Las cosas parecen simples solo cuando se miran desde fuera, con la suficiente distancia para que nos pasen desapercibidos sus detalles. Por eso, las causas suelen ser más complejas que su manifestación. Cuando juzgamos a alguien extravagante nos estamos limitando a clasificarlo en una categoría, sin contar con que los conceptos forman parte de nuestro modo de simplificar la complejidad dinámica del universo; tras esa etiqueta encubrimos la minuciosidad de una historia, con sus múltiples sucesos, sus placeres y sus sufrimientos, sus luchas y sus derrotas, sus motivos para lo que nos parece desatino.
Si queremos hacer algo más que juzgar, si queremos comprender y apoyar, no tendremos más remedio que hilar más fino, y acercarnos a la persona como algo vivo, dinámico e inabarcable, es decir, aproximarnos con una prudencia y una apertura infinitas. Ya que no podemos evitar las ideas preconcebidas, manejémoslas al menos con la misma precaución que tendríamos con una sustancia inflamable, como artefactos peligrosos cuya utilidad está por demostrar. Estemos siempre dispuestos no solo a revisar la opinión, sino a contemplar al mismo tiempo más de una; y si encontramos indicios contradictorios, no se los achaquemos al otro, sino a la limitación de nuestra perspectiva.
Porque la comprensión no deja nunca de ser un punto de vista, un marco que creamos para aislar una parte de la realidad. Pero eso es como ponerle cercas al mar: la realidad es un continuo, interactivo y móvil, donde todo está unido y enredado a lo demás. De ahí que nuestros conceptos siempre se queden cortos, siempre se dejen una parte del paisaje fuera de foco, y se limiten a captar (con suerte) una instantánea fría, estática, de lo que es un magma caliente y trepidante. Los conceptos son útiles porque no podemos manejar tal inmensidad movediza, y de algún modo tenemos que acotarla. Bien está: hay que atenerse a esa limitación para poder avanzar, pero contando siempre con ella, y por consiguiente poniendo en duda permanente cada una de nuestras convicciones, y esforzándonos por añadirles siempre algún nuevo matiz, algún detalle tan esencial como escurridizo.
Así es como se construye el conocimiento: como un proceso, como un artilugio siempre relativo, siempre imperfecto y por tanto perfectible. Lo humano no se ciñe a leyes exactas y definitivas, y tal vez sea eso lo que nos quiso decir Nietzsche: que la verdad, como la vida, es solo un proceso, y que sobre ninguno de sus principios podrá ser nunca dicha la última palabra. No hay verdades, decía, solo interpretaciones, no porque no exista realmente una verdad —cosa que jamás podremos saber a ciencia cierta—, sino porque para nosotros la verdad únicamente es, y será siempre, una aproximación, una construcción subjetiva, una creencia.
Por eso, de lo que se trata no es de renunciar a la verdad, sumiéndonos en un relativismo radical que niegue la validez de todo. Eso sería reducirnos al callejón sin salida del nihilismo, o peor, a la imposibilidad de saber al menos algo. Y algo sí podemos saber: hay aproximaciones más atinadas que otras, más fidedignas y ajustadas a lo que podemos percibir. Que nuestro escepticismo se mantenga riguroso, pero creativo; que sea como aquel de los antiguos sabios, a los que las limitaciones no les impedían caminar. Los antiguos escépticos estaban dispuestos a avanzar sin miedo, pero con la cautela de la epoché, la suspensión prudente de la certidumbre. No hace falta estar seguro para conocer, basta con permanecer atento y dispuesto a volver a empezar una y otra vez.
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