domingo, 30 de septiembre de 2018

La religión y el discurso de mínimos

Ser religioso es relativamente fácil: basta con “dar el salto” del que hablaba Pascal, cerrar los ojos y entregarse al abrazo de la fantasía, que es blando y cálido y siempre nos compensa. Sostener la soledad de la razón, contra la dureza y el terror de la vida, es, en cambio, tarea ardua y con un ineludible dejo de angustia. Al fin y al cabo, somos seres frágiles y perdidos en un infinito indescifrable, y es verosímil que llevemos en los genes una tendencia atávica a personalizar y venerar lo desconocido, concibiendo con nuestra imaginación un universo de fuerzas ignotas y seres imaginarios que, si bien no ofrecen explicaciones coherentes, sirven al menos para llenar con algo el silencio aterrador con que responde el universo a nuestras preguntas angustiadas.
Respuestas, en efecto: donde la razón se inhibe, la fe sigue adelante con el paso firme de los desesperados. Su fuerza reside en el sentimiento, en la convicción que ya ha renunciado a las contradicciones del pensamiento y se sostiene en sí misma, en su puro temblor emocional. La religión ofrece siempre respuestas porque su verdad es anterior a todo, incluidas las preguntas y quienes las formulan. En última instancia, no pretende convencer, sino vencer: por agotamiento, por debilidad de los escépticos. Su fuerza es la mera insistencia frente a los tambaleantes pasos de la razón, frente a la desnudez con que el ser humano afronta su precaria condición, su vida marcada por la incertidumbre y el sufrimiento. Frente a ellas, en el regazo de la religión siempre hay consuelo, siempre se ofrece la posibilidad de cambiar la lucha por la entrega. Es tentador, para el hambriento, acudir a un lugar donde le den comida, la que sea, desistiendo del camino orgulloso, altivo, pero durísimo, de los que buscan alimento por sí mismos.
Sin embargo, seamos justos: la religión conoce sus debilidades, y ha dedicado muchos siglos a apuntalar algo parecido a unos cimientos. Sabe que siempre habrá quién la interpele, y para él reserva un sofisticado cuerpo de argumentos. El proselitista suele empezar por dar razones, sobre todo a quien se le acerca con preguntas, y con ellas puede llegar a convencer a muchos. Solo esgrime la fe cuando se le acorrala en una evidente inconsistencia.
  
No se pueden discutir las creencias, o más bien no sirve de nada hacerlo. Pero ante las afirmaciones capciosas, la persona coherente tiene que discutir. El discurso de mínimos es uno de los recursos argumentales favoritos en la doctrina religiosa.
Cuando la religión choca con el rechazo a su discurso de resignación, procura legitimarse mediante un discurso de mínimos: “Al menos la persona religiosa es más feliz”, “Al menos siente que su vida tiene sentido”, “Al menos se da consuelo a los que sufren”. Este discurso se extiende, incluso, a las acciones de la Iglesia: “Al menos el que es religioso es profundo”, “Al menos tiene unos valores”, “Al menos la caridad da de comer a muchos que estarían condenados a la miseria”... Se consolida así la impresión de que fuera de la religión, y particularmente de la religión organizada, no hay más que caos, amargura, confusión… El valle de lágrimas de los pecadores.
Dejando a un lado el hecho de que todos esos supuestos beneficios son en sí mismos discutibles (muchas personas religiosas ni son buenas, ni son más felices, ni son más profundas, ni tienen para comer cada día), hay que admitir que en muchas ocasiones, como decíamos, es cierto que la religión ayuda, de un modo u otro, a soportar la vida. Si no disipa la duda, le quita hierro, y ofrece una orientación precisa a la tarea de la existencia. Para quien siente vértigo al pensar, entrega las respuestas empaquetadas y selladas. Si somos consecuentes con esta idea, tal vez tendríamos que dar la razón a quienes defienden la religión desde el discurso de mínimos, y reconocer que el mundo nos resultaría mucho más indigesto sin su abrazo protector, por irracional e insuficiente que nos pareciera.

