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Las miradas del deseo

Deseo y belleza van de la mano y cuesta saber cuál es primero. ¿Deseo algo porque es bello, o lo hago bello al desearlo? ¿Me encuentro lo bello —lo apetecible, lo placentero, lo deslumbrante— y mi impulso entonces es apropiármelo, o bien el impulso me arrastra hacia lo deseable y lo convierte en deseado, dotándolo de belleza?


Solemos coincidir en lo que nos parece bello. Los criterios de belleza son casi siempre compartidos, pero difícilmente podemos, por esa razón, considerarlo objetivos. No hay mujeres bellas hasta que una mirada las hace bellas. La mirada del deseo.

Encandilarse con una mujer bella es un asunto delicado. Hay admiraciones tan desaforadas que equivalen a una agresión. Hay miradas que desnudan, que casi acarician y se cuelan por donde no deben. La agresión, si hay que considerarla así, no está en la mirada propiamente dicha, sino en el deseo —su avidez, su apremio— del cual la mirada es solo portavoz y signo. Al que mira de ese modo, rezumando deseo, a menudo se le califica popularmente de “baboso”, y con razón: hay un goteo deseante, una turbulencia de fluidos que quieren saltar e impregnar. Pero ese calificativo se reserva para cuando no hay un deseo parecido que corresponda desde el otro lado. Si los deseos se buscan, cruzarse el uno con el otro es un deleite. En cambio, un deseo no correspondido nos ofende porque quiere apropiarse de lo que no le estamos ofreciendo. El deseoso se queda solo con el eco patético de su fallido anhelo sin esperanza.
Lo más amargo de la decepción es que nos deja solos con nuestros impulsos contrariados. Para cada cual, su deseo es un tesoro, un brote de vida y potencia; cerrarle el paso parece un doloroso desperdicio de fuerza, de belleza. Tanta predisposición manando de la fuente del ser, para sumirse en las grietas del rechazo. “Trabajos de amor perdidos”, dice Shakespeare. Las fuerzas se han despertado en vano, y les damos vueltas entre nuestro dedos como a una flor que no logró alcanzar el otro lado, absurda y derrotada. Nos sentimos estúpidos, desconcertados, agraviados incluso: tanta aspiración estampada en el muro, hecha añicos dispersos entre la hierba. Un rechazo es siempre un desconcierto. Krahe lo canta con un trágico humor: “Y yo allí con mi flor como un gilipollas”.

Volvamos a la bella arisca. No solo ha cambiado de acera y ha acelerado el paso, incluso ha elevado el mentón y nos ha dedicado una mirada de menosprecio. Juzguemos ese gesto. ¿De verdad tiene razón para sentirse tan ofendida? ¿Acaso no es legítimo que pague el precio de su belleza, los atributos que la hacen deseable, en admiraciones contantes y sonantes, le complazcan o no? Si nuestra mirada tenía algo de obsceno, ¿no es en respuesta a lo excesivo de su belleza? La belleza debería ser comprensiva con los estragos que provoca: como el agua, está hecha para la sed.
Todo eso es cierto, pero una mirada es un acto, y es comprensible censurarla, considerarla excesiva y reprobable. La mirada es un disparo de intención, pero que es fácil esquivar y empantanar en el vacío de respuesta. El que se nos escape no es excusa, ha provocado una molestia, ha roto el velo de la indiferencia con un exceso inoportuno, puede haber resultado tan ofensiva como un gesto de burla. No se puede reprochar el deseo, pero sí su expresión. El que miraba podía no haber mirado, haberse guardado el deseo en silencio, como tantas veces guardamos los desprecios o las antipatías. Cabría esperar de él la virtud de la discreción, que es una virtud cívica, como la cortesía.
Intentemos no abrumar con nuestras miradas, porque así es mejor. Pero si escapan y reciben una reprimenda, seamos compasivos con nosotros mismos y no nos las reprochemos. Está bien pensar en el otro, pero qué le vamos a hacer, somos seres deseantes y el deseo tiene la habilidad de escurrirse hacia el mundo. Las flechas que dispara una mirada son puramente simbólicas, y tienen más de insinuación que de mensaje, y tanto de sondeo —¿permitirías que me acercara?— como de declaración —me gustaría acercarme—. Si el deseo no se arriesgase a expresarse de algún modo —arriesgarse a ser rechazado—, ¿cómo se encontrarían los amantes? Está bien que los demás sepan que nos gustan, y eso —insistamos— solo se recibirá con reprobación cuando no sea correspondido. El único reproche que puede hacérsele al mirón es su falta de tacto, no haberse dado cuenta de que estaba fuera de lugar, que su deseo no era oportuno; como el que insiste en pedir un baile cuando le han dicho que no. Pero el deseo conquistador también tiene derecho a ser inoportuno, puesto que busca ganarse la oportunidad. A menudo la diferencia entre un no y un sí es cuantitativa: la cantidad de veces que se pide.
Lo relativo del valor ético de estas economías del deseo queda probado por la variedad con que las condicionan las normas y los usos culturales. Una mujer musulmana se cubrirá por completo precisamente para evitar tajantemente los desafíos de las miradas: aquí no hay oportunidad de apertura, el camino está cerrado a cal y canto. Una comunidad sin férreos límites sexuales será permisiva con los juegos de insinuación y seducción. En las ciudades occidentales, una minifalda no es necesariamente una señal de disposición sexual, y de ahí que la mirada de deseo que suscita pueda ser considerada molesta.

