sábado, 2 de noviembre de 2019

Norma y normalidad

“Es un tipo normal”, se dice a menudo, y uno no sabe muy bien qué se está diciendo de él. Usado como definición, el término apenas alude a un cierto encaje en lo “habitual”, lo socialmente establecido. Como valoración, “normal” tanto puede sonarnos a elogio tibio (por contraposición a “raro”) como a leve despecho (por contraste con “especial, extraordinario”). Así que uno no sabe si desear que lo juzguen normal: por un lado, resulta tranquilizador, pero por otro parece relegarnos a la mediocridad. ¿De dónde sale la curiosa idea de “normalidad”? ¿Qué es lo “normal”? ¿Cómo se establece? ¿Y por qué nos importa tanto?

Gregarismo y “normalidad” van de la mano: el grupo necesita establecer un conjunto de rasgos compartidos que se aprueben comúnmente como aceptables. Lo aceptable se convierte en habitual, y el hábito establece la norma. El término “norma” tiene los dos significados confluyentes: lo más extendido y lo impuesto como deber social. ¿Qué es antes, la extensión o la imposición? Hay autoridades que se consideran investidas de la prerrogativa de imponer normas, y en ese caso la norma emana del poder, como nos explicó Foucault. Pero las tradiciones y las costumbres son normas en las que la extensión determinó la imposición: en ese caso, el poder es el del número, la masa, que encuentra en la norma un apoyo definido para su cohesión.
Los grupos se definen por sus normas (en el sentido de reglas) y por su norma (en el sentido de usanza); en conjunto, ambos elementos forman el núcleo de las culturas, que constituyen las señas de identidad de los grupos. Para un colectivo, la norma es la espina dorsal de su articulación: no solo estipula su funcionamiento, sino que además determina quién forma parte del grupo y hasta qué punto está integrado en él. El hecho de que la gente sea “normal” es importante para el grupo porque implica que este cuenta con la suficiente cohesión; y es esencial para el individuo, porque conlleva la tranquilidad de estar bien integrado y contar con un lugar reconocido en medio de los otros. Ser decretado fuera de la normalidad equivale a ser relegado a la periferia del grupo, o incluso a ser considerado extraño a él.

También puede suceder otra cosa. Toda ley tiene sus excepciones. Cuando lo excepcional es útil para el grupo, este le reserva un lugar dentro de su “normalidad”; ese lugar, generalmente, incluye atributos especiales. El líder, el militar, el sacerdote, el santo, son roles universales en los que la excepción conlleva un poder. Pero el poder tiende a perpetuarse, a usarse como instrumento de sí mismo y en interés del que lo ejerce. Así como los grupos articulan su normalidad en torno a excepciones, los poderosos reafirman su excepción institucionalizándola e imponiéndola mediante mecanismos represivos. La casta que acapara la riqueza se consolida distanciándose del resto; se defiende rodeándose de medios coercitivos (policía, ejército, complicidad de los propios líderes); se legitima culturalmente estableciendo una nueva “normalidad” que incluya su diferencia, para que esta deje de ser considerada excepción. Es así como la distinción entre normalidad y anormalidad acaba equivaliendo a poder frente a debilidad.
Esto puede comprobarse incluso en los pequeños grupos. Al fuerte se le toleran todo tipo de salidas de la “normalidad” que en otros integrantes serán inmediato objeto de burlas o condenas. Estos tienen la opción de demostrar que su excepcionalidad puede resultar útil al grupo (por ejemplo, por su inteligencia o determinadas habilidades); en tal caso, la “normalidad” estará dispuesta a incluirlos en su regazo, eso sí, con un estatuto especial y marcando de algún modo su diferencia, no sea que el grueso de los integrantes lleguen a considerar “normales” las excepciones.
El caso más llamativo es el de los despreciados que logran un lugar precisamente porque sus rasgos, que de entrada provocan rechazo, resultan útiles al conjunto o a sus líderes. Por ejemplo: a veces los poderosos se rodean de personajes extravagantes solo porque les resultan divertidos; véase el caso de los bufones de los antiguos reyes, a los cuales incluso se les toleraba que contradijeran o sometieran a burlas a sus amos (chanzas que a otros les costarían la cabeza). Muchos grupos cuentan con individuos de los que se espera ese servicio de entretenimiento o diversión.
Otro caso interesante era el de los “tontos del pueblo” en las comunidades rurales: personajes que, por no inspirar temor ni prevención, se enteraban de las intimidades de todo el mundo y las propagaban en forma de chismes. Cumplían una función cohesionadora, porque facilitaban que cada cual supiera en qué andaban los demás. La civilización urbana ha suprimido ese rol, inútil en un medio formado por innumerables desconocidos anónimos. Sin embargo, aún podemos encontrar sucedáneos de esos correveidiles en algunos barrios populares o comunidades de escalera.
Pero cuando el “diferente” resulta molesto o inútil para el grupo, tiene muchas probabilidades de que se le marque como elemento anómalo, que se le atribuya eso que E. Goffman llamó acertadamente estigma. El loco, el deforme, el improductivo, el solitario, el estrafalario, el friqui… son personajes que suscitan prevención y rechazo en la tribu, y que por ello son contemplados con inquietud (entre el temor y el desprecio, a menudo teñidos de burla) y relegados a su periferia. Eso no solo implica que se le prive de prerrogativas reservadas a los “normales”, sobre todo en lo que respecta a las relaciones. Además, siempre ha sucedido que el hecho de que a alguien se le atribuya un estigma aumenta las probabilidades de que se le achaquen otros, hasta configurar en el imaginario un concepto grotesco y a veces monstruoso. Eso hace que no solo se rechace al excepcional, sino que además, a menudo, se le condene. El diferente, desposeído del estatuto de normalidad, es convertido muchas veces en chivo expiatorio, como ha explicado magistralmente René Girard. Podemos ver un ejemplo desasosegante en la película La jauría humana, de Sam Peckinpah.   

