viernes, 26 de mayo de 2017

Salud y felicidad

“Tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor”, glosaba una canción popular en mi infancia. Y la vida, a medida que avanza, nos enseña cuánta razón tenía. Yo de mozo no la entendía; si acaso podía parecerme razonable que se buscara amor; un amor de aquellos con los que soñamos en la adolescencia: a la vez exuberante y cálido, hecho de suaves caricias y de besos apasionados. El dinero, en cambio, siempre me pareció más bien mezquino: necesario, incluso deseable, pero no como objetivo, sino como complemento. En cuanto a la salud, me desconcertaba que se le diera tanta importancia. ¿Para qué quería algo que le sobraba a mi cuerpo nuevo y rebosante?
Hoy lo que me desconcierta es leer que algunos científicos opinan lo contrario que la canción: la salud está sobrevalorada. Nadie se siente más feliz por estar sano, y hay muchos cuerpos rozagantes que se sumen en la depresión o se despeñan en la angustia. Esto me ha hecho pensar, primero porque es innegable, y segundo porque entra en conflicto con lo que me han enseñado los años: que uno, con el tiempo, aprende a apreciar la salud en lo que vale; porque sin ella no hay nada. Somos puro cuerpo, lo demás viene por añadidura y casi como adorno. Si el cuerpo nos falla, ¿de qué nos sirve cualquier otra alegría?
Entonces he caído en la cuenta de que no es casual que sea la madurez la que nos educa en lo esencial de la salud. El cuerpo gastado hace que la salud sea un bien cada vez más escaso, y la escasez es lo que lo hace precioso. A medida que la hipertensión o el colesterol nos empiezan a imponer sus limitaciones, nos damos cuenta de lo mucho que hemos ido perdiendo por el camino sin darnos cuenta, y sobre todo, tal vez, cobramos conciencia de que a partir de ahí solo nos queda perder y perder hasta que lo perdamos todo. Ese cuerpo que nos parecía imbatible ahora va mostrándose cada vez más vulnerable. Y he pensado otra cosa que siempre repetían nuestros abuelos: que no damos valor a las cosas hasta que nos faltan. Solo nos hace felices lo que, estando en peligro, logramos conquistar. La carencia es la que impone el valor de las cosas. Luego, para ser felices, siempre hemos de tener algo por conseguir, o por defender.
Somos realmente unos extraños animales. Para mi gata Chiqui, la vida se reducía a unas pocas alegrías: el pienso asegurado, la comida de lata que le ponía para cenar, la seguridad que le infundía mi entrada en casa después de faltar todo el día, el placer de que la acariciara… y poco más. Como no tenía que cazar, ni que aparearse (estaba operada), ni que defenderse, se pasaba el tiempo durmiendo (a veces incluso roncaba). No sé si era feliz, pero desde luego no era desdichada. A menudo la increpaba reprochándole: “¡Tú sí que vives bien!” Su existencia era un ocio puro, sin pasado ni futuro, sin viejas amarguras ni turbias esperanzas.
Nosotros, en cambio, nunca tenemos suficiente. Lo que tenemos lo damos por descontado, y no nos motiva. Cuando logramos algo largamente perseguido, pronto nos acostumbramos a su presencia y nos parece anodino. Necesitamos que algo nos falte para que nuestros sentidos se despierten y la vida vuelva a cobrar color. Esa falta nos hace infelices, pero es justamente el trabajo al que nos mueve esa infelicidad lo que nos trae los mayores goces. La salud es felicidad, sí, pero solo cuando hemos conocido su ausencia, o cuando insinúa su flaqueza, o cuando sospechamos que durará poco. Esto nos dice bastante de lo que da sentido a la vida: tener un objetivo y sentirse en camino hacia él. A diferencia de mi Chiqui, que se repantigaba en un presente perfecto, somos seres lanzados hacia el futuro, seres inquietos que no pueden conformarse con que todo esté logrado. Hay que reavivar siempre la hoguera de la emoción; hay que llenar siempre, una y otra vez, eso que los orientales llaman “el pozo del sufrimiento”.
En el otro extremo, el reciente mito de la vida sana pone en la salud la felicidad completa. Hay que comer bien, hacer mucho deporte, descansar lo necesario; de lo contrario seremos parias deteriorados en un mundo de cuerpos pletóricos. Un fumador como yo, por ejemplo, es un renegado o un apóstata ante los nuevos profetas de la salud. Lo que no se entiende, lo que no se perdona, no es que uno se haga daño a sí mismo todos lo hacemos, y más nos hace la propia vida, sino que lo haga precisamente de esa manera. El cuerpo se ha convertido en el nuevo dios, y no resulta admisible la inobservancia de su culto. Hay mucho de moda y de negocio en esta nueva religión de la salud que se nos impone a través de los medios y las costumbres. Pero tal vez los seres humanos tengamos que vivir así, por modas, por veneraciones, por rituales. Tal vez lo que busquemos siga siendo sentir que tenemos al alcance la piedra filosofal, la tierra prometida, lo que, como en los cuentos, nos hará felices “para siempre”. Hoy, cuando ya pocos alimentan la esperanza de la vida eterna, la sede de la vida terrena, o sea el cuerpo, se ha convertido en el nuevo templo.
¿Por qué habría de estar mal? Algunos piensan que a través del requerimiento de salud se ejercen sobre nosotros nuevas opresiones. Se nos reduce, se nos aliena, al exigirnos que hagamos de pastores de nuestros órganos. La mala salud, en el descuidado, equivale a un castigo merecido. El propio sistema de salud pública reprocha a los fumadores y a los bebedores, y a los locos, y a todos los otros disidentes que le salga tan caro cuidarlos cuando enferman. Hay algo de estigma en la enfermedad. El enfermo no produce y, encima, cuesta dinero al erario público. Así es como un bien objetivo, la salud, se convierte en una coartada para la persecución.
Esa salud de consumidor no nos dará la felicidad, es cierto. Pero la otra, la salud que nos libra momentáneamente de los dolores de espalda o de cabeza, la salud que recuperamos como un tesoro después de un largo tratamiento contra el cáncer, la salud que mal que bien sostiene a nuestros padres ancianos y les concede una prórroga en el mundo, la salud de nuestros hijos después de una fiebre excesiva, esa salud sí que nos habla de la felicidad, sí que nos enseña que la felicidad es algo en el fondo simple y aburrido, gozosamente aburrido. Los filósofos que se debatieron con la enfermedad y el dolor son los que más nos han hablado de la alegría: el entrañable Epicuro, que se sobreponía a los cólicos nefríticos; el apacible Montaigne, que sufría la misma dolencia; el achacoso Séneca, que cometió la osadía de llegar a demasiado viejo; el pulcro Spinoza, que murió tan joven; el apasionado Nietzsche, que nos propuso la dignidad. Disfrutemos de la salud, y aprendamos serenidad cuando nos falte.

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