No hallar fuera del bien centro y
reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso…
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso…
Lope
de Vega
El ánimo es cosa
voluble y caprichosa: lo glosaron los poetas en nuestro nombre, pero todos lo
sabemos por propia experiencia. Una noche nos visitaron dulces sueños, “pero la
madrugada llegó siempre”, como escribió Jesús Munárriz y cantaba Rosa León. Un
recuerdo agradable nos llena de buen humor, una súbita preocupación nos lo
arruina. Empezamos con optimismo una tarea, tal vez nos crezcamos ante sus
dificultades, y resulta que, al cabo, nos rendimos exhaustos y vencidos. Una
mañana nublada puede bastar para abatirnos, y una mala digestión para ponernos
de mal humor, como a Montaigne. Spinoza nos lo describió con perspicacia:
constantemente, afectados por los sucesos, oscilamos entre la potencia y la
impotencia, entre la alegría y la tristeza, atravesando todos los grados en que
ambas se entremezclan, en una montaña rusa emocional que no podemos frenar.
Quisiéramos que la
voluntad pudiera tomar el timón del ánimo, pero le faltan fuerzas para
mantenerlo bien asido. Porque el ánimo es anterior a la voluntad. Nos invade
como una marea, y, a pesar de sentirlo como nuestro, descubrimos que discurre
por sus propios caminos misteriosos, regidos por leyes recónditas. Sabemos que
forma parte de nosotros porque nos reconocemos al mirarnos en su espejo, pero
en realidad parece otro, un doble que nos es extraño, que tiene su propio designio
y siempre nos supera. No, no podemos esperar sumisión del manantial por el que
la vida brota en nosotros. Todo lo más, podemos hablarle y pedirle, como se ha
hecho siempre con los dioses, y esperar confiados que nos conceda una respuesta
benévola.
Los estoicos
conspiraban para conquistar su pleno dominio, acallando los pesares y
apuntalando una entereza inamovible. Los estoicos trabajaban durante las
jornadas de la razón para tener a punto el abrigo cuando llegara la noche. Su
tarea aún nos ilumina, y sobre todo nos conmueve, porque sabemos, como ellos
sabían en el fondo, que es un afán siempre inacabado. Nuestra naturaleza es
frágil: de lo contrario no necesitaríamos insistir en domeñarla.
“Filosofamos porque
no somos felices”, arguye Comte-Sponville. Nos aprontamos con mil razones para
la firmeza, creemos haber alzado un muro suficientemente sólido, y de repente
llega una tormenta y la riada se lleva hasta la última piedra, y volvemos a
quedarnos a la intemperie. Las convicciones, gigantes con pies de barro, solo
nos ayudan mientras no se nos pide demasiado. Séneca aconsejaba tener siempre
presente que lo perderemos todo, y nos sentimos capaces de darle la razón, pero
porque ese “todo” nos suena a algo remoto y abstracto; cuando la niebla se
disipa y redoblan los tambores y notamos la bofetada del mundo en la cara y nos
encontramos desnudos frente a lo perdido, ¿cómo no vamos a sentirnos
desamparados, cómo no vamos a precipitarnos en el desconsuelo? “Confieso que me
siento incapaz de este tipo de sabiduría ―dice Comte-Sponville―. Ni siquiera me
siento capaz de desearla verdaderamente… Esta sabiduría, absoluta, inhumana o
sobrehumana, no es más que un ideal que nos deslumbra al menos tanto como nos
alumbra”. Lo humano es sufrir, como ya nos enseñó Buda, antes de indicarnos
sabias maneras de sufrir menos…, o al menos de intentarlo.
