En nuestros tiempos de tensión entre el relativismo posmoderno y los fundamentalismos de todo tipo (incluidos los tecnológicos), hablar de virtud, al estilo de los antiguos, suena seguramente anacrónico e ingenuo. En el mundo neoliberal no interesa la virtud, sino la prosperidad individual; que esta se logre a costa de los demás, o del mundo entero ―destruyendo el frágil equilibrio de la nave Tierra, sumiendo en la miseria a masas incontables de seres humanos―, es algo absolutamente accidental, un precio que hay que asumir o, mejor, ignorar. El neoliberalismo ha elevado a Hobbes a profeta ―la lucha de todos contra todos, el Leviatán estatal asegurando el orden y el status quo― y, aunque no lo admita, ha confirmado la teoría de Marx, al apuntalar el sometimiento de unas clases por parte de una oligarquía privilegiada. ¿Quién quiere aún ser virtuoso?
Y, no obstante, tal
vez la mayoría sigamos queriéndolo, cada cual a su manera. Mientras
sobrenadamos el mundo líquido, manoteamos a nuestro alrededor con la esperanza
de encontrar algo a lo que asirnos. Quizá la recuperación de la idea de virtud
sea la única puerta de salida para los que estamos atrapados en el
neoliberalismo salvaje de nuestro siglo. El ideal clásico de virtud como
apuesta por una ética de lo objetivamente valioso puede ser la brújula que nos
oriente, individual y colectivamente, en nuestro mundo desnortado.
Nunca tuvimos tantos
mapas y, a la vez, tan poca claridad sobre qué ruta seguir. Ignoramos cómo
guiar nuestra vida de un modo fructífero, porque nuestra voluntad ha quedado
reducida al trabajo para consumir. No es cierta la jaleada muerte de los
grandes relatos (el cristianismo, la Ilustración, el marxismo…); sobre las
ruinas de estos hemos edificado el más inapelable: el relato de la producción y
el consumo. Somos, como dice Byung-Chul Han, sujetos de rendimiento: tanto
rindes, tanto vales; cabría añadir que ese valor que nos proporciona el
rendimiento alcanza su expresión más consagrada en el consumo: vales porque
rindes, y lo demuestras comprando. El desempleo no es angustioso solo porque limite
los recursos materiales, sino también porque despoja de los dos únicos sentidos
que parece tener la vida: rendir y consumir.
Actuamos como
autómatas en manos de ese relato único, un relato que escenificamos cada día lo
queramos o no. El relativismo no nos ha hecho más libres, ni más autónomos, ni
más satisfechos. Y no porque los viejos relatos no mereciesen ser cuestionados —hay
que cuestionarlo todo, siempre—, sino porque su resquebrajamiento solo nos ha conducido
a la imposición, en buena parte inconsciente, del relato único neoliberal.
Hemos derribado los viejos templos para ser más libres, y no hemos tenido la
precaución de quedarnos con lo que su legado pudiera tener de valioso para
levantar nuestras casas. No hay nadie más fácil de capturar que el que no sabe
adónde va. Y eso es lo que han hecho los mercaderes. En puridad, hoy no existe
ni siquiera política verdadera: los gobiernos son agentes de las grandes
corporaciones, y estas constituyen el auténtico poder que rige nuestros
destinos.
Hace pocos años, con el estallido de la crisis económica, ha cobrado forma la figura del ciudadano indignado. La indignación parece un
saludable cuestionamiento del relato único neoliberal. Hay que admirar a mucha
gente que se ha comprometido en la protesta y la reivindicación, rebelándose contra
la permanente persuasión al conformismo. Los aislados individuos de la
posmodernidad han encontrado nuevos polos en torno a los cuales unirse y
luchar. Sin embargo, el recorrido de la mera indignación, por espectacular y
creativo que se presente, es ineludiblemente corto. Los movimientos de
indignados no cuestionan el sistema, solo reclaman un encaje más favorable en
él. En el fondo, sueñan con restablecer aquel efímero capitalismo optimista y
paternalista que se ensayó en el Estado del bienestar.
Hay que admitir que
el Estado del bienestar fue un invento brillante, un compromiso entre las masas
trabajadoras y las oligarquías que daba pie a un cierto reparto de la prosperidad.
De ahí su agradable aroma a justicia social: el aroma de un café que, aunque
fuese más para unos que para otros, no dejaba de alcanzar a todos hasta un
punto razonable. Yo creo que un buen puñado de generaciones habríamos podido
nacer, crecer, reproducirnos y morir sin mayores problemas en un Estado del
bienestar que hubiese mantenido su protección a unos derechos elementales y su
garantía de cobertura de las necesidades básicas. Realmente, no es poco, y ya
lo quisieran para sí las grandes masas que, en muchas regiones del mundo, ni
siquiera han tenido la oportunidad de disfrutarlo antes de su implosión.
Pero Marx ya nos
avisó que el capitalismo ―incluso ese capitalismo
paternal del New Deal― guarda en su seno
contradicciones que acaban por reventarlo. El capitalismo se basa en el “siempre
más”: producir más, vender más, ganar (quien gana) más. Lamentablemente, los
recursos son limitados, y los mercados se saturan. En cambio, la ambición de
los capitalistas es ilimitada; llega un momento en que, para seguir llenando
sus bolsillos al ritmo que pretenden, no hay más remedio que cerrar el grifo.
Menos café para repartir entre el resto. De repente, el manto del benévolo Estado
protector se ha encogido, y la mayoría de los ciudadanos se han visto, de la noche
a la mañana, en una intemperie que habían olvidado.
