No sé si hay cuestión más dramática y paradójica, más dolorosamente humana, que la del sentido. Esperamos que nuestra existencia esté justificada, aunque desconozcamos el tribunal; que merezca la pena de algún modo, aunque nadie tenga una idea clara de qué modo pueda ser ese. Tal vez en la impresión de haber servido de algo, como nuestras herramientas y nuestros trabajos, que se explican respondiendo a la pregunta: ¿para qué? O insinuando, al menos, de dónde procede, quién o qué la fundó, y —una vez más— con qué propósito. A pocas vueltas que se le dé, la pregunta por el sentido pierde todo el sentido. Y, aun así, nos sigue estremeciendo como un escalofrío ante los cielos estrellados y en las horas oscuras.
La vida no necesita sentido. Se basta a sí misma, suceder es toda la cuenta que espera y que da. El ser es, y se agota siendo. Arrojado en medio del vacío, cumple con el impulso de perpetuarse y perece sin profundidad. ¿Por qué habría de mirar más allá?
Nuestro problema reside en que lo sabemos. Sabemos que existimos y que existir, como dejar de hacerlo, no tiene remedio. Hemos sido expulsados del paraíso de la inconsciencia. Comprender impone la obligación de tomar partido, y lo hemos tomado: a favor de nosotros. De ahí que necesitemos el sentido, en la medida en que nos alejamos de la vida. La semántica de la palabra lo explica. Estamos acostumbrados a que los actos se dirijan a una meta, a que los héroes abandonen el hogar en busca de un tesoro o haciéndose cargo de una misión. «¿A qué habré venido yo aquí?», nos preguntamos mirando atónitos alrededor, como viajeros desconcertados.
Nos hace falta un sentido porque no residimos en ningún lugar, nos mantenemos continuamente «yendo hacia» otra cosa. Nos interrogamos sobre el sentido porque tenemos noción de tiempo, porque, como decía Sartre, no «somos», sino que nos deslizamos en el ser como por una pendiente, desde el pasado y hacia el futuro. El sentido perfila su silueta entre las sombras difusas del futuro, pero solo como elucubración, como expectativa que nunca se realiza, porque cada objetivo es una estación de paso hacia el siguiente. Ser, en definitiva, es mantenerse en movimiento, y si nos detuviéramos nos disolveríamos, como se disuelve el sentido en cuanto deja de haber una mente que intente descifrarlo.
Concebimos ese puro transitar del tiempo en forma de historia, y es en la historia donde se perfila el significado. Construimos el sentido para contárnoslo a nosotros mismos: somos seres narrativos. ¿Qué es el razonamiento, sino un hilo argumental? Los relatos nos encantan porque imponen un orden en el devenir, lo acotan y lo impregnan de sentido.
Pero solo en apariencia, porque tampoco los relatos empiezan realmente en su comienzo ni concluyen definitivamente en su final. Siempre vienen de más allá, fluyendo por mil arroyos secretos, y siempre nos abandonan a la orilla de nuevas singladuras. La narración misma es un artificio que conduce a nuestra imaginación por una sola línea de acontecimientos, sin atender a la infinidad que se despliega, a cada paso, en todas direcciones. Sartre decía que nos hacemos a medida que vamos siendo. Pero lo que nos vemos ser es solo una parte de lo que vamos siendo en medio del conjunto inabarcable de lo que va siendo. Lo que nos vemos ser es la historia que urdimos entre lo que percibimos y lo que nos inventamos y lo que, en definitiva, perdemos. Espumas en la mar, decía Machado. Sin embargo, son nuestras espumas, son nuestros relatos. Es nuestro hermoso e intrascendente sentido.
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