«La esperanza es una alegría inconstante», postulaba Spinoza, que la asociaba al miedo y a la incertidumbre. El deseo es carencia, revelaba ya Platón, y Comte-Sponville concluye: «Mientras deseemos lo que nos falta, está descartado que seamos felices». No en vano, esperanza es esperar, o sea, no acabar de tener, y, como dice Pascal: «De esta manera no vivimos nunca, pero esperamos vivir; y, estando siempre esperando ser felices, es inevitable que no lo seamos nunca». Pero, ¿qué sucede cuando se cumple el deseo? Entonces sobreviene el hastío o la decepción, y hay que concebir nuevos deseos, de modo que «siempre estamos separados de la felicidad por la misma esperanza que la persigue».
Parece sabio, por tanto, empeñarse en superar la esperanza, y sustituirla por la comprensión: el que sabe no espera, sino que asienta firmemente sus pies en la realidad tal como se le presenta, gravita en ella y se ciñe a ella: a su dolor y a su gozo. No enfoca su telescopio hacia nebulosas lejanas y dudosas, a meras hipótesis o fantasmas, sino al sol claro e hiriente de las cosas próximas. No espera, porque esperar es posponer en el tiempo indefinidamente, y quizá en vano. Porque, en fin, como concluye Comte-Sponville, esperar es desear sin gozar, sin saber y sin poder.
La esperanza delega el sentido en lo imaginario, pospone el gozo, consagra el miedo, confirma la impotencia. Y lo hace abocándonos a una doble frustración: primero, porque desvaloriza lo que tenemos para enfatizar lo que nos falta; y luego, porque a menudo incumple sus promesas, dejándonos ateridos de frío, con el ramo de flores en la mano, frente a la puerta que no nos abrieron y no nos abrirán. No es extraño que Chamfort reproche con amargura: «La esperanza no es más que un charlatán que nos engaña sin cesar; y, en mi caso, la felicidad solo empezó cuando la había perdido».
Una aliada, pues, muy poco recomendable. El Mahabharata ya la repudia, haciéndonos llegar su consejo desde el vértigo del tiempo: «Solo es feliz el que ha perdido toda esperanza, pues la esperanza es la mayor tortura y la desesperación la mayor felicidad». No hay muchas más vueltas que dar: vale la pena procurar trascenderla, vivir sin esperanza, desesperar, como dice Comte-Sponville: el que se ha liberado de ella «ha dejado de desear otra cosa que no sea lo que sabe, lo que puede, o aquello con lo que goza. Ya no desea nada más que lo real, de lo que forma parte, y ese deseo, siempre satisfecho —puesto que lo real, por definición, no falta nunca: lo real nunca escasea—, es una alegría plena».
Si el camino está tan claro, si se trata de ir más allá de la esperanza, ¿de dónde, entonces, procede su fuerza? ¿Cómo es posible que venza tan a menudo a la razón? ¿Por qué tantos se refugian en ella, y la han abrazado desde el origen de los tiempos? ¿Es simplemente un error enquistado en la naturaleza humana, una de esas distorsiones que arrastramos por mera ignorancia, como consideraba Buda? ¿O hay algo más? ¿No será que cumple algún papel en la sutil economía de la existencia? ¿No estará respondiendo a alguna necesidad inminente, ineludible? La esperanza es lo que quedó en la caja de Pandora cuando ya todos los males habían escapado de ella. ¿Un regalo envenenado de los dioses, para asegurar nuestra desdicha, o un recurso al que aferrarse cuando arrecia todo lo demás?
Allá donde uno mire encuentra señales de su imperio. Ha levantado templos y ha escrito libros sagrados. Ha provocado guerras y ha proporcionado la fuerza para soportarlas. Ayuda cada día a seguir al que siente la tentación de renunciar a todo, aligera el peso de nuestros acarreos, alimenta nuestros esfuerzos. Desde su futuro inexistente y nebuloso, la esperanza nos convoca: «Levántate y anda».
Tal vez algo en nosotros necesite esas palabras, aunque no sepa si le llevarán a alguna parte. Tal vez si no proyectáramos en la esperanza nuestras carencias, no tendríamos más que su vacío. Quizá la necesitemos para no quedarnos sin mañana: lo que no se espera no duele, pero tampoco tiene un sitio en el futuro. Tal vez hayamos inventado la esperanza para poder sobrellevar los males, como inventamos todo lo demás: los dioses, los rituales, los espíritus… porque no nos vemos capaces de soportar la verdad cruda. Acaso tengamos demasiado miedo, y nos sintamos demasiado vulnerables. En definitiva, quizás estemos más interesados en sobrevivir que en gozar, más en aguantar que en saber, más en resistir que en poder.
El propio Comte-Sponville, tan contrario al trance en que nos sume la esperanza, tan valedor de su supresión, reconoce la dificultad de la empresa, y da a entender cuánto en nosotros se aferra a ella y cómo el desecharla es más un camino que un destino definitivo: «La esperanza está primero; por lo tanto, hay que perderla, y casi siempre es doloroso. Me gusta que, en la palabra desesperación, se escuche un poco ese dolor, ese trabajo, esa dificultad. Un ‘esfuerzo’, decía Spinoza, que nos haga menos dependientes de la esperanza».
En efecto: por algo dicen que la esperanza es lo último que se pierde, por eso la guardamos en el fondo de nuestra exigua caja de Pandora cuando ya no nos queda otra cosa. En las puertas del infierno, Dante leyó: «Los que aquí entráis, abandonad toda esperanza». Cuando el dolor es demasiado grande, quizá sea esa la peor condena.
Yo aspiro a rebasar la esperanza, yo no amo la esperanza ni me recostaré en sus hombros, yo procuro mantenerme a salvo de sus tentaciones de fantasía… pero admito que a veces, en secreto, trafico con ella dulces sueños. Tengo la esperanza… de que algún día ya no me haga falta, y pueda proclamar con Basili Girbau, aquel sabio ermitaño de Montserrat:
El desengaño es una cosa positiva. Si vives engañado, desengañarte es una liberación. Conforme los hombres se vayan desengañando, surgirá la luz. Se descubrirá lo negativo del engaño y quedará lo que no es engaño.

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