La tristeza es el desconcierto ante una vida que no responde. Es hija de la frustración. Pero entonces, ¿por qué se asocia más bien la frustración con la rabia que con la tristeza? ¿Será la tristeza una modalidad de la rabia, o al revés? ¿O se tratará de dos posibles reacciones para un vuelco del ánimo? Ante una contrariedad, la ira amagaría un movimiento compensatorio; la tristeza, en cambio, podría encarnar la inmovilidad perpleja.
Se adivina una familiaridad entre ambas. Spinoza la perfiló con perspicacia. «La tristeza es el paso del hombre de una mayor a una menor perfección», entendiendo por perfección la potencialidad o conatus que nos impulsa. Frente al impacto de una fuerza contraria, el melancólico se repliega en su puerto sombrío, pasmado, lamiéndose sus heridas, incubando la constatación de su miseria. La tristeza arrincona, hunde, disminuye, y esto sucede cuando una fuerza exterior nos supera y nos afecta, quebrantando nuestra propia fuerza. El depresivo es un derrotado que no sabe reponerse.
Por su parte, la ira emana del odio, que para Spinoza es también una tristeza. De hecho, ¿cuánto de odio no hay, tantas veces, en la tristeza? Pero en lugar de petrificarnos, en la ira el odio se condensa en deseo: un deseo de hacer mal; y, por consiguiente, nos pone en marcha, nos arrastra en el ardor de ese deseo. La tristeza amasa su odio en el légamo de la impotencia y quizá llegue a destilarlo en rencor. La tristeza se retira, la ira se revuelve; la tristeza recula, la ira empuja.
Se trata, pues, en efecto, de la disyuntiva entre el movimiento o la inacción. Reacia a la disminución de la potencia, la rabia inspira un arranque por restablecerla; sembrará daño para sentir que, aunque se le ha hurtado una parte de la fuerza —«perfección»—, lo que le queda sigue luchando por reavivarla, para hacerla valer. Puede que eso, a la larga, la conduzca a una derrota mayor, un sometimiento que podría ser el definitivo. Pero no está dispuesta a sucumbir sin la voluntad desesperada del intento, y en ello encuentra una oportunidad, o, más precisamente, la crea, la implanta, la compone. Al menos se agita, al menos se empeña. La ira, tan expuesta, tan amenazante, tan nociva a veces, emana sin embargo, hay que reconocerlo, del corazón mismo de la vida, a la que proclama a gritos: es su valedora y su defensora, y, aun errando, tal vez siembre la buena semilla de una vitalidad renovada.
Mientras tanto, la tristeza —entendida como sentimiento, no en el sentido spinoziano de estado del ser— es una impotencia, una anulación del deseo y por tanto del conatus. La tristeza, de entrada, se exilia del poder. El triste no solo ha pasado a una menor perfección, sino que se ha anclado en ella, es un perdedor explícito, pues ha desistido incluso de su propia capacidad de actuar, su iniciativa. El depresivo no ha renunciado a la vida, pero sí a hacerla valer, sí a defenderla y recomponerla; se siente sin fuerzas, sin vocación o sin alternativa. Como el animal amedrentado —y tal vez la melancolía guarde secretas conexiones con el miedo—, responde a la pérdida quedando paralizado, incapaz de responder al cuestionamiento de su libertad. Y por eso, porque se asume inmóvil, se siente cada vez más incapaz.
Porque la tristeza se ahonda, se confirma en sí misma mediante su espiral descendente de impotencia. También la ira se alimenta de sí, y en ello reside su riesgo y su oportunidad: a veces, si no va demasiado lejos en el arrebato destructivo, da paso al entusiasmo, a la refundación de la potencia que el colérico ha podido constatar en su ánimo; en definitiva, en términos spinozianos, reclama una oportunidad a la alegría.
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