Porque unas pocas
décadas de Estado del bienestar nos hicieron pasivos y acomodados, nos
acostumbraron a que otros se hicieran cargo de nuestras necesidades. La indignación
no cuestiona el problema de fondo ―el capitalismo y sus contradicciones―, se limita a
levantar la voz para recordar el compromiso de (cierto) reparto de riqueza que
creíamos perenne y resultó ser solo provisional. Nos prometían trabajo para toda
la vida y una jubilación digna; nos prometían educación y futuro para nuestros
hijos; nos prometían unos servicios (salud, transporte, también ocio) cuya
calidad estaría en crecimiento perpetuo. Nos hicieron creer, incluso, que
gobernaban para nosotros, es decir, para que esa vida que considerábamos buena
se materializara. Mientras los grandes relatos se iban resquebrajando,
perdíamos con ellos la conciencia de la realidad: de las grandes masas de
miseria, del saqueo a la naturaleza, de la permanencia del poder en manos de
las grandes corporaciones, de la ilusión de libertad que disfrazaba la
dependencia… Perdimos la conciencia y con ella las convicciones que mueven y
los valores que guían. El estómago lleno nos hace olvidadizos. Así que dejamos
de oponernos al sistema: nos indignamos, con razón, añorando lo perdido
mientras procuramos aferrarnos a lo que nos queda; pero ya no tenemos nuestra
propia alternativa.
Podemos reinventar
esa alternativa. Volver a pensar por nosotros mismos y separar lo que queremos
de lo que no queremos. Podemos volver a ser dueños de nuestros valores y de
nuestras metas; decidir lo que es digno y trabajar por ello. ¿No es eso una
vida virtuosa, no es la eudaimonía
que perseguían los griegos y por la que abogaba Aristóteles? Reclamar la virtud
es recuperar la autonomía para elegir lo valioso y dedicarle nuestras fuerzas.
Es proclamarse libre y ejercer esa libertad. Sin fanatismos, pero con
convicción. Sin renunciar nunca a la prudencia y el sentido común, eso que los griegos
llamaban phrónesis y es, en sí misma,
una virtud; pero avanzando, siempre avanzando, con los ojos bien abiertos y el
pensamiento despierto.
Aristóteles hablaba de
la areté, “excelencia”, y la
interpretaba como un modo de actuar consecuente con la propia naturaleza. Él
contaba con que los humanos poseemos una naturaleza esencial e inmutable: es
comprensible que considerara que la acción apropiada es la que responde a esa
esencia. Los estoicos pensaron lo mismo, y toda su ética gira en torno de vivir
conforme a nuestra naturaleza esencial. Desde el punto de vista actual, la idea
de una esencia humana resulta como poco problemática. Sin duda tenemos
características que nos definen al margen de nuestra voluntad: la biología y la
genética nos revelan un sustrato configurado por simple herencia. Pero ellas mismas
se apresuran a impugnar el determinismo: la expresión de ese sustrato depende
del ambiente, de la experiencia y de la acción. En nosotros, la biología se hace
contingente en forma de Historia. Nuestra voluntad también cuenta. Luego hay
margen para la libertad; de hecho, como repetía Sartre, la libertad es
ineludible. “Un hombre es lo que hace con lo que otros hicieron de él”. Por
tanto, más que de acción acorde a nuestra naturaleza, tal vez la areté consista en la acción apropiada a
los valores por los cuales hemos decidido optar.
Cada cual puede
trazar su propio camino de virtud, pero ese camino discurre por el mundo y debe
atenerse a él. Es más, ese camino no puede realizarse sin una cierta
transformación del mundo. Desconfío de los que recomiendan cambiarse a uno
mismo para cambiar lo demás, no porque no tengan razón, sino porque la
evolución individual es tan ardua (y tan ausente) que podemos pasarnos la vida
recluidos en ella, desentendiéndonos del mundo. Suena a excusa y a consejo de
resignación. Claro que hay que empezar por uno mismo, pero, ¿de qué nos sirve
si no se materializa en el encuentro con los demás, en compartir, en dialogar,
en luchar para construir la virtud colectiva? ¿Acaso vivimos al margen de la
sociedad que establece nuestros derechos y nuestros deberes, y de las
decisiones de sus gobernantes? La virtud solitaria, como el vicio solitario, es
deslucida e incompleta, siempre se queda a medias. Lo digo con todo el respeto
hacia los místicos y hacia los amantes del retiro, entre los que me cuento.
Pero, como dijo el Eclesiastés, hay un tiempo para cada cosa. La virtud que vale
es la que baja a ensuciarse en el barro de la plaza.
Invitémonos unos a otros a rehabilitar
la noción de virtud, tanto en su versión individual, íntima, como en su vertiente
de obra colectiva, pública. La primera para ganar el buen vivir, para hacer que
nuestra vida sea valiosa y satisfactoria, para componer la eudaimonía. La segunda para que nuestro hallazgo revierta en los
demás y así nos vuelva de ellos, para que fructifique en el amor y la amistad,
para que vaya más allá de nosotros y cristalice en la construcción de un mundo
mejor para nuestros hijos. Imposible una sin otra. Ni siquiera los estoicos y
los epicúreos renunciaron a implicarse en el mundo. Todos ellos eran
conscientes de la naturaleza candentemente social del ser humano. Incluso
mientras nos apartamos, estamos teniendo a los demás como referencia. Salud y
virtud para todos.
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