Bien mirado, el fenómeno humano de la conversación resulta asombroso. Su riqueza simbólica va más allá del mero significado de los mensajes expresados: el propio acto de conversar está lleno de sentidos y convenciones, es una interacción, quizá la interacción social por excelencia.
En las pláticas se juegan, por ejemplo, complejos tanteos de poder. Cuando se están
intercambiando confidencias, cada intimidad que se revela al otro es una
porción de poder que se le entrega. De ahí que, inversamente, atrincherarse en el
secreto constituya un intento de resguardar el propio poder: un poder, en
definitiva, que se nos hace triste, pues se construye desde lo negativo ―lo que se niega al
otro en conocimiento mío, lo que me niego a mí mismo en posibilidad de
compartir―, que se crece
recluyendo al sujeto y perjudicando su afán de sociabilidad; pero un poder al
fin, que nos hace sentir más seguros y menos expuestos. La complicidad, por el
contrario, se teje con la confidencia, que es un riesgo y por tanto una
demostración de confianza (o una fundación de esa confianza, puesto que la
confianza cobra entidad precisamente en el momento en que alguien se arriesga a
poner en manos de otro algo que el otro puede usar en contra suya).
He conocido gente tan
abierta a aceptar confidencias, como cerrada a la hora de ofrecer las propias. Yo
mismo tiendo a escuchar más que a explicar. Es cierto que parto de la
convicción de que al otro no van a interesarle mis asuntos, pero debo reconocer
que ha habido siempre en esa negación un sutil ejercicio de poder, un reducto
de reticencia. El mero hecho de hablar implica una cierta vulnerabilidad;
callar es una resistencia a esa vulnerabilidad, un modo de mantenerse
acorazado. Ese es el poder del silencio.
Ese poder nos priva
de su contrario, el poder de la palabra. Hablar reafirma, marca el territorio,
se abre paso entre los otros al captar su atención. El silencio es solitario,
acaba en sí mismo, en su penumbra siempre un poco melancólica; la palabra crea
vínculos, va y viene, es un alegre compartir.
Cierto que hay quien
abusa del poder expansivo de la palabra, y lo aprovecha para acaparar el
espacio con su verborrea. Son los que hablan y hablan compulsivamente, ocupando
todo el espacio y sin dar apenas opción a la baza de los otros. Son vampiros de
atención y de tiempo. Cabe preguntarse: ¿les sacia alguna vez su palabrería?
No, puesto que insisten en ella. Utilizan sus palabras como quincalla, que
lanzan al oído del vecino, viniéndole a decir: “Me importa un bledo que te
importe un bledo lo que digo; me importa un bledo que estés perdiendo el
tiempo, que te veas sometido a mi capricho; lo único que me importa es que te
tengo subyugado, estás atrapado en mi telaraña de palabras; mientras hable no
puedes escapar; mientras hable soy yo quien tiene el protagonismo, quien ocupa
el espacio común, quien devora el tiempo común”. En el fondo, estos también
están solos.
El que no sabe
escuchar no sabe compartir, porque el compartir está hecho de intercambio. El
que no sabe escuchar, en el fondo, no se siente escuchado; no se siente visto;
no se siente confirmado en su existencia ni en su dignidad. ¿Será que le
aterroriza la perspectiva del aislamiento, que equivale a la inexistencia
social? Dar y recibir es un complejo y necesario equilibrio, que le está vedado
a quien necesita crear ilusiones de poder mediante el silencio o mediante la
verborrea: dos maneras de ausentarse, de no llegar al fondo, de no dejar que la
relación vaya muy lejos; de negarse la necesaria ilusión de haber sido visto,
de existir, de disfrutar de un poder auténtico: el poder que solo da el amor,
es decir, el intercambio.
Tenemos, pues, un
pulso de palabras y silencios. Pero en las conversaciones, como en cualquier
encuentro humano, hay en juego otros poderes y otras pugnas, de hecho más
obvias. Por ejemplo, el esfuerzo por convencer y el enfrentamiento directo en
forma de discusión, que no siempre son lo mismo.
Cuando una persona se
dirige a otra siempre hay una intención, una meta, un intento de lograr alguna
cosa. De ahí que la persuasión sea uno de los poderes más evidentes que se
juegan en la arena de las palabras. Tengo una necesidad que pasa por el otro, y,
si no puedo forzarle, tendré que convencerle para ponerlo a mi favor. El arte
de la persuasión consiste, en definitiva, en plantear las cosas de tal manera
que yo gane más que el otro sin que el otro se dé cuenta. Hay que arreglárselas
para enfatizar su ganancia (o de minimizar su percepción de pérdida). Si no
queda más remedio, siempre se puede recurrir a ofrecer algo, o apelar al aprecio
o a la bondad. Estamos de nuevo en el terreno del intercambio, donde la
habilidad reside en conseguir el máximo pagando el precio mínimo.
El éxito de nuestra
vida social consiste en buena parte en un dominio adecuado del arte de la
persuasión. No es extraño que entre los griegos, como buenos comerciantes y
amantes de la plática que eran, cobrara prestigio la figura del profesor de
persuasión, que alcanzó la cumbre en los sofistas. Protágoras, por ejemplo, fue
un sofista admirado al que muchos recurrieron, y cobraba buenas tarifas por su
trabajo. Y el propio Aristóteles dictó un tratado sobre retórica que es a la
vez una sagaz colección de reflexiones sobre psicología.
¿Y qué decir de esa
versión de lucha que es la discusión? Nos referimos a ella en sentido amplio,
como un enfrentamiento de pareceres divergentes, una pugna que puede
desarrollarse con circunspecta elegancia de catedrático o con la tosquedad de
una pelea a gritos y a insultos. La diferencia entre ellas no es tanta como
pueda parecer: solo las separa la urbanidad. La educada esgrima de la ironía
puede resultar a veces más punzante ―“¡Touché!”― que un insulto ―el cual, al fin y al
cabo, deja en bastante mal lugar a quien lo profiere―.
Aun cuando se proponga convencer, el verdadero
objetivo de la disputa, como el de toda pelea, es vencer. Lo que queremos es
tener razón, o al menos que lo parezca, y en esto se aprecia claramente que lo que
está en juego es una forma de poder, que tiene que ver con el prestigio y con
el amor propio. Por eso, en realidad no necesitamos que el otro cambie su punto
de vista ni que nos dé la razón ―aunque ese sea el trofeo más sabroso que
pueda llevarse un discutidor―:
nos basta con invalidar sus argumentos, con dejar comprometido su punto de
vista, con haber agitado la duda en el plácido estanque de la convicción. Es
más: en muchas ocasiones, los argumentos son lo de menos, lo que se intenta más
bien es subyugar al otro de algún modo.
No es extraño, pues, que la mayoría de las discusiones
cotidianas acaben en tablas, y se interrumpan, cuando lo hacen, por puro
agotamiento: a ninguno le importa si el otro tiene o no razón, lo que cuenta
es, si no se logra hacer ceder al otro, no darle, al menos, la satisfacción de
ceder nosotros. Si uno encara un pulso de poder como un intercambio de
pareceres en busca de la verdad, se arriesga a acabar hundido en la
desesperación o incendiado por la indignación, ambos resultados bastante
perniciosos para la salud. Pocas discusiones sirven para aproximarse, pero a veces,
milagrosamente, sucede, y entonces, cuando se vislumbra el dulce territorio del
encuentro, uno comprende que es ahí donde reside el verdadero poder.
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