“Es un tipo normal”,
se dice a menudo, y uno no sabe muy bien qué se está diciendo de él. Usado como
definición, el término apenas alude a un cierto encaje en lo “habitual”, lo
socialmente establecido. Como valoración, “normal” tanto puede sonarnos a
elogio tibio (por contraposición a “raro”) como a leve despecho (por contraste
con “especial, extraordinario”). Así que uno no sabe si desear que lo
juzguen normal: por un lado, resulta tranquilizador, pero por otro parece
relegarnos a la mediocridad. ¿De dónde sale la curiosa idea de “normalidad”?
¿Qué es lo “normal”? ¿Cómo se establece? ¿Y por qué nos importa tanto?
Gregarismo y
“normalidad” van de la mano: el grupo necesita establecer un conjunto de rasgos
compartidos que se aprueben comúnmente como aceptables. Lo aceptable se
convierte en habitual, y el hábito establece la norma. El término “norma” tiene
los dos significados confluyentes: lo más extendido y lo impuesto como deber
social. ¿Qué es antes, la extensión o la imposición? Hay autoridades que se
consideran investidas de la prerrogativa de imponer normas, y en ese caso la
norma emana del poder, como nos explicó Foucault. Pero las tradiciones y las
costumbres son normas en las que la extensión determinó la imposición: en ese caso,
el poder es el del número, la masa, que encuentra en la norma un apoyo definido
para su cohesión.
Los grupos se definen
por sus normas (en el sentido de reglas) y por su norma (en el sentido de
usanza); en conjunto, ambos elementos forman el núcleo de las culturas, que
constituyen las señas de identidad de los grupos. Para un colectivo, la norma
es la espina dorsal de su articulación: no solo estipula su funcionamiento,
sino que además determina quién forma parte del grupo y hasta qué punto está
integrado en él. El hecho de que la gente sea “normal” es importante para el grupo
porque implica que este cuenta con la suficiente cohesión; y es esencial para
el individuo, porque conlleva la tranquilidad de estar bien integrado y contar
con un lugar reconocido en medio de los otros. Ser decretado fuera de la
normalidad equivale a ser relegado a la periferia del grupo, o incluso a ser considerado extraño
a él.
También puede suceder
otra cosa. Toda ley tiene sus excepciones. Cuando lo excepcional es útil para
el grupo, este le reserva un lugar dentro de su “normalidad”; ese lugar,
generalmente, incluye atributos especiales. El líder, el militar, el sacerdote,
el santo, son roles universales en los que la excepción conlleva un poder. Pero
el poder tiende a perpetuarse, a usarse como instrumento de sí mismo y en
interés del que lo ejerce. Así como los grupos articulan su normalidad en torno
a excepciones, los poderosos reafirman su excepción institucionalizándola e
imponiéndola mediante mecanismos represivos. La casta que acapara la riqueza se
consolida distanciándose del resto; se defiende rodeándose de medios
coercitivos (policía, ejército, complicidad de los propios líderes); se
legitima culturalmente estableciendo una nueva “normalidad” que incluya su
diferencia, para que esta deje de ser considerada excepción. Es así como la
distinción entre normalidad y anormalidad acaba equivaliendo a poder frente a
debilidad.
Esto puede
comprobarse incluso en los pequeños grupos. Al fuerte se le toleran todo tipo
de salidas de la “normalidad” que en otros integrantes serán inmediato objeto
de burlas o condenas. Estos tienen la opción de demostrar que su
excepcionalidad puede resultar útil al grupo (por ejemplo, por su inteligencia
o determinadas habilidades); en tal caso, la “normalidad” estará dispuesta a
incluirlos en su regazo, eso sí, con un estatuto especial y marcando de algún
modo su diferencia, no sea que el grueso de los integrantes lleguen a
considerar “normales” las excepciones.
El caso más llamativo
es el de los despreciados que logran un lugar precisamente porque sus rasgos,
que de entrada provocan rechazo, resultan útiles al conjunto o a sus líderes.
Por ejemplo: a veces los poderosos se rodean de personajes extravagantes solo
porque les resultan divertidos; véase el caso de los bufones de los antiguos
reyes, a los cuales incluso se les toleraba que contradijeran o sometieran a
burlas a sus amos (chanzas que a otros les costarían la cabeza). Muchos grupos
cuentan con individuos de los que se espera ese servicio de entretenimiento o
diversión.
Otro caso interesante
era el de los “tontos del pueblo” en las comunidades rurales: personajes que,
por no inspirar temor ni prevención, se enteraban de las intimidades de todo el
mundo y las propagaban en forma de chismes. Cumplían una función cohesionadora,
porque facilitaban que cada cual supiera en qué andaban los demás. La civilización
urbana ha suprimido ese rol, inútil en un medio formado por innumerables desconocidos
anónimos. Sin embargo, aún podemos encontrar sucedáneos de esos correveidiles en
algunos barrios populares o comunidades de escalera.
