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Relaciones, poder y ética

La maldad es un ejercicio de poder. No hace daño el que quiere, sino el que puede. De hecho, cabría pensar que es el poder más genuino, el que se siente más a sí mismo como poder; ya que el poder es la capacidad de imponer a los otros la propia voluntad. ¿Cuándo se manifiesta más claramente esa capacidad que en las circunstancias en que se impone contra la voluntad del otro, o sea, en que le vulnera? ¿Y no es ese daño una maldad? Y la dulce, aun perversa, sensación que suele acompañar a esa maldad, ¿no surge precisamente del hecho de estar experimentando el poder con ella?


Ser malo es, por tanto, ser de algún modo poderoso. ¿Seremos malos, entonces, para experimentar, para ejecutar ese poder? La venganza, por ejemplo, es un acto que busca restaurar una sensación de poder perdido, un acto de maldad que responde (¿compensa?) activamente a otro acto de maldad sufrido. El vengativo experimenta una restitución del control, que le habían arrebatado al relegarlo a la condición de víctima. ¿Hay mayor poder que el de un verdugo?

Pero, entonces, ¿qué hay del poder de la bondad? Es un poder indirecto, un poder que se basa en la seducción y en el intercambio. El malo es violento y cruel: su poder se basa en la imposición inmediata por la fuerza (física o psicológica). Se sale con la suya porque obliga, somete al otro, mediante agresiones o amenazas. La bondad no es una imposición, es una invitación. El bueno gana (cuando lo hace) propiciando una predisposición en el otro, mediante el favor o el beneficio. Se podría decir, de un modo un tanto crudo, que el bueno paga, y generalmente por adelantado, o sea, sin garantía: cuántas veces la bondad es contrariada, porque se la ignora, o porque recibe como respuesta crueldad o frustración.

 

Así que el negocio de la maldad es más seguro, el de la bondad más incierto. Los economistas y los psicólogos lo han estudiado: la maldad es más eficaz en intercambios de un solo movimiento. El ladrón roba a un desconocido, con el que difícilmente volverá a cruzarse. El timador no cuenta con necesitar en el futuro la colaboración del timado. Sin embargo, a veces perjudicamos a alguien cercano, a veces (seguramente las más) nos comportamos con maldad con nuestra pareja o nuestros amigos. Tal vez nos lo disculpen, tal vez se sometan a nuestro poder, sea por temor (porque somos más fuertes, o más inteligentes, o más crueles, o más seguros de nosotros mismos…) o porque les compensan otros beneficios que les ofrecemos (estatus, seguridad, dinero, el amor mismo a veces…). Pero, objetivamente, la maldad con los próximos es un mal apaño.

Este punto requiere una precisión. Se entiende que nos estamos refiriendo a los intercambios entre personas jerárquicamente equivalentes: las jerarquías son instituciones que regulan el poder social, normativo, el cual viene impuesto no por el individuo sino por la cultura. Las imposiciones de un amo sobre un esclavo, de un señor feudal sobre un siervo, de un jefe sobre sus subordinados, no son, en sí mismas, un ejercicio de maldad aunque lo sean de poder, pues se basan en roles y fórmulas estereotipados y normativos. Más que con la maldad tienen que ver con la norma social; más con la justicia y el derecho que con la ética, que es lo que estamos tratando aquí. Claro que, desde una ética autónoma, desde una libertad personal verdaderamente responsable, uno puede y debe situarse con respecto a ellos, y decidir si los apoya o se rebela; el ejercicio del poder social puede ser moderado y prudente o abiertamente abusivo. También puede ser cuestionado, desde una postura desafiante, como directamente injusto. Pero, en general, hay que contar con la limitación que al margen individual le imponen los mecanismos de poder social, el que en definitiva establece las leyes y monopoliza el castigo. Hecha esta salvedad, regresemos al terreno estrictamente ético.

 

Decíamos que la malevolencia con los allegados no es buen arreglo, porque la proximidad implica una serie indefinida de intercambios reiterados, y su ley universal es el toma y daca, do ut des, te doy y recibo, y te doy, y así sucesivamente. Si lo que recibo está envenenado, más tarde o más temprano te devolveré veneno; lo muestran juegos experimentales como el reparto del pastel o el dilema del prisionero: el “castigo” (la retirada de colaboración), incluso su mera posibilidad, promueve una colaboración equitativa del otro. Y si no puedo conseguir esa cooperación, probablemente me retiraré, es decir, daré por concluida la mía. No solo es justo (por la ley de la equidad), además es natural que me proteja, y preserve mis intereses frente a posibles oportunistas.

Tolerar intercambios abusivos e imposiciones de poder regidas por la maldad puede ser síntoma de alguna versión de victimismo. Existen víctimas puntuales, que sufren atropellos del poder. Sin embargo, la víctima recalcitrante suele adolecer de problemas como la baja autoestima o el apego enfermizo: las actitudes victimistas también se educan, o son consecuencia de desarreglos psicológicos. Por otra parte, el victimismo también pueden usarse como un poder simbólico (la víctima está instaurando una deuda en su maltratador) que luego permita “cobrárselo” cuando resulte oportuno. Hay quien aguanta y aguanta sin rechistar, sin plantear abiertamente su insatisfacción, hasta que un día revienta de maneras agresivas, y ahí encuentra su triunfo. Ningún daño debe ser banalizado, pero hay heridas que guardan un sutil poder.


En definitiva, y volviendo al hilo de este discurso, no hay poder más airoso que el de la bondad. Es el poder manso y enérgico del amor, ni más ni menos. Un poder, casi siempre espontáneo, que está hecho de entregas mutuas, de señales de afecto, de ternura y armonía. Simmel insistía en que las batallas más enconadas se libran en las relaciones íntimas, y hay que contar con ello: el conflicto es intrínseco a la vida y a la mera lógica del coexistir. Pero se puede acudir a esa difícil esgrima de la convivencia con ánimo amoroso, con lealtad y paciencia, con flexibilidad y generosidad. Honrando en todo momento en el otro la humanidad que lo hace tan efímero, vulnerable y sufriente como nosotros. Con ética. Aun a riesgo de sonar ingenuo: con bondad.

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