A menudo sucede que las verdades más obvias son las que más necesitan
que las recordemos, no sea que su misma obviedad actúe como una pátina que las
enturbia en nuestra percepción. Máxime cuando los poderes usan deliberadamente los medios a su alcance para emborronarlas. Algo tan nuclear en nuestras sociedades como el
propio juego democrático es sometido a perversas, implacables tergiversaciones.
Las democracias burguesas funcionan como eficientes cavernas de Platón en las
que el espectáculo de las sombras encubre buena parte de la realidad y mantiene
distraídos a los ciudadanos. Nos conviene abrir bien los ojos.
La democracia, como el derecho o la ética, es un invento humano concebido
para la vida humana, un artefacto artificial que se construye y se sostiene completamente
al margen de la naturaleza. Más bien cabría decir: contra la naturaleza, puesto
que, en su esencia, se opone a ella, o se mantiene a pesar de ella. Puede que
la tendencia a colaborar surja de un instinto, pero la participación política
de todos los ciudadanos a través de sus representantes no solo no está inscrita
en nuestros genes, sino que a menudo contradice su programación para la
supervivencia inmediata. Lo mismo sucede con el derecho, por mucho que algunos
pensadores hayan querido contemplar un “derecho natural” que se justificaría
por sí mismo: ninguna comunidad animal, que sepamos, se rige por derechos, y si
las comunidades humanas han llegado a hacerlo, con todas sus evidentes
limitaciones es porque así lo hemos elegido y —no lo olvidemos— así lo hemos
impuesto. Y en cuanto a la moral y a la ética, admitamos que no tienen nada de
naturales: emanan de la libertad, esto es, de la capacidad de elegir y la
aspiración a elegir bien.
Nos guste o no, somos hijos de la naturaleza que habitan un contexto
básicamente artificial, instaurado por voluntad a partir del deseo o la convicción
(que es también un deseo). Ese contexto artificial, que suele englobarse bajo
el concepto de cultura, se halla en una órbita distinta de la naturaleza,
aunque no por ello deja de tenerla como base y límite; algo que olvidamos
fácilmente, con las consecuencias de todos conocidas. Sin naturaleza no hay humanidad,
por supuesto; pero lo humano, en estricto sentido, está articulado más allá de
lo natural, y en buena parte, decimos, a contrapelo de lo natural. Esta tensión
de lo humano, elevado desde la voluntad, frente a lo natural (que acontece por
sí mismo regido por las leyes cósmicas), es su característica fundamental, y
conlleva dos consecuencias también esenciales: la fragilidad y la dificultad.
La naturaleza conspira contra la voluntad humana, y por eso, en última
instancia, la derrota. Nuestros edificios, construidos contra la gravedad,
acaban por desmoronarse y regresar a la tierra. Pero entre la fundación y el
derrumbamiento hay un espacio de duración, que no sucede espontáneamente, sino
que, debido a su condición inestable, requiere ser armado y mantenido. La
duración de lo humano no viene dada, se conquista; los artefactos humanos
levantados al margen de la naturaleza, ya que esta los sacude y erosiona,
tienen que ser reconstruidos una y otra vez, reparados y reinventados con
perseverancia. Lo humano requiere insistencia y trabajo. El mito por excelencia
para este destino de lo humano, como tan bien intuyó A. Camus, es el de Sísifo,
que debe remontar su piedra por la ladera, para verla caer otra vez en cuanto
la suelta, en cuanto deja de dedicarle su esfuerzo.
Hay una tercera característica de la superestructura artificial de lo
humano: su evolución en el tiempo tampoco es natural, es un proceso dialéctico,
hecho de tensiones y actos humanos. La sociedad se despliega en el tiempo no
según una evolución biológica o una interacción de fuerzas naturales (aunque sí
inmersa en ellas y limitado por ellas): es un despliegue histórico. El rasgo
más destacable de la Historia es su carácter dialéctico: toda obra y toda
acción colectivas (o simplemente sociales) son fruto de una larga y permanente
batalla, de una agitada dialéctica entre individuos y grupos. Esto confiere a
lo social un carácter dinámico y, al mismo tiempo, un nuevo elemento de
fragilidad: no solo nos construimos desde y contra la naturaleza, sino también,
y quizá sobre todo, desde y contra las tensiones entre nosotros.
Marx es, probablemente, quien mejor ha descrito los mecanismos de esta
dialéctica de la coexistencia humana. Según su tesis, el núcleo motivacional es
el materialismo, es decir, la producción, el acaparamiento y el intercambio de
recursos. En torno a ese materialismo se construye una sociedad, donde la lucha
continúa, pero que es también fruto de esa lucha. Y la lucha implica poder:
todos los artefactos sociales son canales de lucha establecidos desde un
compromiso regulado desde las relaciones de poder. La democracia, el derecho y
la ética no solo son acuerdos, ni siquiera fundamentalmente: son, ante todo,
códigos normativos instaurados, regidos y administrados por los poderes en
conflicto y desde el poder dominante.
