Fray Luis de León.
La moral tradicional condena la pereza porque es un lastre, un impedimento para la construcción del proyecto humano. Los moralistas, defiendan la trascendencia o la productividad, nos quieren siempre laboriosos y atareados. Está bien: hay que trabajar. Pero también hay que mantener una cierta conspiración contra el trabajo, siquiera sea para que no se apropie (y no lo usen otros para apropiarse) de nuestra vida. Y en esa reticencia clandestina, en ese epicúreo reclamo de la existencia como disfrute, la pereza nos secunda como una afable cómplice.
La pereza tiene su propia sabiduría. Es la gran economizadora, y nos ayudará a administrar bien las cuentas de nuestras energías, siempre que no se vuelva avara. Una vez más nos encontramos con ese camino medio que aconsejaba Aristóteles: todo en su justo equilibrio es un don, pero llevado al extremo se convierte en vicio y nos trae más problemas que soluciones. La pereza moderada, tomada con cautela e inteligencia, nos enseña a no dilapidar los esfuerzos inútilmente, a administrarlos según merezca la pena, a no dejar que la actividad sana se convierta en un activismo desbordante que mina nuestra salud y nuestro ánimo.
La pereza nos habla de nuestras verdaderas motivaciones, de las que es valedora. Se rebela contra las obligaciones que se nos imponen arbitrariamente —que también nos imponemos nosotros, llevados por la ambición—, y reivindica lo esencial frente a lo vano. Es, pues, un sano contrapeso del productivismo que nos reduce a máquinas o instrumentos, y frente a él nos recuerda que la vida buena es corta y sencilla, y que, como enseñaba Epicuro, los placeres son fáciles de alcanzar cuando no los abigarramos con nuestras pretensiones desmedidas. La pereza sueña con una existencia de pequeñas alegrías, descansos afables, dulces horas entregadas a lo inútil y a lo improductivo, simplemente porque es grato y es bello.
Si tenemos que aprender a controlar la pereza es para que no nos pierda en su ingravidez y no acabe por convertirnos en indolentes. No porque ello sea malo en sí mismo, sino porque la vida es también tarea, como dijo Ortega; el proyecto humano está hecho también de metas y esfuerzos, y sin ellos podríamos acabar por no saber qué somos o qué hacemos, o aun peor, podríamos caer en la absoluta indiferencia y el hastío, que son en sí ingratos y además caldo de cultivo de torceduras y perversiones, como aseguraba Baudelaire, quien consideraba el hastío, tal vez de modo exagerado pero no exento de sentido, como el peor mal del hombre. “El diablo, cuando no sabe qué hacer, con el rabo mata moscas”, sentencia el refrán, para darle la razón. Hay que saber qué hacer, y qué no hacer.
Pero, ¿por qué la realización humana debería comportar trabajo? ¿No podría bastarnos con buena comida, agradables paseos en compañía y tranquilos sueños, como pretendían los epicúreos? No, no basta, y Epicuro ya lo tuvo en cuenta en su Jardín, en el que, además de filosofar y estar alegremente juntos, se acudía cada mañana a laborar en los campos, y cada cual tenía su tarea. Porque también es necesidad humana sentirse útil y productivo, crearse problemas y afrontarlos para encontrarles solución, tener proyectos y esforzarse para conseguirlos. Spinoza nos da la clave: la potencia humana necesita desplegarse para cobrar conciencia de sí misma y convertirse en alegría, porque “el que experimenta la propia potencia, se alegra”. La pereza tiene que ser cómplice de esa potencia ―administrándola, moderándola, encaminándola hacia lo realmente importante―; si se convierte en su obstáculo, entonces actúa en contra de nosotros, no a nuestro favor.
Caer en un pantano de pereza es uno de los peores males en que puede incurrir la vida humana, y en esto Baudelaire tenía razón. Los monásticos medievales llamaban acidia a esa actitud indolente y abandonada, y la temían por su poder para minar el entusiasmo y el sentido. Se corresponde con un estado de ánimo abatido, embotado, nebuloso, y en definitiva triste. Lo vemos en los niños: pocas cosas hay peores que no saber qué hacer, sobre todo para el “sujeto del rendimiento”, como lo llama Byung-Chul Han.
