Hobbes invocó el Leviatán ―el poder del Estado, violento si conviene, y en cualquier caso siempre impuesto por la fuerza― como único recurso para que los individuos reprimamos nuestra tendencia a destruirnos mutuamente en una guerra egoísta de todos contra todos. Con este argumento justifica que el Estado ejerza el monopolio sobre la violencia «legal», una delegación del poder personal que consiente cada individuo para hacer viable una convivencia segura.
Ni que decir tiene que esta visión impecablemente pragmática y universal del Estado como pacto o componenda jamás ha funcionado como pretendía el filósofo. Y es que el privilegiado Hobbes soslayaba la segregación de las sociedades en clases, o la veía tan natural que ni siquiera se la planteaba: ¿hasta qué punto debía parecerle sujeto social el populacho? El Estado, desde sus orígenes, ha tenido como función prioritaria imponer los intereses de los privilegiados y asegurar la sumisión de los desposeídos, mediante diversas modalidades de represión.
Sin embargo, la lucha de los desheredados y la conveniencia de una cierta estabilidad social fueron arrancando cesiones a los poderosos (que tampoco son todos iguales y también están compitiendo continuamente entre ellos). En la Ilustración se empezó a pensar en sustituir la división entre señores y siervos por la categoría general de ciudadanos, y así lo proclamarían más tarde las revoluciones burguesas, por la cuenta que les tenía. Dio comienzo entonces un esfuerzo por establecer un territorio universal basado en el derecho (al menos como intención ideal) y la democracia (al menos como procedimiento formal), que solo las luchas obreras y sociales forzarían a implantar. Así, el Estado burgués se configuró como el garante de la Ley, compromiso de poderes y supuesto amparo de minorías.
El corolario de esta orientación fue el llamado Estado del bienestar, donde el Gobierno ―democráticamente elegido― asumía un papel entre paternalista y burocrático, manteniendo unos servicios básicos al alcance de todos y un apoyo a los más desfavorecidos. En definitiva, promoviendo una cierta redistribución de la riqueza (sin pasarse, pero suficiente para asegurar un mínimo de calidad de vida y por tanto de paz social), fomentando un igualitarismo y una justicia social siempre incompletos pero en progreso. Al menos, esa era la esperanza para muchos.
Pero a las oligarquías no les salían las cuentas, y en cuanto los recursos y el crecimiento económico revelaron su naturaleza limitada pasó a la ofensiva. Una de sus estrategias fue tirar más fuerte de las riendas del Estado. Ya estaba bien de redistribución. Los monstruosos monopolios presionaron, chantajearon, reconquistaron y vaciaron de poder real a unos Gobiernos que al fin y al cabo les pertenecían. A los que les salieran díscolos no tenían más que boicotearlos hasta que volvieran al redil. En una década el Estado fue desarbolando el programa del bienestar y se centró en gestionar la carencia y la desigualdad progresivas. Y que cada palo aguante su vela.
No sorprende que el sociólogo Zygmunt Bauman y otros teóricos postulen que vivimos una época en la que el Estado es un coloso cada vez más hueco, una especie de gran maquinaria burocrática sin voluntad propia, un zombi en manos de los amos del mundo. «El Leviatán pasó a ser considerado insolvente». Ni garantiza unos servicios paulatinamente recortados y privatizados, ni una seguridad en la que se demuestra muy poco operativo. Por no tener, ni siquiera cuenta con autonomía económica, atado de pies y manos con deudas astronómicas que superan sus propios ingresos.
El poder político se ha ido vaciando de capacidad decisoria frente a la imposición, por parte de los poderes económicos, de unas reglas de juego favorables a sus intereses. El ciudadano se siente desprotegido ante un Estado cada vez más instrumentalizado por los grandes monopolios, percibido más como fuente de incertidumbre que de seguridad: «el Estado, a todos los efectos prácticos, ha cambiado su antiguo rol de defensor y guardián de la seguridad por el de uno más (puede que el más eficaz) de los muchos agentes que contribuyen a elevar la inseguridad, la incertidumbre y la (des)protección a la categoría de condiciones humanas permanentes», precisa Bauman.
De modo complementario, el Estado delega cada vez más sus funciones en organismos privados, y, en última instancia, en el propio individuo, que vuelve a afrontar solo ese homo homini lupus que servía a Hobbes como axioma de partida. «La vida en nuestra versión actualizada del mundo hobbesiano ―prosigue Bauman― es bastante análoga a caminar por un campo de minas cuyos mapas nunca se han trazado o se han perdido». La dimisión del Leviatán hace proliferar leviatanes que se imponen donde nadie los ha elegido, y que actúan según sus intereses, resquebrajando el derecho y reduciéndolo a poco más que una de-claración de buenas intenciones.
Se va instaurando la idea de que, más que derechos, lo que hay son buenas intenciones, y por tanto cada cual tiene que proveer sus aspiraciones por su cuenta: si quiere una sanidad o una educación de calidad, que se las pague (y el que no pueda, que espabile); si quiere trabajar, que haga una buena oferta de tiempo y esfuerzo (atractiva y generosa, pues hay que competir con muchos otros aspirantes), y que apechugue con lo que se le ofrezca. Nadie le obliga a aceptarlo, pero que tampoco espere que nadie le apoye en caso de que lo rechace.
Como trastienda de ese feroz mercado carne de cañón, el club de los ricos, cada vez más minoritario y selecto, vive en un mundo aparte con respecto al resto de los mortales, gradualmente más prescindibles ―las máquinas nos necesitan un poco menos cada día―, divididos ―«somos los competidores de todos los demás: si no se nos ha caído ya la máscara que disimulaba que lo somos, se nos caerá a la primera oportunidad», escribe Bauman― y empobrecidos.
La dimisión del Leviatán, en definitiva, implica la renuncia a la fuerza de la Ley y a los ideales de justicia y redistribución que parecieron perfilarse como una aspiración firme de la humanidad a lo largo de tres siglos de esfuerzos y luchas, desde que los ilustrados los concibieron hasta que las presiones populares conquistaron.
El siglo XXI es el de la globalización del imperio de los grandes monopolios y la atomización de la ciudadanía, que ha desistido, por su parte ―reconozcámoslo―, de la solidaridad y la reivindicación. Quizá pecamos de cómodos o incautos al delegar tanto en un Estado paternalista, y confiar en que los principios de la redistribución y el bienestar serían ya intocables. Lo que sin duda es culpa nuestra es transigir con los que nos esquilan como a ovejas.
Mientras tanto, y aunque cada vez confiemos menos, seguimos esperando el maná de que alguien «allá arriba» nos salve. Pero ahora que el Titanic del Estado hace aguas, sus oficiales desertan, abandonan a su suerte a los aturdidos pasajeros y gritan, resignados o cínicos: «¡Sálvese quien pueda!»

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