En los paseos por los
campos que rodean mi pueblo, suelo cruzarme a mucha gente. La ruta discurre
plácidamente entre olivares y almendros, y sus repechos son llevaderos incluso
para los que no vamos sobrados de forma física. Es un camino tan transitado que
popularmente se le conoce como “la ruta del colesterol”. Saludo a un grupo de
parejas (ya maduritas) que caminan con sus hijos, y escucho a un niño de unos
seis o siete años, que le pregunta a su padre:
—Papá, ¿quién es el
mejor de Star Wars?
El padre reflexiona
unos instantes y le contesta:
—Las mejores son las
señoras de la limpieza.
—¿Salen señoras de la
limpieza? —replica el niño, desconcertado.
Ya se han alejado un
poco, pero distingo las palabras del padre.
—No, ellas no salen.
Pero cuando acaban las batallas y todos los actores se van a su casa, las
señoras de la limpieza son las que ponen orden en el estropicio que han dejado.
Continúo mi camino,
admirado. Eso es filosofía. Eso es educación.
Nuestro mundo
impecable, el escenario en el que representamos las comedias y las tragedias
cotidianas de nuestra vida, nos parece algo natural que se da por sí mismo.
Casi siempre olvidamos que no es así, que si disfrutamos de un cierto confort,
si nuestro lugar de trabajo está limpio y los aseos funcionan, si los detritos
que generamos no se nos amontonan a la puerta de casa ni corren por la calle
aguas malolientes como sucedía antaño, es porque un ejército invisible
interviene cuando nos marchamos, y lo pone todo en su sitio, y arregla nuestros
estropicios, y hace que funcionen las cosas que usamos. ¿Qué sería de nosotros
sin esos discretos celadores, sin su trabajo duro y casi siempre mal pagado?
Tiene razón ese padre tan lúcido: son los mejores.
A mí los que se
dedican a estos servicios de limpieza y mantenimiento me recuerdan al personaje
del farolero de El principito. Fiel cumplidor de su deber, mecánico
ejecutor de la consigna a pesar de que esta se haya vuelto superflua y fatigosa.
“Resulta que ahora el planeta da una vuelta cada minuto… Ya no tengo ni un
segundo de descanso, enciendo y apago el farol cada minuto”. Su disciplina
ciega se nos antoja necia. Pero el Principito sabe recordarnos cuánto tiene de
poesía: “Cuando enciende su farol es como si hiciera nacer una estrella o una
flor. Cuando apaga su farol hace dormir a la flor o a la estrella. Por eso su
ocupación es hermosa”. Y al emprender la marcha, melancólico, medita que “era
el único que no le había parecido ridículo; posiblemente porque se ocupaba de
algo más que de sí mismo”.
En mi escuela, dos
señoras de la limpieza empiezan a empujar su carro con bayetas, mopas y
recogedores poco antes de que se vayan los niños. Y se quedan allí, saludando
amables a todos los que nos vamos marchando, haciendo su trabajo imprescindible
hasta las nueve y media de la noche. Y al día siguiente regresan temprano a
terminar, nos dan los buenos días con una sonrisa a medida que entramos los
maestros, sumidos en los últimos detalles de las clases que están a punto de empezar…
No creo que reparemos mucho en su presencia, y estoy casi seguro de que los
niños ni siquiera las ven. Los niños tal vez piensen que las aulas se limpian
solas; o quizá consideren a las señoras de la limpieza como los duendes del
cuento del zapatero, que le cosían los zapatos por la noche: una presencia
misteriosa que actúa en la trastienda de la vida, como la fuerza que hace
crecer las plantas o que hace salir el sol por las mañanas. Me he encontrado a
más de un alumno que, cuando le llamaba la atención por tirar un papel al
suelo, me replicaba: “Para eso están las señoras de la limpieza”. Los padres de
esos alumnos probablemente no las considerarían lo mejor de Star Wars.
En un bello poema,
Bertolt Brecht nos recuerda que los trabajadores no suelen salir en los libros,
aunque hayan sido ellos los que en realidad han hecho la Historia con sus
esfuerzos anónimos. “¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de
piedra? … La noche en que fue terminada la Muralla china, ¿adónde
fueron los albañiles? … El joven
Alejandro conquistó la India. ¿El sólo? César venció a los
galos. ¿No llevaba consigo ni siquiera un cocinero? Felipe II lloró
al hundirse su flota. ¿No lloró nadie más?" Cuando leo las hazañas de
los grandes de la Historia, no puedo evitar preguntarme qué estarían haciendo
mis humildes antepasados en ese momento. ¿Sería alguno de ellos sirviente de un
conde? ¿Se hundiría alguno malherido en Trafalgar? ¿Estarían partiéndose
el espinazo arando los terrones resecos, o golpeando, como mis abuelos, el
hierro en la fragua, o fregando, como mi abuela, los suelos de alguna casa de
gente bien? Frente a la dureza de su vida, yo soy un privilegiado. Eso me da un
poco de vergüenza. Es lo menos que les puedo dedicar.
Nos hemos
acostumbrado a ser servidos, a que la Madre Sociedad provea de todo lo
necesario para nuestro bienestar. Damos por sobreentendido que ese bienestar es
fruto del trabajo de muchos, y no solo no lo valoramos, sino que además nos indignamos
cuando no se nos ofrece bien hecho. Encontramos el suelo un poco sucio y no se
nos ocurre pensar que tal vez ese día la señora de la limpieza tenía dolor de
espalda, o se le presentó más trabajo del habitual en otras partes. Lo mismo
hacíamos con nuestras madres de pequeños: si la comida no estaba en la mesa, o
si había verdura para comer, solo se nos ocurría protestar. ¡Qué deprisa nos
acostumbramos a ser servidos, y cuánto nos cuesta pensar que a veces deberíamos
colaborar, o ser nosotros los que sirvamos! Todos llevamos dentro a un pequeño
dictador que no se bajará del pedestal mientras no le obliguen, y por eso es
necesario que se nos eduque. Para que así emerja ese Principito que también
llevamos dentro, el que es capaz de descubrir el mérito y la poesía de los que
trabajan para todos. Para que desarrollemos ese valor tan escaso, tan
improbable, tan necesario, que es la empatía.
Hacen falta muchos
padres que consideren que las mejores de Star Wars son las señoras de la
limpieza. Porque hay que tener presente el valor de las cosas. Y para no
renunciar a que algún día todos podamos disfrutar de la vida en igualdad. Para
que nadie tenga que trabajar si le duele la espalda. Para que haya también
quien nos cuide cuando no podamos limpiar nuestra casa.
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