Ir al contenido principal

Dogmatismos

La única condición razonablemente exigible a una idea, para tomarla en serio y darle una oportunidad, es que se pueda discrepar de ella. Que se abra a la discusión con honradez, y no nos niegue de entrada la posibilidad de tener razón al llevarle la contraria.


No hace falta que se nos muestre dudosa o vacilante, ni que pida perdón, ni que se nos dirija con reticencia: tiene todo el derecho a pretenderse cierta; en realidad carecería de sentido sostenerla sin esa condición. Pero en la actitud con que se nos dirige debe haber, al menos, lo que Popper denominó posibilidad de falsación, es decir, una apertura que permita cuestionarla, pedirle explicaciones, ponerla a prueba y, si es el caso, rebatirla. El único valor de una idea honesta es que se interese más por la verdad que por sí misma. Porque solo un sabor a verdad —o más bien el fracaso al refutarla— da sentido y validez a un pensamiento. 

La mayoría de las doctrinas que rigen el mundo, sin embargo, no se atienen a ese limpio relativismo. Son creencias autolegitimadas, es decir, que se pretenden de un valor absoluto sin necesidad de aportar ninguna prueba a su favor. Crean su propia realidad y por tanto su propia certeza, por encima de cualquier criterio. Su pretendida valía no solo es metafísica —revelación de dioses, sedimento de la eternidad—, sino pomposamente irracional. Son ideas autorreferentes, ideas que remiten a sí mismas, como un itinerario en círculo que no concibe escapatoria. 
Todos los dogmatismos, todos los fundamentalismos que acechan en el alma humana manejan convicciones de este tipo. O no admiten discusión, ya que se fundamentan en autoridades externas al hombre, o, cuando la toleran, lo hacen de un modo tramposo, porque no están dispuestas a medirse en igualdad de condiciones. Hacen como los niños, que juegan mientras ganan, y cuando están perdiendo rompen la baraja. Sonreirán magnánimas si nos rendimos a ellas; pero, como pretendamos invalidarlas, sacarán las uñas y cargarán sin cuartel sobre nosotros. Si es preciso, dejarán de medirse en el terreno de las ideas y se dedicarán a desprestigiarnos o invalidarnos como personas; dejarán de someterse a la mirada y desviarán la discusión hacia nosotros; personalizar es uno de los recursos favoritos de la irracionalidad. 

Así son los fanatismos de todos los pelajes. En el caso de las religiones, si las secundas se considera que demuestras una gran lucidez, pero cuando las niegas te limitas a ser un impío; si crees, reafirmas el excelso valor del credo, pero si cuestionas pasas a ser un despreciable pecador. La casa siempre gana. El nacionalismo, por señalar otro dogmatismo por desgracia muy vigente, está trenzado con la misma trama diabólica: quien lo milita, se ha rendido a su sagrado acierto; el que lo contraría, solo demuestra su iniquidad, la limitación personal que, cual pecado original, le impide acceder a la verdad resplandeciente de los elegidos. El nacionalismo, como todos los dogmas irracionales, ni siquiera se considera obligado a demostrar nada: su legitimidad le viene de entelequias que están más allá de la burda razón, incluso por encima de las propias personas. 
Resumiendo: tu aquiescencia a un credo dogmático glorifica su verdad; tu discrepancia, te la retira a ti. Así de fácil. Hay una perversa arrogancia en esa actitud asimétrica, que no se dirige a nosotros en plano de igualdad, sino como a meros ignorantes a los que hay que aleccionar. Es así como la controversia, que debería servirnos para profundizar en la verdad, se convierte en descarnado ejercicio de poder.

Comentarios

  1. Sí, como el hecho de autodenominarnos "sapiens". Y punto. Jejeje

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Pues sí. Somos muy aficionados a los puntos. Seguramente nos iría mejor si, como decía Javier Krahe, los sustituyéramos por punto y coma... ;)

      Eliminar
  2. Jajaja...estoy de acuerdo.
    O puntos suspensivos...