Sin embargo, estaríamos cayendo en la trampa de un argumento que, sin ser falaz, oculta hábilmente el meollo de la verdad. ¿Por qué nuestra vida debería estar ceñida por mínimos, en lugar de guiarse por aspiraciones a la plenitud? ¿Por qué deberíamos aceptar que nuestros valores se restringieran voluntariamente, convirtiéndonos en mendigos de lo deseable, en lugar de insistir en realizarlo de una manera completa, dueños de nuestro destino?
El discurso de mínimos nos hace regresar, por la puerta de atrás, a la resignación. De un modo encubierto, se basa en el supuesto de que nuestras aspiraciones no son realizables, que tenemos que darlas por imposibles, y que, por consiguiente, debemos aceptar lo poco que se nos ofrece con el agradecimiento de que “al menos” se nos ofrezca eso. La caridad tiene sentido sólo en un mundo marcado por la carencia; en un sistema que se basa en la opulencia de unos pocos frente a la privación de la mayoría, la caridad secunda esa escasez, como si fuera su otra cara de la moneda. ¿Qué valor tendría la limosna o la beneficencia en una sociedad en la que todos dispusieran de lo que necesitan? Y, si preferimos remitirnos menos a lo material, ¿qué falta haría el consuelo a un ser que basa la dignidad en sí mismo, sin apelar a platónicas esencias superiores, y se alza firme sobre ella? Cuando nos dicen “al menos” nos están empujando a aceptar el “menos”, a movernos según parámetros que nos limitan al “menos”.

Por eso, aunque reconozcamos con admiración determinados esfuerzos de personas entregadas a la beneficencia, aunque no le quitemos valor a determinadas labores sociales de la Iglesia, no podemos considerarnos satisfechos con ellas, no podemos alabarlos alegremente como una prueba de que nuestra sociedad, como quería Leibniz, “es la mejor de las posibles”. La práctica organizada de la caridad es la prueba palpable de una sociedad perversa y despreciable, es su consecuencia y su cómplice. No nos conformamos con el “menos”, y no porque no admitamos que la vida está llena de sufrimiento, que los recursos son escasos; no porque no nos preguntemos a veces, atormentados de incertidumbre, si el ser humano es capaz de construir un mundo mejor. No nos conformamos porque sabemos que mientras haya alguien que nos diga “al menos”, estará invitándonos a la resignación, a convertirnos nosotros también en cómplices sumisos de la iniquidad; estará robándonos la dignidad, estará negándonos la capacidad de hacer algo mejor; estará relegándonos a la categoría de víctimas impotentes.
Si se supone que la persona religiosa “al menos” es un poco más feliz, nosotros respondemos que preferimos ser “bastante” más felices, y serlo desde la lucidez y la racionalidad, no desde el apocamiento y la fantasía. Si nuestra vida ha de tener sentido, no renunciamos a dárselo desde el pensamiento y la dignidad del ser que se hace cargo de su propio destino. Si hemos de consolar nuestro sufrimiento, preferimos hacerlo desde lo humano, desde la reflexión y la sabiduría, en lugar de poner la esperanza en primitivas falacias sobrehumanas. Si se trata de ser profundos, ¿qué mayor profundidad que la del que mira la verdad sin subterfugios, aunque lo haga con temor? Si se trata de contar con unos valores, ¿por qué no podemos referirlos a la propia vida humana y a un proyecto estrictamente humano, a nuestra condición natural e inmediata, en lugar de tomarlos de pretendidas revelaciones sobrenaturales?
Y si de lo que se trata es de que los pobres coman, ¿no sería mejor que aspiráramos a que dejaran de ser pobres, a que tomaran las riendas de su destino y dejaran de transigir con que se les relegue a esa condición? ¿No sería preferible que dejara de haber otros que los someten a la indigencia para poder amasar fortunas a su costa? El mendigo, mientras come de la caridad, debería estar aprovechando para planear un mundo en el que no fuese necesaria. Y si él no puede o no sabe, entonces deberíamos hacerlo por él quienes nos limitamos a tranquilizar nuestra conciencia con limosnas. Si la convicción no nos diera para ello, “al menos” debería sacudirnos la vergüenza.
No nos conformamos con los mínimos, no estamos dispuestos a ser cómplices de un mundo que nos parece injusto. La vida humana se define por sus derrotas, pero se gesta en las aspiraciones y los esfuerzos. El hombre es el ser que se alza, una y otra vez, frente a la limitación.

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