Uno opta por una vida
solitaria para entregarse a la reflexión o a la creatividad. Uno espera
impaciente esos ratos en los que al fin puede dedicarse a sus fantasías. Y
entonces suena el timbre, llaman por teléfono, se estropea la lavadora, caduca
el carnet de identidad o hay demasiados platos acumulados en el fregadero.
La vida conspira contra
nuestros sueños. Nos permite concebirlos y acariciarlos, nos permite luchar por
ellos, dejarlo todo preparado, y siempre tiene alguna manera de inmiscuirse
para entorpecerlos. Procuramos simplificar, escabullirnos todo lo posible, pero
siempre encuentra alguna grieta por donde colarse, para venir a buscarnos con
su escandalera. Arrancar un rato de serenidad es una tarea terriblemente estresante.
La vida tiene un gran sentido del humor, y le encantan las travesuras.
Ahora mismo he tenido
que levantarme porque mi gata maullaba para recriminarme que le hago poco caso.
Sartre acuñó un
término, feo y eficaz como él, en el que siempre pienso cuando mis proyectos se
minan de obstáculos. Él hablaba de que el ser, que ingenuamente se empeña en
desear sin límites, que se sabe libre porque puede elegir, está sin embargo
condenado a la facticidad. La facticidad es lo que es, te pongas como te pongas;
es todo aquello que no hemos elegido pero que forma parte de la condición de
existir, y que por eso tendrá siempre más fuerza que nuestros deseos y acabará
prevaleciendo. Siempre construimos nuestras obras contra la facticidad, y por
ello siempre acaban perdiéndose.
La muerte —el tiempo—
sería la facticidad definitiva, aunque no hace falta ponerse tan dramáticos: se
la puede encontrar por todas partes. En la declaración de la renta, el recibo
de la luz, las llamadas comerciales, el dolor de cabeza, las bombillas que se
funden, y por supuesto las mil cosas que nos reclaman a lo largo del día y que
nos parecen un peso con el que el mundo se apoya en nuestras espaldas. Sartre
sugería una imagen mejor, decía que la facticidad es viscosa. En efecto: se te
adhiere por todas partes, te empantana el avance, no hay manera de quitársela
de encima. Frente a los afanes de vuelo de nuestra fantasía, ahí está la
facticidad para pegarnos bien a la tierra.
Pero quizá no esté
tan mal permanecer pegado a la tierra; quizá no esté tan mal no poder alzarse a
demasiada altura: como los globos de hidrógeno, podríamos subir y subir hasta
perdernos en la estratosfera, y allí hace mucho frío y no se puede respirar.
Somos criaturas de la
facticidad, es decir, del límite. Tenemos que reconciliarnos con ese vivir
entre fronteras. Ultreia et suseia,
más lejos y más arriba, entonaban los peregrinos a Santiago: esa es nuestra
vocación; que sea difícil, y en un cierto punto imposible, que haya que
mantener los pies en el suelo, es la facticidad. Nuestra condición es movernos
sintiendo la tensión de ambos extremos. Hay que contar con la facticidad, y
recordarlo la próxima vez que suene el timbre o sea la hora de irse a dormir.
Las cosas tienen que costarnos un trabajo, y la facticidad es la resistencia
que debe vencer ese trabajo.
Pero, sorprendentemente, es también lo que nos
posibilita actuar. Siempre que pienso en los límites me acuerdo de la paloma de
Kant, esa que soñaba con un mundo donde el aire no opusiera resistencia a su
vuelo. La paloma olvidaba que sin aire no podría volar. Quizá si lo tuviera en
cuenta soportaría tranquila la resistencia del aire, y podría disfrutar más de
su vuelo.
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