A menudo he pensado
con nostalgia en una vida más sencilla, más a ras de tierra, menos dispersa en
el parloteo de la mente... Una vida con más hechos y menos ideas, con más
experiencias y menos reflexiones. Sin duda, sería una vida mejor, y tienen
suerte aquellos a los que les sale así de modo natural, sin el esfuerzo que nos
cuesta a otros.
Montaigne me daría la
razón, a pesar de haberse encerrado en su torre durante años para pensar y
escribir, alquimista paciente en busca de la piedra filosofal del buen vivir y
el buen morir. Sin embargo, fueron sus últimos años. Antes de eso, aunque
también leyó y escribió, lo hizo solo como añadidura de una gran presencia en
el mundo. Epicúreo de vocación, educado en el respeto de sí mismo, disfrutó de
los placeres, se comprometió en la política, administró sus campos y sus
bodegas, viajó y contempló. Conoció la amistad eterna, abruptamente
interrumpida por la enfermedad y la muerte de Étienne de la Boétie, su amigo
del alma; se casó y tuvo una hija. No fue exactamente un aventurero, pero sí un
hombre inquietamente entreverado en su tiempo. Cuando le pareció que lo vivido
era casi suficiente, acondicionó una sala en la torre del castillo, la llenó de
libros y se metió en ella para recordar y meditar. Aún salió para hacer algunos
viajes, en los que mantuvo su mirada incisiva y alerta. Lo que quería trasladar
a sus libros era la esencia de la vida misma.
Sufría de cólicos
nefríticos, y es probable que, bajo su aire campechano y algo arrogante,
alentara un fondo de tristeza. Sin embargo, ¿cómo encarar lúcidamente la
existencia, con sus dolores y sus contradicciones, sin algo de melancólica
compasión por la precariedad del animal humano?
Montaigne, que tanto
amaba los libros, amaba más la vida; o mejor: amaba los libros porque amaba la
vida. ¿Para qué sirven los libros? Para mucho y poco: acompañarnos, servirnos
de espejo, ponerle melodía a nuestros silencios, tal vez refugiarnos de la
propia existencia... Pero, si tuviéramos que elegir (o si pudiéramos hacerlo),
siempre preferiríamos un instante de vida al mejor libro, un beso enamorado a
todas las bibliotecas. ¿Y la sabiduría? En los libros solo hallamos su sombra,
su perfume. Las ideas no transforman la vida; las palabras tienen poco poder
sobre las marcas que nos ha dejado la experiencia, sobre la obstinación de
nuestros hábitos. ¿Cómo comunicar los temblores del miedo, cómo estructurar el
aprendizaje de la serenidad, cómo plasmar en palabras, por hermosas que sean,
la sensación volcánica de ser desbordado por el amor? Los libros son colecciones
de fotos bellas pero amarillentas, abstracciones de la luz y el dolor de los
días, huellas de la presencia. Alberti lo lamentó, desgarrado: “¡Qué dolor de
papeles que ha de barrer el viento, qué tristeza de tinta que ha de borrar el
agua!”
Y, no obstante, ¿qué
haríamos sin el dulce ronroneo de la palabra escrita? ¿Podemos apropiarnos de
algo si no lo trasponemos al lenguaje? ¿Tenemos otro medio, por rudimentario
que resulte, para compartirlo? Me viene a mientes aquel breve cuento que
rescata Anthony de Mello y que da título a una de sus obras: “El canto del
pájaro”. Si lo importante es incognoscible, si cualquier respuesta es una
distorsión de la verdad, ¿para qué hablar?, preguntan los discípulos al
maestro. Contesta éste, lacónico: “¿Y por qué canta el pájaro?”
Así pues, los libros
no son la verdad, pero son nuestras canciones sobre la verdad. No pueden sustituir
a la vida, pero sus esbozos de vida nos hacen compañía y nos consuelan cuando
la vida nos abruma. Felices los que no los necesitan, los que están tan pegados
a la tierra que sus días son de tierra, de trabajo, de plantas que crecen y se
cosechan, y sus noches son una música que entona el discreto sucederse de las
estaciones. Machado los admira: “Son buenas gentes que viven, laboran, pasan y
sueñan; y en un día como tantos descansan bajo la tierra”.
Yo también los
admiro, y les envidio un poco. Porque yo no soy bueno, ni sencillo, ni
terrestre. Estoy dañado por viejas querellas, traspasado por heridas tempranas
que jamás cerraron. Fui bruscamente exiliado de la sencillez, y ya no puedo
regresar a ella, porque me arrastra un espíritu inquieto y tempestuoso. Hermann
Hesse lo llamó “la marca de Caín”. Hay algo en mí de malvado y de vagabundo.
Tengo algo de alma en pena, de espíritu errante, de expulsado y proscrito. El
romanticismo les atribuyó a esas inquietudes una grandeza que no merecen,
porque, aunque tengan su punto de hermosura, si pudiéramos no los elegiríamos.
Yo, como cualquiera,
cambiaría todos los libros y los escritos por un sereno paseo por el bosque o
por el dulce regazo de una mujer. No dramatizaré: he conocido la alegría y el
entusiasmo, se me ha amado y he amado, sobrenadé mal que bien y sentí que hacía
pie cuando mi hijo vino al mundo; a diferencia de Montaigne, no puedo hacerle
reproches a mi salud; sin duda me ha ido mejor que a otros. Pero hay jornadas
de niebla y frío, y una indefinida nostalgia me impide residir mucho tiempo en
la misma casa. No se me da bien hablar. Por eso leo y escribo: es mi manera de
peregrinar. Como canta el pájaro.
Al leerte me da la impresión que eres un escritor y quizá no seas consciente de ello y ni siquiera puedas evitarlo, como Paco de Lucía no podía evitar ser un maestro de la guitarra o Picasso de la pintura. Me he sentido identificado en lo que dices, no poder "volver a la sencillez", aunque es posible que no sea necesario escoger y así de ese modo acercarte a ella. Reconozco que en ocasiones me siento diferente, extraño, al no parar de pensar que si no aprendo algo es tiempo perdido porque estoy dejando de crecer. Sin embargo, soy consciente de mi error y no ceso de intentarlo, e incluso a veces lo consigo, aún sabiendo de antemano que será pasajero. A mí me ayudan en ese propósito los niños y los animales. Con ellos, soy capaz de ocupar mi espacio y mi momento sin preguntarme absolutamente nada. Limitarme a sentir. Y es que, a veces, aunque sea solo por unos momentos, no hacer nada, resulta ser hacer algo también, y eso, entonces, lo convierte en una decisión.
ResponderEliminarGracias por tu comentario, compañero. Por su transparencia y su cordialidad, y sobre todo porque tus palabras siempre tienen el don de sugerir mundos que van más allá de ellas. "No hacer nada resulta ser hacer algo también": esa es la sabiduría a la que me refiero, y que probablemente no alcanzaré nunca; me falta sencillez. De todos modos, lo llevo bien: no hay camino de regreso a la inocencia de los animales y los niños, pero, como tú dices, tenemos la suerte de contar con ellos para que nos la hagan volver a sentir.
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