domingo, 18 de noviembre de 2018

¿Te aburres? ¡Disfrútalo!

El aburrimiento tiene sus propios dioses y sus propios dones. El aburrimiento es un hueco en la trama cotidiana por el que, si somos hábiles y dignos, lo nuevo encuentra su oportunidad: una ocurrencia, una inspiración, un recuerdo olvidado que tenía algo por decirnos… Hay que poder, hay que saber aburrirse. Porque si uno sabe aburrirse descubre que, en realidad, no estaba aburriéndose, sino abriéndose al mundo, descansando de la voluntad hiperactiva y dejando que la propia vida le tome de la mano. Es la ocasión de la creatividad, de la concepción de sueños imposibles que tal vez nos conduzcan a otros posibles, de la intuición que tal vez nos abra a lo inesperado.

Los niños no soportan aburrirse porque no les hemos enseñado los dones del silencio, la paciencia, la creatividad… Trasladamos a ellos nuestra frenética necesidad de activismo, y procuramos atiborrar su tiempo de actividades organizadas, de tareas y entretenimientos. La cuestión es que siempre hay que estar haciendo algo, si no algo útil, al menos algo que nos divierta (o sea, que cumpla la utilidad de divertirnos). Además, la utilidad y la diversión tienen que ser inmediatas.
Sin embargo, el mensaje subyacente a esta actitud es absurdo: la vida no es siempre divertida. La vida tiene momentos de ingrato cumplimiento, que hemos de atravesar para poder alcanzar satisfacciones difíciles, metas que hemos de alcanzar con el trabajo largo, paciente y perseverante. A veces la alegría debe ser conquistada, mediante el esfuerzo o la reflexión, mediante un paciente intercambio con los otros. Paciencia y perseverancia son dos virtudes antiguas, nobilísimas, llenas de sabiduría, que nuestra sociedad nos escatima con su precipitación y su productivismo. No deberíamos permitir que nuestros hijos crecieran sin cultivarlas, y para ello tenemos que ayudarles, porque el mundo está más bien por escatimarlas. Cuando un niño se lamenta "¡Me aburro!", vale la pena replicarle: "¡Felicidades! Aprovecha, el aburrimiento es una oportunidad".
El mejor modo de educar a los otros en el aburrimiento, al tiempo que nos educamos a nosotros mismos, es acompañarles en él. ¿Seremos capaces de aburrirnos juntos? El amor también es eso. ¿Cómo no van a resultarnos tediosos a veces los que amamos, si nosotros mismos nos lo resultamos tan a menudo? ¿O usted se encuentra siempre a sí mismo divertido, ocurrente y entretenido? Cada cual es tan insoportable como conciba que pueden serlo los demás, y lo será en algún momento por mucho que se esfuerce en lo contrario. Así que mejor tomarlo con calma. Pero tomar las cosas con calma es algo infrecuente en nuestra sociedad, que se basa en la prisa y el resultado, y que por eso tiende a llenarlo todo de cosas y de actividades, y, lo que es peor, a educarnos en valorarlo todo —incluidas las personas— por lo que nos aporta, lo que nos satisface, lo que nos entretiene.

Quizá sea esa una de las claves por las que nos cuesta tanto mantener la convivencia. El otro tiene que ser siempre fuente de sorpresa, de entusiasmo, de entretenimiento. Tiene que ser permanentemente positivo: constructivo, ocurrente, enérgico y energetizante como las pastillas que nos venden en las farmacias. De lo contrario, si resulta que a veces se muestra cansado, deprimido, confundido, titubeante, malhumorado o simplemente insoportable, entonces se le puede catalogar de inmediato como persona “tóxica”.
Ahora está muy de moda hablar de personas tóxicas; algunos gurús de tres al cuarto nos insisten en que todo lo que no es positivo es tóxico, de modo que el mundo se ha llenado de seres tóxicos (que son siempre los demás) de los cuales tenemos que huir como de la peste, no vayan a contagiarnos de su negatividad. Esto convierte al otro en una permanente fuente de amenaza, lo cual sin duda es, pero no solo: también es fuente de oportunidades, si somos capaces de verlas y de estimularlas, si tenemos suficiente paciencia para esperarlas y para tolerar las ocasiones en que nuestro pobre semejante, tan perdido y vulnerable como nosotros, no pueda o no quiera ofrecérnoslas.
Pero no, no solemos tener esa paciencia. A la persona tóxica hay que tirarla a la basura, como haríamos con la comida caducada o el aparato que ya no funciona. Así que le damos muy pocas oportunidades a la gente para que nos entregue lo bueno que sin duda tiene. Reprochamos a nuestra pareja que se aburra a nuestro lado, o que no nos divierta lo suficiente. Incapaces de aburrirnos juntos, buscamos nuevos entretenimientos fuera; y los encontramos fácilmente, porque todos somos entretenidos al principio, mientras quedan preguntas que hacernos y novedades que desvelarnos, mientras no hemos tenido que compartir la tristeza o el tedio.
Pretendemos que nuestra vida sea un estímulo constante, pero los estímulos se desgastan si no se les da un respiro, si no se les deja recargarse de vez en cuando, como las baterías. Nuestra cultura bulímica aspira a tenerlo todo, a vivirlo todo, a sacarle a todo el máximo partido. ¿Qué pasa con la moderación y la renuncia, con el cuidado paciente y delicado que el Principito dispensaba a su flor? “Lo que da valor a tu rosa es el tiempo que le has dedicado”, le dice el zorro al Principito. ¿Quién tiene tiempo todavía para dedicarlo a una rosa? ¿Cuánto estamos dispuestos a cuidar, a regar, a limpiar, a esperar —sin garantía— en los demás? Cada vez menos.