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Tener razón

A todos nos gusta tener razón: hay un placer en sentir que desciframos una causa. Es el gusto de saber, el mismo que impulsa, más que un abstracto afán instrumental, todo el conocimiento y, sobre todo, la filosofía, ese «amor al saber». Conocer lo verdadero, por supuesto. Pero dirigirse a la verdad implica empezar por ser conscientes de nuestras limitaciones (y quizá las de la verdad misma): saber que nunca se sabe por completo; que, como Sócrates, solo sabemos que no sabemos nada. Que siempre queda una objeción, una pregunta… Se hace camino al andar, y siempre hay un paso más allá.  Porque, ¿acaso tenemos alguna vez razón del todo? ¿Hay alguna ocasión en que no tengamos un poco? Aristóteles, que tenía razón en muchas cosas, recomendaba el camino medio, no porque no hubiese falsedades, sino porque el mundo es demasiado complejo para que las cosas sean de un solo color. El mundo es confusión, mezcla, impureza, gradación. Bien está soñar con blancos o negros, pero siempre que no olvid

Zona de luz apenas

Por lo general, los días se arman solos con sus trabajos, sus penas y sus pequeñas alegrías. El momento del deber y la levedad del ocio, el trago amargo del error y el dulce elixir del triunfo. La vida pública, con su teatro, y el recogimiento íntimo, con sus perplejidades. El esfuerzo y el descanso. Casi todo ritualizado, o sea, trabado en una secuencia reglamentaria y alquímica. «Los ritos son al tiempo lo que la casa es al espacio», decía Saint-Exupéry, sondeador de sutilezas ocultas.  Las jornadas se suceden parejas, rutinarias, familiares, pero a la vez trepidantes del estremecimiento de lo vivo. Monótonamente fértiles, «escasas a propósito», decía Gil de Biedma en su poema Lunes : tan llenas de lo que nos falta, tan densas en su gravidez. «Quizá tienen razón los días laborables», se pregunta el poeta: la razón de no volar demasiado alto, de permanecer a ras de tierra, cerca de la materia compacta y humilde. Los lunes mucha gente está triste, pero pocos se vuelven locos.  Así pasa

Mentiras protectoras

El trabajo del terapeuta, para progresar con eficacia, deberá ser primorosamente feroz. Tiene que obcecarse, contra lamentos y amenazas, en poner el meollo al descubierto. Como a un minero, no le basta con remover la tierra, ni siquiera con sacar de vez en cuando un vestigio valioso. Hay que excavar hasta desenterrar el corazón petrificado.  El trabajo del terapeuta requiere sagacidad, pero también testarudez. La terapia es un duelo, enconado y exasperante, de incierto desenlace. Se trata de arrimar al paciente hacia sus miedos más profundos, y ayudarlo a enfrentarse a ellos. No tengo claro que el mero entender, por sí mismo, baste para sanar, incluso cuando incide en lo esencial. Tiene que ser un entender regenerador, una gestalt que cambie el escenario mental del paciente. Someter a un estrago a los personajes internos, pero para esbozar un argumento diferente.  Para ello el paciente ha de atreverse a ir desbastando las prisiones en las que se recluyó, por confusión, por rabia o po

Grandes esperanzas

«La esperanza es lo último que se pierde», proclama el refrán popular, animándonos a no cejar en los empeños que valgan la pena. Fue, en efecto, la esperanza lo único que se quedó sin salir de la caja de males de Pandora. Curioso mito que expresa la profunda ambivalencia de ese sentimiento: ¿qué hacía en un depósito de males, y por qué no salió con los otros a hacer estragos por el mundo? ¿Se quedó en lo más profundo como último acicate del corazón, o para envenenarlo con su melancólica fe en la redención futura?   Ese don divino, que retuvo para nosotros la temeraria muchacha, huele a trampa. La apuesta contumaz por el mañana vivifica el ánimo abatido, pero también congela su mirada. Esperar tiene algo de cautiverio, de impotencia. Así nos lo previene Spinoza, hermanando esperanza y miedo. Esa «alegría inconstante» que nos inspira la primera tiene el reverso de la «tristeza inconstante» del segundo: uno nos lleva a otro sin darnos cuenta, paralizándonos en la contemplación de una qu

Tristeza e ira

La tristeza es el desconcierto ante una vida que no responde. Es hija de la frustración. Pero entonces, ¿por qué se asocia más bien la frustración con la rabia que con la tristeza? ¿Será la tristeza una modalidad de la rabia, o al revés? ¿O se tratará de dos posibles reacciones para un vuelco del ánimo? Ante una contrariedad, la ira amagaría un movimiento compensatorio; la tristeza, en cambio, podría encarnar la inmovilidad perpleja.   Se adivina una familiaridad entre ambas. Spinoza la perfiló con perspicacia. «La tristeza es el paso del hombre de una mayor a una menor perfección», entendiendo por perfección la potencialidad o conatus que nos impulsa. Frente al impacto de una fuerza contraria, el melancólico se repliega en su puerto sombrío, pasmado, lamiéndose sus heridas, incubando la constatación de su miseria. La tristeza arrincona, hunde, disminuye, y esto sucede cuando una fuerza exterior nos supera y nos afecta, quebrantando nuestra propia fuerza. El depresivo es un derrotado