Y ahora regresemos por un momento al despechado, al que ha visto su deseo decepcionado. Puede que no le dé al asunto la menor importancia, las miradas son un juego y a algunas de ellas les toca perderse en el limbo del menosprecio. Pero también es posible que el rechazo le haya resultado doloroso, humillante, disminuyente. ¿Qué hacer con el deseo contrariado, con su ramo de rosas marchitas de sentido, ya que no han servido para reclamar atención, para ser al menos reconocido como alguien digno de expresar el deseo? ¿Qué hará con su mirada, que había brotado tan llena de calidez y vida, condenada ahora a deambular por un mundo que no responde?
Las respuestas naturales a la frustración son la tristeza o la cólera, depende de si uno atribuye el fracaso a su propia carencia —no soy lo bastante guapo— o al capricho del otro —es una creída—. Ambas, acertadas o no, son comprensibles, pero sufrientes. Hay que escuchar su mensaje en lo que tenga de cierto, y sobre todo de útil, es decir: en lo que esté enseñándonos sobre nosotros mismos. Pero a continuación dejarlo ir cuando antes, como un papel que se lleva el viento.
Porque el gran peligro del deseo, como nos advierten los budistas y también nos avisaron Epicuro y los estoicos, es el apego: quedarnos enredados en él como en una trampa sin salida, dando vueltas y vueltas como un animal enjaulado. Lo peor del deseo es que insiste y persiste, ese requerimiento que lo ocupa todo, como el llanto de un bebé. Casi siempre, cuando deseamos ya no podemos hacer otra cosa. Es una parte de nosotros que no nos deja ser nosotros, nos expulsa súbitamente de nosotros convirtiéndonos en extraños, nos lanza hacia fuera y no nos permite regresar. Un deseoso es un exiliado, condenado a vagar por lo que le falta, que es infinito, sin poder regresar a lo que tiene, que es real. Un deseoso no es, porque se ve abocado a lo que no es. Esa ausencia en que nos sume el deseo es lo que lo convierte en un sufrimiento. Desaparecemos en pos de un objeto, nos desangramos al verternos en el exterior.

En esas simas del deseo, la vida muestra esa viscosa facticidad de la que hablaba Sartre: el deseo, que nunca se agota, siempre acaba chocando contra una realidad que no responde, que al no permitirnos lanzarlo fuera nos lo deja pegado como los grumos de un barrizal en las plantas de los pies. Hay que aprender a desprenderse de esa viscosidad. Epicuro nos proponía una inteligencia del deseo, un desear plácido y realista, que no renuncia pero está siempre dispuesto a renunciar. El placer es bueno si puede satisfacerse sin traicionarnos, pero es malo si nos roba la libertad y la paz, si no nos deja otra plenitud que su satisfacción. Para ser feliz, de lo que se trata es de administrar bien los deseos, ser su dueño, en lugar de que nos posean.
Para Epicuro, no hay vida sin deseos; y tampoco hay vida sin control de los deseos. Qué bello, qué simple... y qué difícil. Buda, que llamaba al deseo “Señor de la confusión”, no tenía tanta confianza en nuestra capacidad para controlarlo, y por eso recomendaba anularlo por completo: el desapego absoluto. Parece una solución desmesurada, y hasta un poco inhumana. ¿O tendría razón?

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