Nada más empezar mi intervención noto que me va a costar. Titubeo. Toso, me tropiezo. Me cuesta mirar a los ojos, y en cambio siento todos los de los otros sobre mí. Digo: “No podremos hacer…” y suena como si estuviese pidiendo perdón.
Una voz me interrumpe: “Es injusto”. Otra la secunda con una puntilla: “Pero tú dijiste…” Ahí ya no sé qué responder: la verdad me desarma. Me siento tentado a ceder.
Mi compañera sale al paso y me apoya ante los otros. “Pues yo no estoy dispuesta… y menos sin que me paguen… No voy a dejarme la salud”. Su tono es cortante, un punto despectivo, demasiado agresivo para mi gusto. Además, no es eso. No se trata de que nos paguen o nos dejemos la salud, como tampoco solo de justicia o de lo que dije; se trata de hacer valer el sentido común, la negociación, la posibilidad.
Temo que los asistentes le repliquen con un improperio, que alguien alce la voz más que ella, que se nos derrumbe la frágil sintonía. Sin embargo, para mi sorpresa, apenas se eleva una media voz, gruñendo sin mucho convencimiento su desacuerdo. Mi compañera se reafirma: “No lo voy a hacer”. Yo callo. Por unos instantes, hay un silencio tenso. Alguien suspira y musita, resignado: “Entonces tendremos que…”
Y no se vuelve a sacar el asunto. Ahora se habla de cómo habrá que arreglárselas según las nuevas condiciones. Las que a mí me rebatían y a ella le han admitido. El clima se va relajando al reformularse la cooperación. Ya nadie hace el menor amago de regreso. La rudeza es lo que ha funcionado.
Dicen que, en las manadas, cuando se huele la vacilación del líder, los otros machos empiezan a disputarle el liderazgo. No creo que fuese muy distinto en las tribus primitivas: la debilidad del cabecilla debía despertar a los oportunistas, estimular a los rebeldes y provocar disputas para tomar el poder. Tampoco creo que ahora, a pesar de nuestra pátina de normas, derechos y acuerdos, seamos muy distintos. Hay un sustrato muy elemental en las relaciones humanas, que se rigen ante todo por el poder. Quizá la razón tenga algo de poder, pero el núcleo de este es la fuerza. O al menos su apariencia.
Suele imponerse el que no duda. En cambio, quien se detiene a pensar, quien procura conciliar, quien da cancha a los embates ajenos, pronto queda acorralado. En las disputas, el diálogo necesita sustentarse en la fuerza, como una concesión. Gana el que está convencido, el que ya ha ganado.
¿Será que nuestra vacilación estimula la firmeza de los otros, y al revés? ¿Será que nuestra inseguridad da pie a una mayor resolución en nuestros oponentes? Tal vez, pero yo creo que es más bien al revés: la duda siembra duda, la vacilación provoca incomodidad. Sobre todo cuando se espera la fortaleza compacta, rotunda, de la autoridad.
En tal caso, creo, el malestar de la indefinición resulta tan inquietante que el colectivo se esfuerza por crear una nueva convicción, por rescatar un convencimiento alternativo que salve del arriesgado marasmo, por el que podrían entrar todos los males. Quién tenga la razón es secundario: se trata de instaurar otra vez la seguridad; salir de la zona de riesgo de mayores disputas. En el fondo, pocos estamos tan convencidos que no nos dejemos guiar por quien parece estarlo.
Yo, con mi posibilismo, estaba provocando la respuesta airada, negadora, incisiva de los otros. No se sabe quién hubiera ganado, pero desde luego yo ya había perdido. En cambio, mi compañera, al mostrarse decidida, sacó al conjunto de su indecisión. Podían haber peleado, pero callaron. Podían haber rebatido, pero desistieron. Les bastaba la seguridad.
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