Pero cuando el “diferente”
resulta molesto o inútil para el grupo, tiene muchas probabilidades de que se
le marque como elemento anómalo, que se le atribuya eso que E. Goffman llamó
acertadamente estigma. El loco, el
deforme, el improductivo, el solitario, el estrafalario, el friqui… son
personajes que suscitan prevención y rechazo en la tribu, y que por ello son
contemplados con inquietud (entre el temor y el desprecio, a menudo teñidos de burla)
y relegados a su periferia. Eso no solo implica que se le prive de
prerrogativas reservadas a los “normales”, sobre todo en lo que respecta a las
relaciones. Además, siempre ha sucedido que el hecho de que a alguien se le
atribuya un estigma aumenta las probabilidades de que se le achaquen otros,
hasta configurar en el imaginario un concepto grotesco y a veces monstruoso.
Eso hace que no solo se rechace al excepcional, sino que además, a menudo, se
le condene. El diferente, desposeído del estatuto de normalidad, es convertido
muchas veces en chivo expiatorio, como ha explicado magistralmente René Girard.
Podemos ver un ejemplo desasosegante en la película La jauría humana, de Sam Peckinpah.
Nuestra sociedad
actual es contradictoria por lo que respecta a la normalidad. Por un lado, movida
por presiones e intereses no siempre éticos, ensancha poco a poco las
categorías que pueden incluirse dentro de lo “normal”; por otro, ha instaurado
otras nuevas, o bien ha estigmatizado con más fuerza algunos rasgos. Bajo lo
que se supone una mayor tolerancia (y lo es a veces), sigue rigiendo el
espíritu de la tribu.
El individualismo de
la sociedad posmoderna (que G. Lipovetsky considera que ya está en otra fase, y
por eso la llama “hipermoderna”), unido a una cierta mistificación del derecho
(a veces superficial e hipócrita) ha hecho saltar por los aires muchos de los
criterios tradicionales que definían la norma y la normalidad. Es estupendo que
la idea de “normal” se haya ido ensanchando tanto que al final se le haya
vaciado de sentido: la libertad personal, al menos teóricamente, triunfa sobre
la acotación grupal. Hay que subrayar lo de teóricamente.
Es cierto que, desde la sociedad en su conjunto y en la cultura global, un
aspecto tradicionalmente aprisionado por la norma como es la sexualidad se ha
visto cada vez más emancipado; la sexualidad, dentro de los parámetros básicos
del derecho, va pasando poco a poco a ser considerada un asunto estrictamente
íntimo del individuo, y por tanto aceptable en sus diversas manifestaciones. También
se han extendido mayores tolerancias con los discapacitados y los enfermos
(aunque de la enfermedad habría mucho que hablar).
Pero eso no significa
que seamos más libres en general. Las modas establecen las nuevas
“normalidades”, y a menudo de un modo muy rígido. Lo imperdonable, ahora, es no
estar a la última: no vestir como se lleva, no comprarse el último modelo de
teléfono móvil, no estar viendo la última serie televisiva de éxito. Podríamos
decir que la “normalidad” no ha ganado tanto en tolerancia como en versatilidad.
Los valores, en lugar de avanzar en complejidad, se han vuelto en muchos casos
más esquemáticos. La autoridad que los establece ya no es la tradición, sino el
consumo, es decir, sus centros de poder económico y político. Nunca hubo más
organizaciones solidarias, y nunca fue más grande la brecha entre los ricos y
los pobres: el inmigrante, sobre todo el que mantiene su lengua y su cultura,
es el nuevo estigmatizado, el nuevo anormal.
En un mundo global,
la “normalidad” se ha impuesto, a golpe de coca-cola o, cuando es preciso, de
fusil, hasta el último rincón del planeta. Pretender resistirse a ella es la
nueva extravagancia, y tal vez por eso entre una parte de los desheredados
cunda el fanatismo: allí, la “anormalidad” se reafirma y se usa como herramienta
de lucha. No nos engañemos, los fanáticos y los terroristas surgen de entre los
estigmatizados, los oprimidos, los rechazados, que se han hartado de vivir en
la periferia y han encontrado en su extremismo un modo de recuperar su orgullo (también
su esperanza económica) y enfrentarse a los privilegiados en un mundo que los
arrincona. Se saltan los derechos porque no se les han reconocido.
Hay que condenar su modo de luchar, pero no el motivo
de su lucha, que nos concierne a la inmensa mayoría de supervivientes frente a
unos pocos campeones de la normalidad. Porque, en un mundo donde la normalidad incluye
el derecho de una minoría a la opulencia a costa de la precariedad de casi
todos, lo digno es no ser normal.
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