Pero, entonces, ¿qué
hay del poder de la bondad? Es un poder indirecto, un poder que se basa en la
seducción y en el intercambio. El malo es violento y cruel: su poder se basa en
la imposición inmediata por la fuerza (física o psicológica). Se sale con la
suya porque obliga, somete al otro, mediante agresiones o amenazas. La bondad
no es una imposición, es una invitación. El bueno gana (cuando lo hace)
propiciando una predisposición en el otro, mediante el favor o el beneficio. Se
podría decir, de un modo un tanto crudo, que el bueno paga, y generalmente por
adelantado, o sea, sin garantía: cuántas veces la bondad es contrariada, porque se la ignora, o porque recibe como respuesta crueldad o frustración.
Así que el negocio de
la maldad es más seguro, el de la bondad más incierto. Los economistas y los
psicólogos lo han estudiado: la maldad es más eficaz en intercambios de un solo
movimiento. El ladrón roba a un desconocido, con el que difícilmente volverá a
cruzarse. El timador no cuenta con necesitar en el futuro la colaboración del
timado. Sin embargo, a veces perjudicamos a alguien cercano, a veces
(seguramente las más) nos comportamos con maldad con nuestra pareja o nuestros
amigos. Tal vez nos lo disculpen, tal vez se sometan a nuestro poder, sea por
temor (porque somos más fuertes, o más inteligentes, o más crueles, o más
seguros de nosotros mismos…) o porque les compensan otros beneficios que les
ofrecemos (estatus, seguridad, dinero, el amor mismo a veces…). Pero,
objetivamente, la maldad con los próximos es un mal apaño.
Este punto requiere
una precisión. Se entiende que nos estamos refiriendo a los intercambios entre
personas jerárquicamente equivalentes: las jerarquías son instituciones que
regulan el poder social, normativo, el cual viene impuesto no por el individuo
sino por la cultura. Las imposiciones de un amo sobre un esclavo, de un señor
feudal sobre un siervo, de un jefe sobre sus subordinados, no son, en sí
mismas, un ejercicio de maldad aunque lo sean de poder, pues se basan en roles
y fórmulas estereotipados y normativos. Más que con la maldad tienen que ver
con la norma social; más con la justicia y el derecho que con la ética, que es
lo que estamos tratando aquí. Claro que, desde una ética autónoma, desde una
libertad personal verdaderamente responsable, uno puede y debe situarse con
respecto a ellos, y decidir si los apoya o se rebela; el ejercicio del poder
social puede ser moderado y prudente o abiertamente abusivo. También puede ser
cuestionado, desde una postura desafiante, como directamente injusto. Pero, en
general, hay que contar con la limitación que al margen individual le imponen
los mecanismos de poder social, el que en definitiva establece las leyes y
monopoliza el castigo. Hecha esta salvedad, regresemos al terreno estrictamente
ético.
Decíamos que la
malevolencia con los allegados no es buen arreglo, porque la proximidad implica una
serie indefinida de intercambios reiterados, y su ley universal es el toma y
daca, do ut des, te doy y recibo, y te doy, y así sucesivamente. Si lo que
recibo está envenenado, más tarde o más temprano te devolveré veneno; lo muestran
juegos experimentales como el reparto del pastel o el dilema del prisionero: el
“castigo” (la retirada de colaboración), incluso su mera posibilidad, promueve una colaboración equitativa del otro. Y si no puedo conseguir esa cooperación, probablemente me retiraré, es decir, daré por concluida la mía. No solo es justo
(por la ley de la equidad), además es natural que me proteja, y preserve mis
intereses frente a posibles oportunistas.
Tolerar intercambios abusivos e imposiciones de poder regidas por la maldad puede ser síntoma de alguna versión de victimismo. Existen víctimas puntuales, que sufren atropellos del poder. Sin embargo, la víctima recalcitrante suele adolecer de problemas como la baja autoestima o el apego enfermizo: las actitudes victimistas también se educan, o son consecuencia de desarreglos psicológicos. Por otra parte, el victimismo también pueden usarse como un poder simbólico (la víctima está instaurando una deuda en su maltratador) que luego permita “cobrárselo” cuando resulte oportuno. Hay quien aguanta y aguanta sin rechistar, sin plantear abiertamente su insatisfacción, hasta que un día revienta de maneras agresivas, y ahí encuentra su triunfo. Ningún daño debe ser banalizado, pero hay heridas que guardan un sutil poder.
En definitiva, y volviendo al hilo de este discurso, no hay poder más airoso que el de la bondad. Es el poder manso y enérgico del amor, ni más ni menos. Un poder, casi siempre espontáneo, que está hecho de entregas mutuas, de señales de afecto, de ternura y armonía. Simmel insistía en que las batallas más enconadas se libran en las relaciones íntimas, y hay que contar con ello: el conflicto es intrínseco a la vida y a la mera lógica del coexistir. Pero se puede acudir a esa difícil esgrima de la convivencia con ánimo amoroso, con lealtad y paciencia, con flexibilidad y generosidad. Honrando en todo momento en el otro la humanidad que lo hace tan efímero, vulnerable y sufriente como nosotros. Con ética. Aun a riesgo de sonar ingenuo: con bondad.
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