Cada día
protagonizamos miles de episodios, algunos importantes, otros triviales;
muchos de ellos, incluso, mecánicos, comportamientos habituales que ya hemos
interiorizado y que juegan un papel esencial en nuestra vida, ya que la
simplifican. Porque hay dos cuestiones que tiñen de dificultad nuestras
conductas cotidianas: la obligación de decidir y, como premisa de nuestras
resoluciones, la necesidad de juzgar. No nos basta con actuar: precisamos
hacerlo con la convicción de que lo hacemos bien; somos seres éticos en el
doble significado de la palabra: en que aspiramos a distinguir lo que nos
conviene y, además, deseamos que nuestras elecciones sean buenas en el sentido
moral, es decir, correctas, apropiadas. Esa tarea inexcusable convierte en
arduo nuestro comportamiento y puede trocar algunas jornadas en agotadoras.
A menudo nos
escandalizamos de la inmoralidad que muestran algunas personas —¿podríamos lanzar la primera piedra?— en algunos de sus actos. Un marido
maltrata a su mujer, una madre abandona a su hijo, una bomba terrorista (puesta
por un comando o tirada desde los aviones de un ejército “legal”) provoca una
matanza de decenas de personas inocentes. ¿Cómo puede alguien ser tan
desalmado? En esta pregunta subyace el supuesto de que las personas somos entidades
morales, lo cual no solo implica distinguir lo bueno de lo malo, sino también,
y quizá sobre todo, actuar de acuerdo con ese juicio.
Sin embargo, si nos
detenemos a pensarlo, la moralidad no es lo natural, sino una asombrosa rareza:
lo realmente excepcional es precisamente el hecho de ser moral. La naturaleza
no distingue entre lo bueno y lo malo, y por eso consideramos a los animales
inocentes; sus impulsos obedecen a las elementales motivaciones de la
supervivencia y la progenie: no les exigimos, como hacemos con nuestros
congéneres y con nosotros mismos, que actúen según un código deontológico. ¿Por
qué con nosotros es distinto? ¿Por qué no considerarnos (y hay quien lo ha
hecho) un animal más, y entender nuestros actos como meras apuestas a nuestro
favor? ¿Por qué nosotros no somos inocentes?
Quienes fundan la
esencia humana en algo trascendente (un dios, un alma, una ley superior) tienen
una respuesta fácil a esta pregunta: no somos inocentes porque se nos ha
reservado un destino especial. Somos los hijos predilectos del cosmos. Eso
conlleva una misión, para la cual se nos ha dotado de la capacidad de
distinguir y el albedrío de actuar en consecuencia; en definitiva, nuestro
destino nos impone una responsabilidad. Generalmente, el hecho de no asumirla o
de no cumplirla correctamente conlleva un castigo, que en el caso de religiones
como el cristianismo llega a la amenaza más cruel: una eternidad de incesante
dolor. Los creyentes, además, piensan algo sorprendente: que el mero hecho de
no creer es perverso en sí mismo, y merece su propia condena. Dante repartía a
los paganos entre el Purgatorio y el Infierno, según desconocieran o negaran el
dogma católico. Tal vez haya una razón de fondo para tal prejuicio: considerar
que nada puede sustentar una verdadera moral fuera de la trascendencia. Algunos
célebres ateos, como Sade, así lo entendieron: puesto que no hay una ley eterna
ni un valedor que la administre, no hay ninguna ley; cada cual es libre de
hacer lo que le plazca, sin más restricciones que las que le impongan los otros
al comportarse del mismo modo.
Sin embargo, esa
actitud corresponde a lo que podríamos llamar “infancia del ateísmo”: como papá
no me mira, puedo hacer lo que yo quiera. Más tarde o más temprano se comprende
que una buena vida no se puede fundar en el capricho, que es en esa libertad
inesperada donde el ser humano se topa con la exigencia de una moral. Desde un
punto de vista meramente práctico, estar expuestos permanentemente a la lucha
de todos contra todos hace insoportable la vida. Hobbes, que nos concebía así,
llegó a la conclusión de que la vida en sociedad solo sería posible mediante un
código: si no nos viene impuesto desde fuera por Dios, deberá ser impuesto
desde dentro por una autoridad terrena, el Leviatán de las instituciones con su
monopolio de la fuerza. Rousseau dio un paso más y consideró que podíamos
ponernos de acuerdo, establecer unos compromisos en forma de pacto social. Marx
trazó una matemática de la evolución social, basada en el conflicto inevitable
entre las clases y su necesaria disolución en un futuro en el que la igualdad
permitiría, por fin, la paz colectiva.
Pero, por lo que
respecta a nuestro interrogante, ninguno de estos autores acaba de explicarnos
esa cosa extraña que es la naturaleza ética y moral del ser humano. El hombre
es un lobo para el hombre, cierto, pero solo a veces; en otras ocasiones
demuestra una sorprendente capacidad para la solidaridad y el sacrificio por
los demás: ¿qué es lo que le impulsa a querer actuar bien? En cuanto al
contrato social, sin duda basamos nuestro compromiso con los otros en una
expectativa de reciprocidad, pero sabemos que habrá muchas ocasiones en las que
esa expectativa no será satisfecha, que tanto los demás como nosotros mismos
incumpliremos nuestros más solemnes contratos, y que, del otro lado, incluso en
ausencia de contrato la mayoría seguiremos intentando guiar nuestro
comportamiento por un código que lo avale: ¿por qué lo haremos? Finalmente, hoy
nos mostramos bastante escépticos con la promesa de Marx de una sociedad justa;
hemos comprobado que la división en clases cuenta con medios muy poderosos para
perpetuarse: ¿qué es lo que nos sostiene para seguir empeñados en reclamar
justicia?
Los teóricos del
evolucionismo ofrecen su propia respuesta, cargada de lucidez: procuramos
portarnos bien porque a lo largo de la evolución esa actitud es la que ha
obtenido mejores resultados para la supervivencia, o, al menos, para la
perpetuación de nuestros genes egoístas. Comportarse generosamente (a veces) favorecerá
que otros lo hagan con nosotros en algún momento; cuantos más amigos reales,
menos enemigos potenciales (en promedio). Sacrificarse por la tribu es dar
continuidad a los genes que compartimos con ellos. Los sociólogos del
aprendizaje brindan una explicación complementaria: la conciencia (en tanto que
“sentido moral o ético”, segunda acepción del RAE para el vocablo) sería una
interiorización de las normas sociales que favorecen la perpetuación del grupo
o de la sociedad a la que pertenecemos; nos preocupamos por portarnos bien
porque ese es el mejor modo de que los grupos tiendan a la estabilidad. Es el
Leviatán de Hobbes, pero actuando desde dentro de nosotros.
Todos, en fin, tienen razón, pero no acaban de dar
cuenta de nuestra necesidad, cognitiva y emotiva, de ética y de moral. No
acaban de explicar por qué nos importa tanto, de dónde surge esa tendencia a
observarnos y a juzgarnos constantemente a nosotros mismos. Hay algo urgente,
dramático, que nos impele a exigirnos bondad, que necesita angustiosamente que
nos consideremos buenos, que nos interpela desde dentro. Aspiramos, o
desearíamos aspirar, a lo apropiado. Y nos pasamos la vida inmersos en el
dilema entre esa aspiración y tantas otras que le llevan la contraria.
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