sábado, 22 de septiembre de 2018

Los altibajos del ánimo

No hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso…
Lope de Vega


El ánimo es cosa voluble y caprichosa: lo glosaron los poetas en nuestro nombre, pero todos lo sabemos por propia experiencia. Una noche nos visitaron dulces sueños, “pero la madrugada llegó siempre”, como escribió Jesús Munárriz y cantaba Rosa León. Un recuerdo agradable nos llena de buen humor, una súbita preocupación nos lo arruina. Empezamos con optimismo una tarea, tal vez nos crezcamos ante sus dificultades, y resulta que, al cabo, nos rendimos exhaustos y vencidos. Una mañana nublada puede bastar para abatirnos, y una mala digestión para ponernos de mal humor, como a Montaigne. Spinoza nos lo describió con perspicacia: constantemente, afectados por los sucesos, oscilamos entre la potencia y la impotencia, entre la alegría y la tristeza, atravesando todos los grados en que ambas se entremezclan, en una montaña rusa emocional que no podemos frenar.
Quisiéramos que la voluntad pudiera tomar el timón del ánimo, pero le faltan fuerzas para mantenerlo bien asido. Porque el ánimo es anterior a la voluntad. Nos invade como una marea, y, a pesar de sentirlo como nuestro, descubrimos que discurre por sus propios caminos misteriosos, regidos por leyes recónditas. Sabemos que forma parte de nosotros porque nos reconocemos al mirarnos en su espejo, pero en realidad parece otro, un doble que nos es extraño, que tiene su propio designio y siempre nos supera. No, no podemos esperar sumisión del manantial por el que la vida brota en nosotros. Todo lo más, podemos hablarle y pedirle, como se ha hecho siempre con los dioses, y esperar confiados que nos conceda una respuesta benévola.

Los estoicos conspiraban para conquistar su pleno dominio, acallando los pesares y apuntalando una entereza inamovible. Los estoicos trabajaban durante las jornadas de la razón para tener a punto el abrigo cuando llegara la noche. Su tarea aún nos ilumina, y sobre todo nos conmueve, porque sabemos, como ellos sabían en el fondo, que es un afán siempre inacabado. Nuestra naturaleza es frágil: de lo contrario no necesitaríamos insistir en domeñarla.
“Filosofamos porque no somos felices”, arguye Comte-Sponville. Nos aprontamos con mil razones para la firmeza, creemos haber alzado un muro suficientemente sólido, y de repente llega una tormenta y la riada se lleva hasta la última piedra, y volvemos a quedarnos a la intemperie. Las convicciones, gigantes con pies de barro, solo nos ayudan mientras no se nos pide demasiado. Séneca aconsejaba tener siempre presente que lo perderemos todo, y nos sentimos capaces de darle la razón, pero porque ese “todo” nos suena a algo remoto y abstracto; cuando la niebla se disipa y redoblan los tambores y notamos la bofetada del mundo en la cara y nos encontramos desnudos frente a lo perdido, ¿cómo no vamos a sentirnos desamparados, cómo no vamos a precipitarnos en el desconsuelo? “Confieso que me siento incapaz de este tipo de sabiduría dice Comte-Sponville. Ni siquiera me siento capaz de desearla verdaderamente… Esta sabiduría, absoluta, inhumana o sobrehumana, no es más que un ideal que nos deslumbra al menos tanto como nos alumbra”. Lo humano es sufrir, como ya nos enseñó Buda, antes de indicarnos sabias maneras de sufrir menos…, o al menos de intentarlo.

Frente a los estoicos, los románticos hicieron de la necesidad virtud. Rendían pleitesía al capricho de los dioses y se declaraban dispuestos a entregarse a ellos sin rechistar. Renegando de la razón, tan endeble, se lanzaban a las olas del destino y aceptaban la amenaza del naufragio. “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”, cantó Holderlin mientras se encaminaba a los yermos de la locura. Los románticos soltaban carcajadas en las tormentas y lágrimas en las noches estrelladas, y dejaban que el ánimo, según viniera su capricho, los alzara hasta tocar el cielo y los sumiera en los más hondos abismos. Tal vez admiremos a los estoicos, pero amamos más a los románticos, porque sospechamos que su delirio es más certero que el pretencioso heroísmo de aquellos.
Y, sin embargo, pocos de nosotros tendríamos el valor o la demencia de apurar nuestros sentimientos hasta el fondo, y ser consecuentes con ello. ¿Quién se suicidaría hoy por un desengaño amoroso, como Werther o Larra? ¿Cuántos de nosotros entregarían su juventud a luchar de revolución en revolución, como Lord Byron? En la exuberancia romántica adivinamos algo sospechoso y desproporcionado, algo que nos suena a inmaduro o sencillamente insensato. Intuimos que la vida no es una tragedia griega: podemos emocionarnos ante los arrebatos de Edipo o de Antígona, ante el amor extático de Romeo y Julieta o el afán justiciero de Hamlet; podemos incluso admirarlos, pero cuando baja el telón hay que regresar al trabajo y al deber. Sencillamente, preferimos vivir, seguir viviendo, y hacemos bien: el mundo es olvidadizo con sus promesas.
En la exaltación hay belleza, pero preferimos la lucidez. Detrás de los caballeros andantes se adivina el Quijote, en la grandilocuencia de los héroes se entrevé el esperpento. Después de todo, tal vez se equivocaban a su manera, a su terca manera de insistir en el error hasta que los despeñaba por el acantilado. O puede que, simplemente, tuvieran miedo y huyeran en la dirección equivocada: si Edipo no hubiese sido tan orgulloso, tal vez no se habría arrancado los ojos por sus errores; ¿cuántas sombrías tardes de domingo eludieron con su  fogosa tragedia Romeo y Julieta? Jean Anouilh se permite escrutar con lupa escéptica, y nos sugiere una Antígona obcecada y enardecida, que quizá temiera a la vida tanto como a la crueldad de los dioses: “Para decir que sí, hay que sudar y arremangarse le reprocha Creonte, tomar la vida con todas las manos y meterse en ella hasta los codos. Es fácil decir que no, aunque haya que morir. Basta con no moverse y esperar”.

La vida es difícil: eso debería bastarnos para ser menos exigentes, para decepcionarnos menos, para entrenarnos en la compasión. Especialmente con nosotros mismos. La compasión es una gran ayuda frente a los ofuscados arrebatos del ánimo, como ya nos enseñó Buda. No nos libra del dolor ni de la amargura, pero sí puede aliviar el dolor de la amargura y la amargura del dolor. Puede hacer más suaves nuestras iras y más leves nuestros odios. Y si a eso le añadimos algo de lucidez, un poco de buena voluntad y un toque de humor, tal vez los altibajos del ánimo resulten menos extremados y más llevaderos.
Epicuro recomendaba algo así: ahondar en la lucidez y no escatimarnos esas pequeñas alegrías que nos mantienen serenos y satisfechos mientras la adversidad no arrecie demasiado: una comida agradable, un amor sereno, una charla en compañía de los amigos, una buena lectura. Promover la ataraxia, “ni dolor ni temor”. Una actitud así no está tan lejos de la entereza estoica o de la imperturbabilidad budista, y al mismo tiempo parece menos pretenciosa. Sencillez, aceptación, reconciliación con esta pobre vida tan limitada, tan incierta, tan variable… ¿Cómo no habría de ser voluble nuestro ánimo? Admitamos que lo sea, atravesemos confiados las noches del alma, mientras procuramos aligerarnos de pesos por el camino, mientras insistimos en querernos y en reír, reír siempre que podamos.

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