viernes, 7 de abril de 2017

Lo apropiado

Cada día protagonizamos miles de episodios, algunos importantes, otros triviales; muchos de ellos, incluso, mecánicos, comportamientos habituales que ya hemos interiorizado y que juegan un papel esencial en nuestra vida, ya que la simplifican. Porque hay dos cuestiones que tiñen de dificultad nuestras conductas cotidianas: la obligación de decidir y, como premisa de nuestras resoluciones, la necesidad de juzgar. No nos basta con actuar: precisamos hacerlo con la convicción de que lo hacemos bien; somos seres éticos en el doble significado de la palabra: en que aspiramos a distinguir lo que nos conviene y, además, deseamos que nuestras elecciones sean buenas en el sentido moral, es decir, correctas, apropiadas. Esa tarea inexcusable convierte en arduo nuestro comportamiento y puede trocar algunas jornadas en agotadoras.
A menudo nos escandalizamos de la inmoralidad que muestran algunas personas —¿podríamos lanzar la primera piedra?— en algunos de sus actos. Un marido maltrata a su mujer, una madre abandona a su hijo, una bomba terrorista (puesta por un comando o tirada desde los aviones de un ejército “legal”) provoca una matanza de decenas de personas inocentes. ¿Cómo puede alguien ser tan desalmado? En esta pregunta subyace el supuesto de que las personas somos entidades morales, lo cual no solo implica distinguir lo bueno de lo malo, sino también, y quizá sobre todo, actuar de acuerdo con ese juicio.
Sin embargo, si nos detenemos a pensarlo, la moralidad no es lo natural, sino una asombrosa rareza: lo realmente excepcional es precisamente el hecho de ser moral. La naturaleza no distingue entre lo bueno y lo malo, y por eso consideramos a los animales inocentes; sus impulsos obedecen a las elementales motivaciones de la supervivencia y la progenie: no les exigimos, como hacemos con nuestros congéneres y con nosotros mismos, que actúen según un código deontológico. ¿Por qué con nosotros es distinto? ¿Por qué no considerarnos (y hay quien lo ha hecho) un animal más, y entender nuestros actos como meras apuestas a nuestro favor? ¿Por qué nosotros no somos inocentes?
Quienes fundan la esencia humana en algo trascendente (un dios, un alma, una ley superior) tienen una respuesta fácil a esta pregunta: no somos inocentes porque se nos ha reservado un destino especial. Somos los hijos predilectos del cosmos. Eso conlleva una misión, para la cual se nos ha dotado de la capacidad de distinguir y el albedrío de actuar en consecuencia; en definitiva, nuestro destino nos impone una responsabilidad. Generalmente, el hecho de no asumirla o de no cumplirla correctamente conlleva un castigo, que en el caso de religiones como el cristianismo llega a la amenaza más cruel: una eternidad de incesante dolor. Los creyentes, además, piensan algo sorprendente: que el mero hecho de no creer es perverso en sí mismo, y merece su propia condena. Dante repartía a los paganos entre el Purgatorio y el Infierno, según desconocieran o negaran el dogma católico. Tal vez haya una razón de fondo para tal prejuicio: considerar que nada puede sustentar una verdadera moral fuera de la trascendencia. Algunos célebres ateos, como Sade, así lo entendieron: puesto que no hay una ley eterna ni un valedor que la administre, no hay ninguna ley; cada cual es libre de hacer lo que le plazca, sin más restricciones que las que le impongan los otros al comportarse del mismo modo.
Sin embargo, esa actitud corresponde a lo que podríamos llamar “infancia del ateísmo”: como papá no me mira, puedo hacer lo que yo quiera. Más tarde o más temprano se comprende que una buena vida no se puede fundar en el capricho, que es en esa libertad inesperada donde el ser humano se topa con la exigencia de una moral. Desde un punto de vista meramente práctico, estar expuestos permanentemente a la lucha de todos contra todos hace insoportable la vida. Hobbes, que nos concebía así, llegó a la conclusión de que la vida en sociedad solo sería posible mediante un código: si no nos viene impuesto desde fuera por Dios, deberá ser impuesto desde dentro por una autoridad terrena, el Leviatán de las instituciones con su monopolio de la fuerza. Rousseau dio un paso más y consideró que podíamos ponernos de acuerdo, establecer unos compromisos en forma de pacto social. Marx trazó una matemática de la evolución social, basada en el conflicto inevitable entre las clases y su necesaria disolución en un futuro en el que la igualdad permitiría, por fin, la paz colectiva.
Pero, por lo que respecta a nuestro interrogante, ninguno de estos autores acaba de explicarnos esa cosa extraña que es la naturaleza ética y moral del ser humano. El hombre es un lobo para el hombre, cierto, pero solo a veces; en otras ocasiones demuestra una sorprendente capacidad para la solidaridad y el sacrificio por los demás: ¿qué es lo que le impulsa a querer actuar bien? En cuanto al contrato social, sin duda basamos nuestro compromiso con los otros en una expectativa de reciprocidad, pero sabemos que habrá muchas ocasiones en las que esa expectativa no será satisfecha, que tanto los demás como nosotros mismos incumpliremos nuestros más solemnes contratos, y que, del otro lado, incluso en ausencia de contrato la mayoría seguiremos intentando guiar nuestro comportamiento por un código que lo avale: ¿por qué lo haremos? Finalmente, hoy nos mostramos bastante escépticos con la promesa de Marx de una sociedad justa; hemos comprobado que la división en clases cuenta con medios muy poderosos para perpetuarse: ¿qué es lo que nos sostiene para seguir empeñados en reclamar justicia?
Los teóricos del evolucionismo ofrecen su propia respuesta, cargada de lucidez: procuramos portarnos bien porque a lo largo de la evolución esa actitud es la que ha obtenido mejores resultados para la supervivencia, o, al menos, para la perpetuación de nuestros genes egoístas. Comportarse generosamente (a veces) favorecerá que otros lo hagan con nosotros en algún momento; cuantos más amigos reales, menos enemigos potenciales (en promedio). Sacrificarse por la tribu es dar continuidad a los genes que compartimos con ellos. Los sociólogos del aprendizaje brindan una explicación complementaria: la conciencia (en tanto que “sentido moral o ético”, segunda acepción del RAE para el vocablo) sería una interiorización de las normas sociales que favorecen la perpetuación del grupo o de la sociedad a la que pertenecemos; nos preocupamos por portarnos bien porque ese es el mejor modo de que los grupos tiendan a la estabilidad. Es el Leviatán de Hobbes, pero actuando desde dentro de nosotros.
Todos, en fin, tienen razón, pero no acaban de dar cuenta de nuestra necesidad, cognitiva y emotiva, de ética y de moral. No acaban de explicar por qué nos importa tanto, de dónde surge esa tendencia a observarnos y a juzgarnos constantemente a nosotros mismos. Hay algo urgente, dramático, que nos impele a exigirnos bondad, que necesita angustiosamente que nos consideremos buenos, que nos interpela desde dentro. Aspiramos, o desearíamos aspirar, a lo apropiado. Y nos pasamos la vida inmersos en el dilema entre esa aspiración y tantas otras que le llevan la contraria.

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