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La más violenta de las cóleras

En uno de los cuentos tradicionales que recoge Jean-Claude Carrière en su delicioso libro El círculo de los mentirosos, leo una frase que me sobrecoge: “Era presa de la más violenta de las cóleras, que es la cólera contra uno mismo”.


Carrière titula el cuento “El hombre con barba”, y es una alegoría de la violencia sutil y a la vez brutal con que el ego puede ensañarse con nuestra parte más inocente. Tras la muerte de su hijo, un hombre se retira al desierto y dedica todas sus horas a encontrarle sentido a esa terrible desgracia. Un pájaro escucha su historia y, riendo, le dice que no encuentra la respuesta porque solo piensa en su barba. El ermitaño se ensaña entonces con la barba y se la arranca a mechones. Pero el pájaro no parece conmoverse ante esa violencia, y sigue riendo. “¿Por qué te ríes?”, pregunta el ermitaño con el rostro sanguinolento. Y el pájaro replica: “¡Porque sigues sin pensar en otra cosa que en tu barba!”

El relato admite muchas lecturas, pero todas ellas tienen que ver con un ego desbocado, un ego que nubla nuestra mente en su obstinación, y que nos somete a la violencia de sus ambiciones. ¿Cómo podría ser de otra manera? Al fin y al cabo, el ego se sostiene precisamente en esas terquedades absurdas, convirtiendo en víctimas a todos los que encuentra a su alrededor, pero en primer lugar a nosotros mismos, que somos los que le quedamos más cerca. “La más violenta de las cóleras”. El ego nos convierte en seres ciegos que no pueden ver más allá de sí mismos, atormentados porque se hallan prisioneros de la desesperación por alimentarlo. El ego nos corta las alas, nos roba la inocencia y la alegría, nos envuelve en una sed insaciable y una amargura insuperable; nos roba los sueños, malogra las querencias, corta con hachazos sombríos el manto de luz que quiere envolvernos.
El ermitaño hace mal en tomarse tan en serio lo que le dice el pájaro. Habría tenido que reírse con él. La barba era solo una metáfora. Pero ese hombre obcecado en su dolor es incapaz de reír; de reírse de sí mismo, de su barba, de su retiro en el desierto, de su loca pretensión de encontrar sentido a los sufrimientos que nos reserva la vida. El sufrimiento no tiene sentido, es solo la misma vida que a veces nos llena de gozo, cuando nos lleva la contraria. Si nos trae placer, la bendecimos y nos entregamos a ella sin reparo; lo mismo deberíamos hacer cuando nos trae dolor, no porque estemos de parte del dolor, sino porque comprendemos que ahí está y siempre estará, como la sombra acompaña a la luz y como no hay altura sin profundidad…
El ermitaño no quiere sufrir; nadie quiere. Desdeña el sufrimiento: todos lo hacemos. Desearía redimirse: todos lo deseamos. No juzgaremos la desesperación del ermitaño: perdió a su hijo, y difícilmente podemos concebir un padecimiento más grande. Tan grande que justificaría, incluso, el suicidio. Ningún padre, ninguna madre pueden concebir el mundo sin sus hijos. Pero el pájaro acierta: el ermitaño, en su retiro ofuscado, no está pensando en su hijo perdido; no está inmerso en un pantano de dolor, sino de rabia. El ermitaño ha declarado la guerra al universo que lo ha traicionado. Al comprobar que el mundo no responde a sus expectativas, se rebela contra él; y lo hace con lo que tiene más a mano: su propia vida, su propia lucidez.

¿Por qué el mundo debería ser como queremos? ¿Por qué debería responder a nuestras esperanzas? ¿Por qué tendría que velar por nuestra alegría? ¿Por qué debería recompensar nuestros esfuerzos? Esa es una fantasía infantil, la fantasía del niño que lo espera todo de su madre. Y que se indigna cuando los demás no hacen lo que él quiere: al fin y al cabo, se supone que están ahí para satisfacerle. Todos somos bastante infantiles cuando se trata de esperar cosas de la vida. Quizá por eso inventamos a Dios: para tener alguien de quien esperarlo todo, y con quien enojarnos cuando nos lo niega. En la tragedia Mozart y Salieri, este se declara enemigo de un Dios que no ha sabido premiar su fervor y compensar su entrega. No hay peor conjura que la del devoto. La esperanza nos hace a menudo desalmados, y siempre patéticos.
He conocido a personas que se envolvieron en un manto de dolor y levantaron allí su fortaleza. Y desde entonces vivieron contra el mundo, ese mundo que les había decepcionado. No les faltaba razón para el dolor habían perdido a hijos, a padres; habían sido maltratados en su infancia, o en su matrimonio, o en su vida entera, pero la perdieron al convertir el sufrimiento en sinrazón. El dolor puede ser un pozo, una losa, una espada que nos parte en dos, una ola que se lo lleva todo y nos convierte en muertos vivientes. Se puede morir de dolor, y esa muerte, que en sí es absurda, funda el mayor de los sentidos. Pero si nos ponemos de parte del dolor, si lo usamos como acicate para nuestro afán, lo estamos pervirtiendo, y a nosotros con él. Lo estamos proclamando coartada de nuestras arbitrariedades, de esa ira que simbólicamente volcamos sobre todas las cosas al lanzarla contra nosotros mismos. En definitiva, no estamos afrontando el dolor, seguimos huyendo de él, pero asegurándonos que no deje de perseguirnos; no estamos, en el fondo, proclamándonos sus enemigos, sino sus cómplices, sus esbirros, que lo levantan como a un ídolo atroz. En esa obcecación hay mala fe, en el sentido de trampa que le daba Sartre.
¿Cuánta ira no habrá, pongamos por caso, en un depresivo? Basta acercarse a él para notar la sacudida de una rabia que se nos clava desde todos sus poros. Una rabia que, al ensañarse consigo mismo, está agrediendo al mundo, a la vida; está negando la alegría al universo entero, puesto que le fue negada a él. Naturalmente, no lo sabe, o al menos no del todo, no con la claridad de los actos deliberados. Su guerra universal se expresa en forma de lamento, y eso la hace más devastadora que cualquier ataque. El depresivo, tal vez, se curaría si consiguiera gritar, y renegar, y aguijonear a diestro y siniestro. De hecho, lo hace a menudo, pero bajo el disimulo del reproche. Nadie le atiende, nadie le quiere, nadie puede comprender su dolor que siempre es más grande que el de los otros. Difícilmente puede concebirse una fusión más perfecta de víctima y verdugo: el depresivo logra ser una cosa llevando al extremo la otra. Por eso consigue desconcertarnos, y seguir engañándose a sí mismo.

Porque ante todo es víctima; todos los somos. La vida es difícil, el dolor ineludible. “Misericordia para todos”, pide Comte-Sponville. Sí. Pero la compasión no debería hacernos ciegos, ni cómplices. El depresivo cultiva una versión exquisita de mal, y por eso sufre y sufrirá lo indecible. Y hará sufrir. “Debes haber hecho sufrir mucho”, me espetó alguien al escuchar mis lamentos. Acertaba de lleno, y eso habría sido una virtud si hubiera salido de sus labios embebido de compasión; lanzado como reproche, se quedó en mera obviedad feroz: ¿quién no ha hecho sufrir mucho?
Sí, yo he sido y soy a veces depresivo, yo me he sometido a las peores crueldades para que el universo recibiera algún daño como respuesta al suyo. Yo he sido y soy presa de la más violenta de las cóleras. Por eso me urge denunciarla.

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