martes, 21 de junio de 2016

Uno no puede trabajar tranquilo

Uno opta por una vida solitaria para entregarse a la reflexión o a la creatividad. Uno espera impaciente esos ratos en los que al fin puede dedicarse a sus fantasías. Y entonces suena el timbre, llaman por teléfono, se estropea la lavadora, caduca el carnet de identidad o hay demasiados platos acumulados en el fregadero.
La vida conspira contra nuestros sueños. Nos permite concebirlos y acariciarlos, nos permite luchar por ellos, dejarlo todo preparado, y siempre tiene alguna manera de inmiscuirse para entorpecerlos. Procuramos simplificar, escabullirnos todo lo posible, pero siempre encuentra alguna grieta por donde colarse, para venir a buscarnos con su escandalera. Arrancar un rato de serenidad es una tarea terriblemente estresante. La vida tiene un gran sentido del humor, y le encantan las travesuras.
Ahora mismo he tenido que levantarme porque mi gata maullaba para recriminarme que le hago poco caso.
Sartre acuñó un término, feo y eficaz como él, en el que siempre pienso cuando mis proyectos se minan de obstáculos. Él hablaba de que el ser, que ingenuamente se empeña en desear sin límites, que se sabe libre porque puede elegir, está sin embargo condenado a la facticidad. La facticidad es lo que es, te pongas como te pongas; es todo aquello que no hemos elegido pero que forma parte de la condición de existir, y que por eso tendrá siempre más fuerza que nuestros deseos y acabará prevaleciendo. Siempre construimos nuestras obras contra la facticidad, y por ello siempre acaban perdiéndose.
La muerte —el tiempo— sería la facticidad definitiva, aunque no hace falta ponerse tan dramáticos: se la puede encontrar por todas partes. En la declaración de la renta, el recibo de la luz, las llamadas comerciales, el dolor de cabeza, las bombillas que se funden, y por supuesto las mil cosas que nos reclaman a lo largo del día y que nos parecen un peso con el que el mundo se apoya en nuestras espaldas. Sartre sugería una imagen mejor, decía que la facticidad es viscosa. En efecto: se te adhiere por todas partes, te empantana el avance, no hay manera de quitársela de encima. Frente a los afanes de vuelo de nuestra fantasía, ahí está la facticidad para pegarnos bien a la tierra.
Pero quizá no esté tan mal permanecer pegado a la tierra; quizá no esté tan mal no poder alzarse a demasiada altura: como los globos de hidrógeno, podríamos subir y subir hasta perdernos en la estratosfera, y allí hace mucho frío y no se puede respirar.
Somos criaturas de la facticidad, es decir, del límite. Tenemos que reconciliarnos con ese vivir entre fronteras. Ultreia et suseia, más lejos y más arriba, entonaban los peregrinos a Santiago: esa es nuestra vocación; que sea difícil, y en un cierto punto imposible, que haya que mantener los pies en el suelo, es la facticidad. Nuestra condición es movernos sintiendo la tensión de ambos extremos. Hay que contar con la facticidad, y recordarlo la próxima vez que suene el timbre o sea la hora de irse a dormir. Las cosas tienen que costarnos un trabajo, y la facticidad es la resistencia que debe vencer ese trabajo.
       Pero, sorprendentemente, es también lo que nos posibilita actuar. Siempre que pienso en los límites me acuerdo de la paloma de Kant, esa que soñaba con un mundo donde el aire no opusiera resistencia a su vuelo. La paloma olvidaba que sin aire no podría volar. Quizá si lo tuviera en cuenta soportaría tranquila la resistencia del aire, y podría disfrutar más de su vuelo.

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