Frente a los
estoicos, los románticos hicieron de la necesidad virtud. Rendían pleitesía al
capricho de los dioses y se declaraban dispuestos a entregarse a ellos sin
rechistar. Renegando de la razón, tan endeble, se lanzaban a las olas del
destino y aceptaban la amenaza del naufragio. “El hombre es un dios cuando
sueña y un mendigo cuando reflexiona”, cantó Holderlin mientras se encaminaba a
los yermos de la locura. Los románticos soltaban carcajadas en las tormentas y
lágrimas en las noches estrelladas, y dejaban que el ánimo, según viniera su capricho,
los alzara hasta tocar el cielo y los sumiera en los más hondos abismos. Tal
vez admiremos a los estoicos, pero amamos más a los románticos, porque
sospechamos que su delirio es más certero que el pretencioso heroísmo de
aquellos.
Y, sin embargo, pocos
de nosotros tendríamos el valor o la demencia de apurar nuestros sentimientos
hasta el fondo, y ser consecuentes con ello. ¿Quién se suicidaría hoy por un
desengaño amoroso, como Werther o Larra? ¿Cuántos de nosotros entregarían su
juventud a luchar de revolución en revolución, como Lord Byron? En la
exuberancia romántica adivinamos algo sospechoso y desproporcionado, algo que
nos suena a inmaduro o sencillamente insensato. Intuimos que la vida no es una
tragedia griega: podemos emocionarnos ante los arrebatos de Edipo o de
Antígona, ante el amor extático de Romeo y Julieta o el afán justiciero de
Hamlet; podemos incluso admirarlos, pero cuando baja el telón hay que regresar
al trabajo y al deber. Sencillamente, preferimos vivir, seguir viviendo, y hacemos
bien: el mundo es olvidadizo con sus promesas.
En la exaltación hay belleza,
pero preferimos la lucidez. Detrás de los caballeros andantes se adivina el
Quijote, en la grandilocuencia de los héroes se entrevé el esperpento. Después
de todo, tal vez se equivocaban a su manera, a su terca manera de insistir en
el error hasta que los despeñaba por el acantilado. O puede que, simplemente,
tuvieran miedo y huyeran en la dirección equivocada: si Edipo no hubiese sido
tan orgulloso, tal vez no se habría arrancado los ojos por sus errores;
¿cuántas sombrías tardes de domingo eludieron con su fogosa tragedia Romeo y Julieta? Jean Anouilh se
permite escrutar con lupa escéptica, y nos sugiere una Antígona obcecada y enardecida,
que quizá temiera a la vida tanto como a la crueldad de los dioses: “Para decir
que sí, hay que sudar y arremangarse ―le reprocha Creonte―, tomar la vida con
todas las manos y meterse en ella hasta los codos. Es fácil decir que no,
aunque haya que morir. Basta con no moverse y esperar”.
La vida es difícil:
eso debería bastarnos para ser menos exigentes, para decepcionarnos menos, para
entrenarnos en la compasión. Especialmente con nosotros mismos. La compasión es
una gran ayuda frente a los ofuscados arrebatos del ánimo, como ya nos enseñó
Buda. No nos libra del dolor ni de la amargura, pero sí puede aliviar el dolor
de la amargura y la amargura del dolor. Puede hacer más suaves nuestras iras y
más leves nuestros odios. Y si a eso le añadimos algo de lucidez, un poco de
buena voluntad y un toque de humor, tal vez los altibajos del ánimo resulten
menos extremados y más llevaderos.
Epicuro recomendaba
algo así: ahondar en la lucidez y no escatimarnos esas pequeñas alegrías que
nos mantienen serenos y satisfechos mientras la adversidad no arrecie
demasiado: una comida agradable, un amor sereno, una charla en compañía de los
amigos, una buena lectura. Promover la ataraxia, “ni dolor ni temor”.
Una actitud así no está tan lejos de la entereza estoica o de la
imperturbabilidad budista, y al mismo tiempo parece menos pretenciosa.
Sencillez, aceptación, reconciliación con esta pobre vida tan limitada, tan
incierta, tan variable… ¿Cómo no habría de ser voluble nuestro ánimo? Admitamos
que lo sea, atravesemos confiados las noches del alma, mientras procuramos
aligerarnos de pesos por el camino, mientras insistimos en querernos y en reír,
reír siempre que podamos.
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