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El poder del No

Sí o no. Blanco o negro. Uno o cero, en la notación digital, que ha logrado remitirlo todo ―textos, imágenes, sonidos…― a esa dicotomía. ¿Será, pues, la dicotomía primordial? Seguramente: se existe o no se existe, todos los dilemas se reducen a ese, como ya meditaba Hamlet enfrentado a una calavera.


También Heidegger: en la presencia cabe todo porque todo está por hacer, la presencia toca el infinito porque infinitas son sus posibilidades; en cambio, para lo que no está no hay nada (lo cual es otra forma, quizá la primordial, de infinito), ni siquiera la posibilidad de estar, si la ausencia es absoluta. La nada no tiene futuro, si no es el de algo que la interrumpa (pero, ¿de dónde saldrá?), ni tampoco pasado, cuando no queda memoria (¿existe un pasado que nadie recuerda?). 

Ser o no ser, esa es la cuestión. Sin embargo, se diría que el no ser tiene más fuerza. Lo negativo es un océano compacto sobre el que flota, a duras penas y siempre por poco tiempo, la excepción vertiginosa de lo positivo. Quizá por eso parece que lo vedado es más poderoso que lo admitido, porque el mayor poder consiste en llevar la contraria a cualquier poder. Los niños lo descubren pronto, y por eso disfrutan ejercitando sistemáticamente la negación: mientras asienten se limitan a confirmar a sus padres; en cambio, decirles “no” los ratifica a ellos mismos; solo alguien que existe, solo alguien que tiene voluntad propia, puede decir no por sí mismo a ese inmenso no que es la nada eterna. Niego, luego existo. La existencia se realiza en la resistencia. 
Afirmar es blando y sumiso; negar, en cambio, tiene la fuerza de los portazos, de los muros, de las trampas y los callejones sin salida. Paradójicamente, nada reafirma más que una negación, nada nos hace sentir más ascendencia sobre el mundo, que siempre espera nuestra sumisión y nuestra entrega, y que de repente repara en nosotros, como en un cuerpo extraño, cuando le contradecimos. Se podría creer a Sísifo derrotado, prisionero de esa condena eterna que, aparentemente, consagra su sometimiento a los dioses: remontar la piedra, verla caer, y volver a empezar siempre, siempre. Sin embargo, Camus ya nos mostró que, cuando el hombre se reconcilia con el absurdo, lo convierte en destino. Sísifo dice no al desánimo y a la humillación, y en ese gesto inventa la dignidad. 

Pero los dioses no ven con buenos ojos nuestras osadías, y por eso, seguramente, a veces se nos hace tan difícil decir que no: porque sabemos que la negación nos dejará expuestos, nos procurará enemigos, nos convertirá en rebeldes y proscritos y tal vez incluso reos. Si queremos ganar la colaboración tendremos que tender la mano; si la retiramos, nos quedaremos solos, rodeados de extraños, nos convertiremos en un escollo que hay que evitar, conquistar o destruir. El que cierra la puerta sabe, o debería saber, que tendrá que soportar los golpes, la insistencia, la amenaza. En cambio, abrirla es entregarse, es no oponer resistencia: es haber renunciado a la disputa. 
El ego es una negación: la negación de lo demás, de lo que no somos. El ego se construye contra el mundo, diciendo que no y resistiendo. Por eso nos cuesta tanto… y nos crea tantos problemas. El ego, reflexiona Ken Wilber, es una frontera y, como toda frontera, instaura una guerra. Tiene miedo (pues se sabe vulnerable) y por eso embiste, casi siempre a ciegas, torpemente. El ego necesita sentirse absoluto: los matices lo debilitan. No puede permitirse más afirmación que él mismo; lo que queda alrededor es lo enemigo: lo que le niega, lo que él necesita negar. El ego demuestra que hay que manejar con cautela las negaciones, no sea que estén negando al que niega. 

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