Nuestra sociedad actual es contradictoria por lo que respecta a la normalidad. Por un lado, movida por presiones e intereses no siempre éticos, ensancha poco a poco las categorías que pueden incluirse dentro de lo “normal”; por otro, ha instaurado otras nuevas, o bien ha estigmatizado con más fuerza algunos rasgos. Bajo lo que se supone una mayor tolerancia (y lo es a veces), sigue rigiendo el espíritu de la tribu.
El individualismo de la sociedad posmoderna (que G. Lipovetsky considera que ya está en otra fase, y por eso la llama “hipermoderna”), unido a una cierta mistificación del derecho (a veces superficial e hipócrita) ha hecho saltar por los aires muchos de los criterios tradicionales que definían la norma y la normalidad. Es estupendo que la idea de “normal” se haya ido ensanchando tanto que al final se le haya vaciado de sentido: la libertad personal, al menos teóricamente, triunfa sobre la acotación grupal. Hay que subrayar lo de teóricamente. Es cierto que, desde la sociedad en su conjunto y en la cultura global, un aspecto tradicionalmente aprisionado por la norma como es la sexualidad se ha visto cada vez más emancipado; la sexualidad, dentro de los parámetros básicos del derecho, va pasando poco a poco a ser considerada un asunto estrictamente íntimo del individuo, y por tanto aceptable en sus diversas manifestaciones. También se han extendido mayores tolerancias con los discapacitados y los enfermos (aunque de la enfermedad habría mucho que hablar).

Pero eso no significa que seamos más libres en general. Las modas establecen las nuevas “normalidades”, y a menudo de un modo muy rígido. Lo imperdonable, ahora, es no estar a la última: no vestir como se lleva, no comprarse el último modelo de teléfono móvil, no estar viendo la última serie televisiva de éxito. Podríamos decir que la “normalidad” no ha ganado tanto en tolerancia como en versatilidad. Los valores, en lugar de avanzar en complejidad, se han vuelto en muchos casos más esquemáticos. La autoridad que los establece ya no es la tradición, sino el consumo, es decir, sus centros de poder económico y político. Nunca hubo más organizaciones solidarias, y nunca fue más grande la brecha entre los ricos y los pobres: el inmigrante, sobre todo el que mantiene su lengua y su cultura, es el nuevo estigmatizado, el nuevo anormal.
En un mundo global, la “normalidad” se ha impuesto, a golpe de coca-cola o, cuando es preciso, de fusil, hasta el último rincón del planeta. Pretender resistirse a ella es la nueva extravagancia, y tal vez por eso entre una parte de los desheredados cunda el fanatismo: allí, la “anormalidad” se reafirma y se usa como herramienta de lucha. No nos engañemos, los fanáticos y los terroristas surgen de entre los estigmatizados, los oprimidos, los rechazados, que se han hartado de vivir en la periferia y han encontrado en su extremismo un modo de recuperar su orgullo (también su esperanza económica) y enfrentarse a los privilegiados en un mundo que los arrincona. Se saltan los derechos porque no se les han reconocido.
Hay que condenar su modo de luchar, pero no el motivo de su lucha, que nos concierne a la inmensa mayoría de supervivientes frente a unos pocos campeones de la normalidad. Porque, en un mundo donde la normalidad incluye el derecho de una minoría a la opulencia a costa de la precariedad de casi todos, lo digno es no ser normal.

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