La vida hoy día se desintegra en un engrudo de complejidad. El mundo que nos ha tocado es intrincado de por sí, sobrecargado de estímulos y requerimientos, pero hemos interiorizado esa ansia de lo complejo y la hemos convertido en forma de vida mediante la hiperactividad.
Tenemos que hacer muchas cosas, no podemos detenernos, hay que aprovechar cada instante so pena de empobrecer el propio ser; porque en nuestro tiempo ser es ante todo hacer, cerciorarse de que no hay instante improductivo. Solo «vive» quien se entrega a una actividad frenética que llene todos los huecos (en una especie de horror vacui funcional) de una sustancia efímera y frágil, fácilmente desechable, para poder perseguir una nueva experiencia. Esto explica que la rebeldía, actualmente, se exprese como reivindicación de la inutilidad, como hace Nuccio Ordine en su obrita La utilidad de lo inútil.
La dispersión de nuestra era viene vinculada a otros fenómenos, que teóricos como Z. Bauman han descrito con detalle. Impera la lógica comercial, que se trasvasa a todos los aspectos de nuestra vida y los convierte en oportunidades de consumo, impregnándolos de las características de este: la profusión de las cosas, unida a su fugacidad. Se impone la comercialización compulsiva de todos los aspectos de la vida, incluido el tiempo, traduciendo la hiperactividad en una sucesión de actos de consumo.
En las sociedades cazadoras y agricultoras, los hechos que configuraban una biografía estaban predeterminados casi por completo, y venían regulados por los ritos cotidianos. Uno no tenía que afrontar ni demasiados desafíos ni más incertidumbre que la de los virajes en las relaciones (y aun estas estaban bastante establecidas de antemano) y la siempre frágil subsistencia. Por lo demás, había muy poco que decidir. Casarse y tener hijos, por ejemplo, era algo que sucedía por sí mismo, casi indefectiblemente, y a uno no se le planteaba más tarea que la de cumplirlo sin tacha.
Actualmente, en cambio, en nuestras sociedades urbanas sofisticadas, casi todo es optativo (dentro del catálogo de ofertas), por lo que escoger se ha convertido, en cierto modo, en la tarea más ardua, fuente de ansiedad y temor. Incluso una vez tomada la decisión y llevada a cabo, persiste la dura exigencia de valorar si uno ha elegido bien, si ha hecho la mejor compra, plantearse lo perdido y decidir si seguir con lo mismo o cambiarlo. Esto vale para todos los productos que se consumen en la heterogénea profusión contemporánea, sobrecargada de necesidades y modas: el coche y el móvil, pero no menos la pareja o el lugar de vacaciones.
El guion de nuestra abigarrada existencia se ha vuelto endiabladamente enmarañado, y cada paso conlleva, por consiguiente, un plus de responsabilidad, esfuerzo y tensión, en niveles que nuestros ancestros solo debieron conocer en situaciones excepcionales. Antes, el exitoso era el que cumplía estrictamente lo estipulado; ahora, el éxito tiene un componente de excepción. El hombre y la mujer contemporáneos tienen que afrontar una secuencia vertiginosa de actividades con sus dilemas respectivos. Todo cobra un carácter líquido, según el famoso término de Bauman, por lo que nada se percibe ya seguro, firme ni perdurable.
Este tipo de desempeño nos sume en el estrés y la insatisfacción, la provisionalidad y la inseguridad. El cuerpo y la mente, fatigados y saturados, se resienten de un ritmo y una exigencia para el que no fueron dotados por la evolución. Queda afectada la salud en todos los órdenes: un cuerpo abrumado que además se alimenta mal y padece la agresión de incontables sustancias contaminantes; una mente que no da abasto ante la sobreestimulación, la exigencia de flexibilidad y adaptabilidad permanentes, frente a un enorme número de decisiones que hay que tomar en un contexto donde siempre surge algo nuevo o imprevisto. El trabajo nunca fue más incierto ni cambiante, y hasta los especialistas han desistido de hacer demasiados pronósticos para el futuro, territorio difuso y amenazante que se ha convertido en ese «país extraño» del que habla el historiador Josep Fontana. La persona contemporánea tiene la impresión de tambalearse por la cuerda floja, por lo que siente la necesidad de todo tipo de terapias, con especialistas que les enseñen a gestionar y sobre todo tolerar la complejidad.
El capitalismo avanzado ha dado un paso más, y ha hecho a cada individuo responsable exclusivo de regular eficazmente ese afrontamiento. Cada pieza de la maquinaria social tiene el deber moral de garantizar su salud física y mental, restituyéndola en caso de que flaquee. Como recurso se le propone un numeroso acervo de libros y vídeos de autoayuda que le enseñen a sobreponerse solo y con el menor costo para el sistema.
En definitiva, la complejidad es nuestra marca de generación y nuestro problema. Nunca en la historia tuvimos tantos medios, y sin embargo seguimos viviendo peligrosamente, con un peligro nuevo, vago y global, que a la mayoría se le presenta con aspecto menos contundente que las viejas amenazas, pero no por ello menos agresivo desde lo sutil.
¿Quién aspira ya, seriamente y con convicción, a una versión de felicidad tal como la entendían los antiguos, como una serenidad del ánimo basada en la armonía entre el individuo y el mundo? ¿Tiene sentido soñar con el Jardín de Epicuro en un mundo en el que internet coloniza hasta el último rincón con su saturación de ruido? ¿Qué camino medio aristotélico podemos aspirar a fundar, si nos sacuden los permanentes excesos del capital desbocado? Desencantado de planes y utopías, el ser humano contemporáneo asume su condición de producto entre productos, y se entumece en la fiebre del consumo compulsivo: allí espera, al menos, desentenderse de esa inabarcable complejidad, esa profunda incertidumbre.

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