Las emociones incluyen su gramática, su código convencional que modela el impulso innato domesticándolo dentro de la esfera social. Lo emocional incorpora así un lenguaje que se construye con las derivas del uso, y que es aprendido a fuerza de intercambio. Esta impronta social conlleva su secuencia, su ensayo y error, su premio y su castigo. Pero ante todo está hecha de significados compartidos.
Dicho de otra manera: también las emociones se aprenden. No son un fenómeno estrictamente individual, sino modalidades de encuentro con los demás, estilos de vínculo. Como tales, se construyen en el espacio de lo común, que es el territorio de la creación y la cultura. Esta dimensión de aprendizaje da cuenta de las dificultades y complejidades que suele plantearnos el manejo de los sentimientos. Sentir, más allá del impulso, comprende una destreza que se incorpora y se desarrolla, que conviene afinar y requiere ensayar.
Pongamos por caso el apego, meollo de la arquitectura emocional y por consiguiente eje de las interacciones. El apego, como sentimiento socialmente aprendido, es un puntal para todas las dimensiones de lo humano (también, según parece, para otros animales gregarios, como primates, delfines o elefantes). Debido a ese carácter central, cuando el aprendizaje del apego sufre algún desajuste crítico, es probable que se vean afectados otros muchos aspectos de la vida de la persona: su seguridad, su autoestima, su capacidad para confiar, su tendencia a la empatía… y, por supuesto, su actitud ante el amor. El apego forma parte del código básico de todas las otras emociones, y no se puede dudar de que se construye socialmente.
Por eso no parece convincente ese neoconductismo radical, ahora de moda, que descarta cualquier explicación de la conducta que no se reduzca a las estrictas leyes de la asociación. Pretende reafirmar la vieja divisa mecanicista de que todo lo que hacemos y sentimos se desarrolla pasivamente por hechos simultáneos (condicionamiento clásico) o que se suceden en el tiempo (condicionamiento operante). La interacción humana nos modelaría por mero acontecer, los comportamientos irían consolidando su probabilidad de un modo automático, en función de refuerzos o castigos. Este enfoque, por certero que se demuestre en lo funcional, resulta insuficiente para explicar la complejidad del universo humano. Descarta la decisiva dimensión simbólica, el marco social en el que acontecen cada una de nuestras vivencias.
El gregarismo humano es tan semántico como sintáctico. Las interacciones no son meros intercambios mecánicos: están cargadas de significados, influidas por tradiciones y contextualizadas en una determinada cultura. Los mecanismos del aprendizaje automático tienen lugar dentro de un escenario social. Limitar a ellos nuestra psicología sería como reducir la belleza de una sinfonía a un sucederse de notas: lo que la convierte en sinfonía es, precisamente, su carácter simbólico, su totalidad como conjunto, su inserción en una gramática definida de modo cultural. La descripción física de los árboles nos estaría impidiendo ver el bosque.
Desde un punto de vista empírico, contar con la dimensión simbólica y con el contexto social introduce una complejidad incómoda. Pero ya hace tiempo que las ciencias humanas comprendieron que no se pueden reducir a meros algoritmos, que la aproximación a lo humano tendrá que contar siempre, como toda gramática, con zonas de incertidumbre y reductos de sombra. Que toda ciencia de lo humano, a la postre, siempre tendrá algo de arte.
Comentarios
Publicar un comentario