Las convicciones y las creencias rigen nuestra vida, y vivencias tan asombrosas como el enamoramiento o la fe religiosa pueden marcar la frontera entre la felicidad o la desgracia. Dediquémosles algunas reflexiones.
En el enamoramiento, como en la fe o en cualquier otra devoción, el momento decisivo es la entrega, el pasaje de adhesión a pesar de la ambigüedad, la incertidumbre e incluso los impedimentos (o quizá precisamente como reacción a todo ello). La convicción de una creencia no se basa en las pruebas ni en los razonamientos, sino en una afirmación directa, una toma de partido ciega y concluyente, a partir de los afectos placenteros que inspira una inclinación emocional. Es el triunfo irracional y ferviente de lo afirmativo, el empeño gratamente obstinado en dar forma al material fangoso y escurridizo de la realidad.
El creyente (el enamorado es un creyente) enfoca su voluntad y la vierte en una decisión, trocada en convicción por la misma fuerza de su entrega. Aquí cobra sentido el lema de «creer es crear»: la creencia elegida actúa como motivo nuclear de la arquitectura mental del mundo del creyente; ese mundo, antes caótico y extraño, cobra de pronto un carácter organizado y candentemente propio. Quizá sea en esa implicación repentina donde el creyente encuentra la satisfacción de significado, de entrelazamiento, que resulta tan reconfortante y ungido de poder. La intensa gratificación configura un círculo de retroalimentación que consolida el valor del objeto. Este valor energizante es todo lo que el creyente necesita para reafirmarse en su creencia.
Tenemos, así, que la cristalización del deseo hace que este se presente más fundamentado, al vislumbrar allá fuera una entidad aparente que lo justifica: la condensación del vínculo amoroso o de la creencia en Dios se solidifica en el enamoramiento o la fe, y a partir de ese momento uno y otro cobran suficiente entidad para sustentar la propia creencia.
A partir de ahí, los mecanismos de percepción selectiva y de reducción de la disonancia harán el resto del trabajo, puliendo las posibles aristas que se presenten en forma de dudas o reticencias; dicho de otro modo: rellenando los vacíos de la razón con los vívidos fulgores de la convicción. El creyente negará (desacreditará, incluso combatirá) activa e impetuosamente todo aquello que plantee una objeción a su adorada certeza, que se verá así reforzada. La creencia se sostendrá, incluso se avivará, por su propia inercia, por su gratificante sensación de seguridad, esperanza, orden y consuelo. Si al principio fue el «creer es crear», en adelante «crear es creer», es decir, lo creado fundamenta la creencia, que a su vez encuentra así potenciada su facultad creadora.
Este mecanismo autorreforzante es tan poderoso que solo se saldrá de él por un impedimento obstinado y terminante por parte de la realidad, o por una vivencia profundamente perturbadora, que estremezca dramáticamente el corazón de la creencia, capaz de doblegar las tenaces defensas.
El quiebre del proceso de autoconvencimiento es tan desconcertante, y la disolución de la satisfacción imaginaria tan dolorosa, que el descreído experimentará su decepción como una pérdida brutal, una sacudida tremenda, y se verá abrumado por el asombro, la desolación y la rabia que acompañan a todo proceso de duelo. Cómo se resuelva a continuación el afrontamiento de esta debacle forma parte ya de una nueva historia de reparación y recreación que, como en cualquier pérdida importante, siempre resulta penosa e incierta.
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