Yo tuve un tiempo en que frecuenté las páginas de contactos por internet. Por la noche, después de cenar, o en las soporíferas tardes de domingo, entraba en los chats y abría una conversación tras otra, a veces dejando en el aire un simple hola, otras con alguna tontería que me parecía ocurrente (seguro que lo mismo hacían todos los demás). Y así acumulaba a veces un montón de ventanas con charlas simultáneas; algunas me divertían o me resultaban sugerentes, crecían y se prolongaban; otras languidecían en seguida en mustios silencios o convencionalismos, y las cerraba o me las cerraban a mí. No dejaba de sorprenderme, y me abrumaba a veces, cómo podía pasar de una charla cibernética a otra, como quien se cambia de una a otra atracción a velocidad de relámpago, siempre esperando que la próxima sea más emocionante que la anterior, siempre aguardando una sorpresa nueva; y cómo todas las conversaciones, al rato, si no se iban por los cerros de Úbeda de lo delirante o lo grotesco, tendían más bien a apaciguarse en veladas confidencias o intercambios de opiniones que, casi siempre, acababan por rozar el hastío. Entonces, la mayoría de las veces me metía en una nueva conversación o apagaba el ordenador y me iba a dormir, invariablemente con una sensación de superficialidad, de vacío, de pérdida de tiempo.
Solo me marché satisfecho las contadas veces en que esperé y logré entrever, tras esas líneas inexpresivas, una presencia viva, un sentir verdadero que, como yo, no hacía más que buscar su oportunidad. Eso me llevó a unos cuantos encuentros que, lamentablemente, resultaron ser decepcionantes, pero no o no solo porque no hubiera cuajado el interés por una relación, sino porque en la presencia se reproducía la misma actitud de voracidad atropellada: lo quiero todo, y ahora mismo, o me marcho y pruebo otro.
Había algo inquietantemente inhumano en esos diálogos y esos encuentros. Una amiga lo definió con una imagen muy acertada: “Es como si te ofrecieran un menú interminable en el que puedes probar un poco de todos los platos”. Esa era mi impresión: probar de todo sin alimentarse de nada. Visitar muchos sitios sin quedarse en ninguno. Todo era vistoso, pero superficial y acelerado, como los anuncios publicitarios; era imposible hacer pie en el fondo, tembloroso y sutil, de lo humano. Y si uno hacía por comprometerse un poco más, si uno dejaba la máscara por un instante, rara era la vez que no salía escaldado. Aunque reconozco que de eso no tenían la culpa solo la superficialidad o la impaciencia.

No pretendo defender que haya que aguantar por aguantar a los demás. Cada cual sabrá dónde están sus expectativas y sus límites, me libraré mucho de juzgarlos, y más yo, que no me distingo por tener paciencia con los otros (lo cual me lleva a mantenerme más bien a distancia, aunque ese es un tema más peliagudo y complicado). Lo único que intento aquí es entonar —persuadiéndome de paso— una tímida defensa a favor de la paciencia y la tolerancia; a favor del realismo que, en contra de nuestros sueños románticos, nos enseña que las personas somos a veces —qué le vamos a hacer—, también, irritantes y aburridas; a favor de soportar el aburrimiento y, si somos capaces, de convertirlo en oportunidad: en descanso, en silencio, en espera, en paciencia, en ternura…, todas esas cosas que incomodan a nuestra sociedad y que sin embargo le hacen tanta falta a nuestra humanidad. ¿Te diviertes? ¡Felicidades! Disfrútalo. ¿Te aburres? ¡Felicidades! Disfrútalo.

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