No se puede releer hoy a Nietzsche sin que nos invada un tierno asombro ante su optimismo conmovedor. Se nos antoja más poeta que filósofo. Nos desconcierta una vida y una obra dedicadas a «potenciar y magnificar al extremo» las posibilidades del ser humano (véase el prólogo de Genealogía de la moral). Como Marx y sus precedentes ilustrados, pertenecía a un tiempo en el que parecía que, al fin, después de tantos desmanes dolorosos, la lucidez y la ciencia permitirían empezar a construir un futuro cabal y fructífero para la humanidad. La tarea se perfilaba ardua pero posible: ajustar ideas, unirse codo con codo, reparar los estropicios y conquistar lo nuevo.
Pero nosotros hemos perdido esa inocencia. Hemos visto fracasar las mejores intenciones, comprobando a qué cotas podemos «escalar las cimas de la miseria», en palabras del otro Marx, el que prefería la benévola acidez de la risa. En nombre de la libertad y la justicia se han cometido los desmanes más horribles. Cada avance ha costado nuevos retrocesos.
Hoy que nos sentimos al borde del colapso como especie y vemos naufragar el ecosistema, hoy que nos hemos doblegado al triunfo del capital, las grandes esperanzas parecen una ingenuidad deshilachada; ya no aspiramos a llegar lejos: nos bastaría con sobrevivir. Hemos perdido esa fe y ese entusiasmo que exhalaba el entrañable apóstol del Superhombre. Estamos de vuelta de esas ilusiones. Zaratustra malvive mendigando a las puertas de un centro comercial, y su miseria apenas nos inspira compasión.
Cunde entre la mayoría, en efecto, un ánimo de supervivientes. Se nos han ido resquebrajando las utopías, el futuro ya no es un reino luminoso, sino un abismo de sombras y amenazas. El miedo —una desazón contenida, imprecisa, a la expectativa de un porvenir que presentimos como inexorablemente peor— se impone sobre cualquier aspiración ilusa. Huérfanos de futuro, deambulamos por el presente, haciendo acopio en él de todo lo que encontramos al alcance de la mano, procurando no pensar y resistiéndonos a soñar. Nos hemos vuelto superficiales —¡para lo que hay que ver!—, y sobre todo cínicos —¡para lo que va a servir!—. Hemos desertado de grandes proyectos colectivos, y nos conformamos con empleos precarios que permitan, al menos, la breve felicidad onanista que aún nos proporcionan las migajas del consumo.
¿Quién habla ya de cambiar el mundo, si se ha dado la señal de sálvese quien pueda? El espacio público, antigua encrucijada de vecinos, es un lugar ajeno poblado de extraños, un espacio de tránsito por el que pasamos sin quedarnos y sin mirarnos a la cara. Vivimos en una ciudad sitiada en la que cada cual se las apaña como puede. La solidaridad, aquella fuerza de los débiles, se nos antoja una trampa para cándidos; la ha sustituido el sucedáneo del voluntarismo, la versión posmoderna de la caridad, que no hace más que poner parches para que todo siga igual. Dramas humanos multitudinarios, como la pobreza o la emigración, nos llegan en forma de un alud de noticias que al momento quedan obsoletas, aguijoneadas por las siguientes. Donde antes había lucha, ahora hay donaciones a ONG, o clics en la pantalla para apoyar distantes iniciativas.
No sé si es el fin de la historia o el fin de una era. En todo caso, la sensación de epílogo lo impregna todo. El afán de Nietzsche, que él enarbolaba a pesar de la soledad y los dolores, no convence al escepticismo ni cura del abatimiento, pero sacude el alma y nos hace recordar que seguimos siendo capaces de entusiasmarnos e inventar. El futuro tiene mal aspecto, pero Zaratustra sigue convocándonos a recorrerlo.
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