Las relaciones humanas, en el
fondo tan simples, se alambican hasta el infinito en su multiplicidad de
significados y de matices. Somos muchos en uno; una endiablada red de deseos,
proyectos, temores, juicios y sensaciones, a menudo contradictorios, y en buena
parte inconscientes. Si no nos entendemos bien ni siquiera a nosotros mismos,
¿cómo vamos a hacernos una idea acabada de lo que son los otros, de sus
motivaciones y sus reparos, sus huidas y sus defensas?
Nuestros enojos
deberían reservar, mientras nos quede entereza, un margen para la ternura y la
compasión. Como dicen los budistas, todos queremos ser felices, todos sufrimos
y todos vamos a morir: lo que nos une es siempre más que lo que nos separa. Como valor es, sin duda, un buen punto de partida, pero no
nos engañemos: no hay relación sin conflicto, y no hay conflicto sin pulso de poder.
Una conocida muy mañosa suele aprovechar cualquier oportunidad para lanzarme golpes bajos. Se le nota cuánto disfruta llevándome la contraria y poniéndome en evidencia. El otro día, no recuerdo a qué venía, me soltó: “En el fondo, eres tan inseguro…”. Como de costumbre, me cogió por sorpresa y no le repliqué nada. Ni siquiera me di cuenta, hasta un rato después, de que me había molestado el comentario.
¿Por qué lo hará? ¿Por
qué contrariar así la complicidad que le ofrecí desde el principio, con
afabilidad y aprecio sinceros (pues es verdad que vale mucho), aún sin prevención?
¿Qué extraño placer sacará de ese hostigamiento, más o menos sutil, al que me somete
una y otra vez, cuando menos me lo espero, como un gato que juega con el ratón acorralado?
Intentando descifrar tal desconcierto, he recordado a un compañero de juventud que no podía hablar conmigo sin estar añadiendo a cada momento la coletilla “Muchacho”, cosa que me sacaba de casillas (aunque me lo callaba). El sujeto en cuestión, como yo, escribía poemas, y se esforzaba por ganar un prestigio en ese aspecto. Pero resulta que yo me había adelantado, y tal vez por eso veía en mí a un rival. Un amigo me lo hizo notar cuando le expliqué mi fastidio: “Seguro que te lo dice porque, en realidad, le haces sentir inseguro”.
Así que de inseguridad parece ir la cosa. La
suya y la mía, porque, si yo me hubiese sentido más seguro de mí mismo, le
habría hecho parar su matraca petulante. De modo que yo tenía también mi responsabilidad
en el guion de ese intercambio repetido: él me soltaba la apostilla humillante,
y yo la encajaba mirando hacia otro lado. Algo de razón parece darle aquel poetastro
adolescente a mi despreciable conocida, y seguramente algo de eso me sucede también
con ella.
Procurando leer entre líneas, podría interpretar que esa mujer me desafía, y en el fondo de todo desafío suele haber unas ganas de medirse. Los perros desafían al dueño cuando les parece que flaquea como líder de la manada. La mayoría de los animales gregarios, que nos organizamos en grupos, estamos programados para disputar el liderazgo, en especial cuando este vacila. Entonces, el macho alfa tiene que aceptar el reto y pelear: solo así se resuelve la ambigüedad de quién es el que manda. Y, curiosamente, una vez queda claro, el sometido se calma y ocupa su lugar con tanta naturalidad que quizá se convierta en un buen colaborador del líder.
Tal
vez de liderazgo trate la inquietud de esa mujer. Tendré que sobreponerme a mi
inseguridad y responder a sus provocaciones, más que nada para que me deje en
paz. Por si la ocasión tarda, siempre me quedará dedicarle el plácido desdén de la indiferencia.
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