El hombre actual, acostumbrado a un quehacer constante y a una estimulación permanente, no soporta detenerse, y no sabe qué hacer con el aburrimiento. Eso nos relega a un desánimo y a una indiferencia que pueden desembocar en depresión y en actividades desesperadas que, a menudo, son autodestructivas. En la actualidad, en efecto, los grandes peligros a los que conduce la acidia son la depresión y las adicciones (aunque quizá tengan que ver, precisamente, con nuestra incapacidad para disfrutar del aburrimiento). El adicto tal vez busca estímulos artificiales porque ha perdido las metas y las fuerzas para encontrarlos en sí mismo de manera constructiva. Mucha gente, cuando pierde su trabajo, se hunde en un arenal depresivo, que le impide aprovechar ese tiempo para otras cosas, o preparar pacientemente la posibilidad de una nueva ocupación. Claro que en estos casos seguramente influirá también una pobreza de metas en la vida, o al menos una falta de imaginación para concebir otras nuevas.
En definitiva, el hombre se hunde cuando la vida se le vacía de sentido, de horizonte, de tarea: por eso es importante tener siempre algo que hacer, y si no se tiene inventarlo. El camino de salida para el marasmo de las adicciones tal vez sea ―una vez recuperado el control y el orden sobre la propia vida― encontrar nuevos estímulos que nos motiven y entregarnos activamente a ellos: un trabajo satisfactorio, una actividad artística, la colaboración en una asociación que ayude a los demás. En la actividad ―insistamos: y más hoy día―, las personas hallamos sentido y entusiasmo, y por eso la pereza mal dosificada puede arrastrarnos al sinsentido y la dejadez. Es más: para salir de los pantanos —para ese empuje ascendente que José Antonio Marina llama anábasis, y en el que reside la luminosidad del proyecto humano— hace falta esfuerzo, y en ese punto la pereza será nuestra enemiga y tirará de nosotros hacia abajo. En esa tesitura, al menos, tendremos que hacer un esfuerzo para llevarle la contraria, para no dejarnos arrastrar por ella.
Pero cuando la vida está llena, cuando el amor y la tarea son suficientes, la pereza es un estupendo termostato de la actividad. Porque es fácil caer en el extremo contrario, es fácil embrollarnos en un hacer y hacer y hacer que nos impulsa desde intereses ajenos, a costa de nuestras fuerzas y nuestra alegría. Necesitamos descansar, necesitamos dedicarnos a lo dulcemente inútil ―jugar a las cartas, construir maquetas de barcos, amodorrarse frente a la tele, leer poesía, charlar despreocupadamente…―; necesitamos incluso no hacer nada, sentir algo de aburrimiento y dejar que la mente ―mientras no nos traicione con filigranas sombrías― vague por viejos recuerdos o sueños imposibles… Hay que dar un respiro a la voluntad, hay que hacer cosas por el gusto de hacerlas, hay que ponerle coto a las obligaciones que nos impone nuestra sobrecargada vida de hormigas obreras al servicio de las reinas.
Como reflexiona Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio, somos animales laborans, envueltos en la hiperactividad y la hiperneurosis; no soportamos el vacío de la inactividad porque tememos encontrar en él el vacío de nosotros mismos. Tanto produces, tanto vales. Eso incluye la hiperactividad en el supuesto “tiempo libre”: si no saliste de copas el sábado por la noche, si no fuiste a cenar a casa de unos amigos, si te limitaste a ver una película en la televisión o a leer un libro, tu fin de semana ha pasado en balde, has perdido parte de tu vida. Si las últimas vacaciones no te has ido de viaje y te has limitado a dar paseos por el parque, has perdido tus vacaciones.
La sociedad del rendimiento nos exige que no nos estemos quietos, que vayamos de acá para allá, que no dejemos de hacer muchas cosas. “El reverso de este proceso ―opina Han― estriba en que la sociedad del rendimiento y actividad produce un cansancio y un agotamiento excesivos”. Cabría añadir que provoca su propio vacío existencial, un vacío no menor que el de la absoluta inactividad, y que se manifiesta en el estrés o la depresión que nos aquejan a la mayoría.
Hay que rebelarse contra eso, y tal vez la pereza nos eche una mano. Lo que se ha llamado el “cansancio fundamental”: admitir que estamos cansados, y tomarnos la libertad de descansar. “El cansancio fundamental inspira ―escribe Han―. Deja que surja el espíritu”. De vez en cuando tenemos que sentirnos vagabundos, echarnos a los caminos por ver mundo, detenernos a contemplar un paisaje solo por su belleza, o por sentir el milagro de estar allí. Es lo que, frente al desquiciamiento productivo, propone la vieja tradición de la vita contemplativa. ¡Y cuánto nos cuesta detenernos y mirar! ¿Hay algo menos productivo, y más reconfortante, que la meditación? Pero nunca encontramos el momento, como no lo encontramos para llamar a un viejo amigo o para sentarnos a jugar con nuestros hijos. Un poco de rebeldía perezosa —aquella que proclamaba el derecho a la pereza en el ya lejano 68— tal vez nos ayude a plantarle cara a ese activismo obsesivo de nuestra era tardocapitalista.
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