Uno de los recursos del poder para mantenerse vigente y reducir la
oposición que se le plantea consiste en disfrazarse de otras cosas más
aceptables, o confundirse entre ellas. En el campo del derecho, el poder anida,
por ejemplo, en el derecho a la propiedad privada, un derecho que asegura, por
un lado, el acceso privilegiado a los recursos, y la apropiación exclusiva de
los mejores ámbitos. La propiedad privada es el terreno en el que el poder medra,
se alimenta y se reproduce, ganando más poder, de un modo prácticamente
ilimitado. Ancladas en ese sustrato, protegidas por ese “derecho”, las minorías
dominantes ejercen y perpetúan su dominación, que van ampliando hasta lo
monstruoso. Y es esa dimensión monstruosa la que hace conveniente limitar el
derecho, de tal modo que el derecho de unos pocos no prive del mismo derecho a
la mayoría. Pero entonces intervienen las instituciones, que, acaparadas por el
poder, trabajan prioritariamente para él, y por tanto le aseguran una
estructura normativa o una acción ejecutiva que responda a sus intereses.
Esta es la principal característica de la versión de democracia
parlamentaria representativa que rige en la mayoría de los Estados actuales,
desde las grandes potencias hasta los países subyugados por ellas. La
democracia burguesa occidental se legitima en el sufragio universal: puesto que
los parlamentarios son elegidos según la proporción de votos directos que
emiten los ciudadanos, hay que considerarlos sus representantes, y por tanto
cabe esperar que la política que ejerzan responda a los intereses de sus
votantes. En caso de que no lo haga, o de que lo haga mal, siempre se podrá
cambiar el equilibrio de fuerzas políticas en el siguiente proceso electoral, y
dar la oportunidad de que aparezcan gobernantes mejores.
Este principio es una especie de acuerdo colectivo implícito cuya
presunción de validez sigue vigente, y se presenta como apropiado a pesar de
haberse demostrado claramente falaz. Lo cierto es que las políticas de los
legisladores no responden a los intereses de la mayoría de la población, y aun
menos las de los gobernantes, por mucho que unos y otros hayan sido legitimados
en unas elecciones. Esto sucede, en primer lugar, porque la representatividad
es relativa: el parlamentario está separado de sus votantes por un profundo
abismo. El régimen de partidos crea una casta o clase privilegiada, endogámica
y aislada del resto, unos grupos jerárquicos que obedecen a sus propios
intereses. Por otra parte, el propio sistema electoral favorece esas burbujas
de poder, con su sistema de listas cerradas y su carencia de proporcionalidad
en la relación votos-escaños.
Pero, sobre todo, los partidos surgen y se sostienen no como
cristalización de proyectos colectivos, sino como grupos ejecutivos al servicio
de los poderes económicos y fácticos del capitalismo. Son estos los que los
crean y los impulsan, los que les proporcionan el dinero y la infraestructura
necesarios para prosperar ante la opinión pública; en definitiva, los que les
dan acceso al poder, que ellos monopolizan. Desde un plano superior, las
grandes corporaciones, e instituciones poderosas como la Iglesia y otros lobbies,
crean y manipulan los partidos a su antojo, seleccionando y aleccionando a sus
líderes, y pasando la factura cuando estos gobiernan.
El poder de las grandes corporaciones nacionales e internacionales es
tan descomunal que difícilmente la legislación y el gobierno podrían salirse
del estrecho margen del guion que les marcan. Controlan todos los medios de
presión: el capital, la propaganda, los entresijos de las principales
instituciones. Cuando alguien se atreve a llevarles la contraria, o simplemente
ya no les resulta útil, es inmediatamente defenestrado y sustituido. Así que,
en realidad, el papel de la ciudadanía queda restringido a elegir, a menudo de
una forma alternante que mantenga la ilusión de renovación o cambio, entre
camarillas de agentes de los poderes reales. Entre estos, los de primera
categoría fijan las reglas del juego; los de segunda procuran aprovechar a su
favor el acceso al poder institucional de sus políticos más próximos.
Por supuesto que los poderes fácticos no son un frente monolítico:
entre ellos existen obvias contradicciones y luchas, a veces encarnizadas, y
cuentan con sus propias vulnerabilidades. Esa dialéctica ofrece oportunidades
para los verdaderos intereses ciudadanos. Pero no nos engañemos: si los poderes
fácticos hacen alguna cesión no es por generosidad, sino por oportunismo o debilidad;
en cualquier caso, siempre habrá que arrancársela, y no es probable que sus
agentes, los políticos, sean los que lo hagan.
Hay que tener muy presente, pues, la brecha entre los gobernantes y los
gobernados, y hasta qué punto el juego político, en las democracias burguesas,
es un sofisticado artificio cuyos entresijos tienen muy poco de democráticos.
Al menos, mientras nos engañan, no nos engañemos: a la verdadera democracia hay
que defenderla cada día, en cada rincón, y sobre todo hay que reivindicarla frente
a sus presuntos ejecutores.
Mientras los políticos
profesionales despliegan su sainete, la mayoría de la población se limita a
hacer de espectadora y a sufrir el mayor o menor rigor con que los agentes del
poder imponen sus intereses personales y los de sus padrinos, disfrazados de beneficios
colectivos. La legitimidad teórica (los parlamentarios han sido elegidos por
sufragio de todas y todos los ciudadanos) solo es un hábil artilugio para
encubrir la realidad de un aparato perverso al servicio de los grandes poderes.
El presidente español Felipe González, que tan lealmente ha servido siempre a
las oligarquías norteamericanas y alemanas, y tan eficazmente gestionó los intereses de multinacionales y grandes
corporaciones españolas, repetía a menudo, con maquiavélico cinismo, que consideraba
la democracia como el sistema “menos malo”: él sabía bien por qué lo decía.
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