieza a
odiarlo y a conspirar secretamente contra él. Toda mentira, toda ocultación, conlleva un juego esquizofrénico, que nos divide entre lo que pretendemos ser y lo que
somos. Que la distancia no sea excesiva, y sobre todo que no confundamos ambas
cosas, es algo tan difícil como necesario, si no queremos ser las víctimas de
nuestras mentiras y que acabemos por olvidar aquello que ocultamos.
La confesión generosa y libre debilita el reproche y desarma la injuria.
Montaigne.
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