Vivir requiere muchos tipos de coraje: uno de ellos, estar dispuesto a equivocarse. Asumir que, más tarde o más temprano, en el lugar más inesperado, uno hará daño, y tendrá la culpa del sufrimiento de alguien, quizá de quien menos desearía. Que uno no sabrá ser siempre bueno, ni útil, ni siquiera justo, por mucho que se esfuerce. Aceptar que no todos nos querrán: porque no seremos de su gusto, porque obstaculizaremos sus designios, porque no lo mereceremos.
Afrontar las propias limitaciones, las ineludibles torpezas, las asombrosas infamias. Ese es un precio que conocen bien los que optan por hacerse cargo de una responsabilidad. Dirigir es tener que elegir: más a menudo y con mayores consecuencias; es, por tanto, tener que juzgarse y ser juzgado con más rigor, y disponiendo de menos coartadas con las que escabullirse. El que está en primera fila es el primero en recibir los embates, y encima tiene que abrir el paso a los demás. El que sube al estrado se ve más, y cuenta con menos rincones en los que esconderse. Hay que apartar piedras, defender posiciones, rendir cuentas. Y sentir el peso de cuánto de los otros depende de lo que haga o deje de hacer uno.
Responsable es el que responde. El que dirige descubre pronto que, para ganar algo, casi siempre alguien tiene que perder. Empezando por uno mismo, que pierde las fuerzas, la inocencia, la entereza, el sosiego. Pierde esa paz del poder desentenderse, ese alivio de saber cerca la salida.
¿Satisfacción de sentir que uno lleva las riendas, orgullo por ser reconocido, placer por ser obedecido? Algo de eso hay, y a algunos les bastará para compensar los desvelos y los esfuerzos. Sin embargo, a poco que uno se pare a pensar, descubre lo frágil, lo expuesto, lo vano que es todo lo que alimenta el ego, y lo solo que está quien debe tomar las decisiones y lidiar con los egos de los demás. No, no creo que el orgullo baste para soportar la presión de la responsabilidad. Tampoco la curiosidad, al menos por mucho tiempo. Lo que hace que uno aguante dirigiendo a otros, si no es indiferencia o un egocentrismo enfermizo, tiene que parecerse a lo que hace durar las parejas, cuando duran: el anhelo de un proyecto o el cariño que nos hace entregarnos a los otros.
Porque vivir, convivir, tomar la iniciativa, por gozo que conlleve, es ante todo un sacrificio. Cuántas veces querría uno despreocuparse, cuántas estar en condiciones de ser olvidado y no tener nada que recordar. En especial, cuando hubo que hacer fuerza, cuando hubo que imponer en nombre del bien colectivo y defender al grupo del individuo. ¡Cuánto pesa el mal que hay que hacer para salvaguardar el bien!
En fin, no se trata de lamentarse: uno es dueño de sus decisiones y esclavo de las consecuencias. Hizo falta que alguien mandara, y allí estuve. No me arrepiento, aunque tampoco me sienta especialmente orgulloso. Hubo mucho que pude hacer mejor: mis torpezas ya no permanecían en mí, sus residuos se esparcían por otras orillas. Debo aceptarlo, y esperar a que me libere el próximo puerto, y vuelva a ser solo yo, yo solo, recóndito y anónimo, libre otra vez de esa pesada argolla que nos cuelga la responsabilidad.
Volver a lo mío: aún no, pero un día no muy lejano. Y ojalá me disculpen el daño que no supe evitar, y ojalá lo compense el bien que haya podido hacer. Ya sueño con transferir cada fragmento de destino ajeno. Me sobra con el mío: a él quiero regresar, antes de que se agote. Y que se imponga el presente, y nadie evoque los viejos tiempos, por buenos que fueran, ni pregunte por mí: que se olvide mi nombre.
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