Ir al contenido principal

¿De dónde sale la poesía?

Captar un detalle de belleza nos estremece. Después de un recorrido largo y esforzado, remontando cuestas y riscos, el bosque se abre y la mirada se sobrecoge ante un prado esplendoroso, al mismo pie de esa escarpada muralla que es la sierra del Cadí.

 
Esa amplitud repentina, el verde deslumbrante adosado a la roca inmensa y blanca, el manto de impecable pureza que perdura a la sombra de los peñascos, nos conmueve de tal modo que dan ganas de llorar.

¿Por qué tanta emoción? Son solo los restos de una cuenca glaciar, una repisa en la ladera donde el hielo aplastó la tierra y arañó la roca, y donde luego, en épocas más cálidas, el agua se secó y las semillas lanzaron su avidez colonizadora. Fuerzas atroces se ensañaron aquí con la montaña y esculpieron minerales que en otro tiempo hirvieron en el feroz interior de la tierra. Para las vacas es solo un lugar donde encontrar hierba abundante. Las ardillas, en cambio, lo deben ignorar, porque para ellas no hay nada. Sin embargo, cuando llegamos los habitantes de las ciudades, los hijos del hormigón y del ruido, sentimos esa admiración sobrecogida y mágica de la belleza. Seguramente un pastor se reiría de nosotros ante tanto embeleso por un simple vivero de comida para su ganado.

¿Para qué queremos la poesía, de dónde sale? La poesía no tiene la menor utilidad. Un psicólogo evolucionista, en rigor, no podría justificar su desarrollo: no parece cumplir ninguna función, ni hacer más probable la supervivencia; no nos ayuda a subsistir. ¿Por qué se tomaría la evolución la molestia de crear un ser sensible a la belleza? Dan ganas de acudir a los viejos adalides del espíritu, de darle la razón al idealismo platónico y a todas las magias.
Pero no tiene por qué haber taumaturgia. Tal vez lo que llamamos belleza sea el punto de encuentro entre la inteligencia y el placer. A los hombres, las mujeres nos parecen bellas para que, atraídos por ellas, cumplamos con el codicioso prolongarse de los genes. Experimentamos esa atracción (que es funcional) como una epifanía (que es poética), quizá porque entendemos que en ella no alienta únicamente un impulso animal, sino matiz y delicadeza, una sensación de plenitud, una intuición de perfección; en definitiva: un intenso gozo. Toda esa complejidad de pensamientos y sensaciones cristaliza en la emoción.
¿Será así, estremeciendo al ser, excitando la inteligencia, iluminando determinados enclaves de la Tierra, como los instintos se vestirán de emociones, como los genes ejercerán su implacable impulso hacia nuevos genes? ¿Será en este punto donde la mecánica animal-mundo se transforma en la sutileza conciencia-mundo? Lo bello forma parte de lo extraño, puesto que lo es el placer, y lo es el deseo, y también el dolor.
La poesía, entonces, sería una turbulencia del ánimo ante el impacto del placer (¡o del dolor!), enmarañada de pensamientos e impulsos. La poesía es el arrobamiento de la percepción, de una percepción atrapada, fascinada. En la grandeza de unas montañas tiembla el mismo asombro (un temor reverente y delicioso, alerta y rendido) que ante una bella música o un éxtasis sexual. Todo está en nosotros, en nuestro ser pasmado, tan ahíto de disfrute que casi le duele, en nuestra conciencia de ese placer que quiere entregarse a él, apropiarse de él, hacerlo perdurar.
Los románticos lo llamaban “lo sublime”: una suspensión del ánimo, un sobrecogimiento ante un gozo tan excesivo que parece avasallarnos, someternos, arrollados por él. Lo sentimos como una fuerza que llega de fuera, pero somos nosotros los que lo instauramos: convertimos las rocas en grandeza, los sonidos en armonía, el celo en amor. Así es como construimos el mundo y nos lo apropiamos.

En realidad, lo que nos atrapa no es la belleza, sino nuestro agrado al instituirla. Platón quería la existencia de una Belleza, trascendente, perfecta, de la cual se alimentaría nuestra sensibilidad como se recogen las migajas de una tarta inabarcable. Los cristianos, tan platónicos, buscan en la belleza la huella de Dios. Pero no hace falta ir tan lejos: hay que descubrir la belleza en nuestra mirada, que es la mirada de la vida, de su despliegue, de su querer y su rechazar. Así es, más o menos, como lo entendía Spinoza, solo que para él todo era lo mismo: Dios, el hombre, la majestuosa montaña; todo ello fundido en una conmoción que hace brillar la energía, esa fuerza pujante que él llamaba alegría. Encontramos, en efecto, una alegría, a la vez sosegada y entusiasta,  al afirmar las cosas que nos complacen tal como son; es la que el protagonista de American Beauty proclama al concluir, a pesar de los muchos sinsabores: “¡Hay tanta belleza!”
Nietzsche también consideraba que es el espectador el que “regala al mundo la belleza”. No hay nada bello en sí mismo, “en el fondo el hombre se mira en el espejo de las cosas y considera bello todo lo que le devuelve su imagen.” El martillazo de Nietzsche va aquí dirigido al platonismo, a cualquier pretensión de una belleza objetiva; el filósofo (que fue también poeta) no quiere que olvidemos que la belleza es siempre “humana, demasiado humana”.[1]
 Y de quedarnos en lo humano se trataba. La poesía, entonces, es un modo de mirar el mundo que lo convierte en bello. Como canta Silvio Rodríguez, los versos son los culpables de que haya noches y estrellas. Vamos sembrando poesía a nuestro alrededor, y eso tal vez no nos haga más grandes, pero tampoco la hace a ella más pequeña. Y si la belleza es una mera sugestión que nos inspiran los genes, ¡viva los genes!




[1] Nietzsche, F: El ocaso de los ídolos, en http://datateca.unad.edu.co/contenidos/401217/nietzsche-el-ocaso-de-los-idolos.pdf. Página 42.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Pecados

La tradición católica se afanó, al menos en mi generación, abonando en nuestras mentes infantiles el espectro del pecado. Cuando uno era, como lo era yo, más bien escrupuloso con el ascendente de la autoridad, y se tomaba a pecho el cumplimiento de las normas para ganar el estatus de «bueno» (o, al menos, no ser tachado con el de «malo»), el riesgo de incurrir en el pecado se convertía en fuente de un sufrimiento obsesivo. En definitiva, y puesto que el pecado abarcaba casi todo lo que podía evocar algún placer, la culpabilidad era un destino casi seguro, y, unido a ella, el merecimiento de castigo. Yo estaba convencido de ambas cosas, y tenía asumido que ni mi sumisión ni las penitencias a las que a veces me sometía servirían para librarme de la terrorífica condena. Y, sin embargo, debo reconocer, ahora que puedo hacerlo sin sentirme amenazado, que nunca entendí cabalmente la casuística del pecado. ¿Por qué es malo lo que no se puede evitar, lo que tira de nosotros desde dentro con t...

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...