Ir al contenido principal

Líneas rojas

Juzgar los asuntos humanos es más que complejo: es una empresa ardua y, si pretendiéramos exigirle rigor, descorazonadora, condenada de antemano a prolongarse sin esperanza de completarla. A grandes rasgos, probablemente, somos profundamente simples y previsibles: todos y siempre buscamos las mismas cuatro cosas. Pero esas cuatro cosas no siempre van en la misma dirección, ni se nos aparecen claras, ni se entretejen del mismo modo con nuestra historia o con el mundo que nos rodea. En cada persona confluye un universo entero que, además, no deja de cambiar. Imposible tenerlo en cuenta en todos sus matices: si queremos darle una apariencia descifrable, no tenemos más remedio que simplificar, aun a costa de arriesgarnos a perder lo principal por el camino. 


Nuestros actos, aunque hayan sido visibles y podamos relatarlos, están siempre repletos de detalles que llevarían su exposición al infinito. Hemos de renunciar a la objetividad: como nos insinúa el sentido común y nos demostró Kant, cada testigo mezcla, inevitablemente, lo percibido con su interpretación, su mundo de significados e intenciones, impregnando los hechos de sí mismo. La forma de los sucesos humanos es irregular, y no encaja nunca del todo con las categorías a las que aspira a reducirlos la abstracción. En realidad, quizá ni siquiera existan sucesos, como no existen vivencias aisladas del contexto: más bien hay pautas, oleajes en un continuo donde cada cosa se engarza con infinidad de otras cosas que la preceden, que la acompañan, que la suceden.

En las clases de religión que me imponían en el instituto privado y cristiano, el sacerdote nos aleccionaba escolásticamente sobre el modo de analizar la moralidad de un acto. Recuerdo bien su esquema de análisis porque me despertaba una viva curiosidad, aunque no acabara de entenderlo. Me parecía asombroso y apasionante que se pudiera diseccionar la moralidad de un acto humano con el escalpelo, relativamente simplista, de la razón ¡un cura enseñándonos a razonar!, como si se tratara de un fenómeno de la naturaleza.
El profesor, que no hacía más que dictarnos unos apuntes que tal vez conservara desde el seminario, postulaba que para juzgar moralmente un acto había que tener en cuenta tres categorías: objeto, fin y circunstancias. Si no recuerdo mal (porque ahora no me pondré a buscar aquellos apuntes, aunque creo que los guardo acumulando polvo en algún armario), el objeto es el hecho en sí mismo, lo que ha pasado: por ejemplo, un padre pega un bofetón a su hijo. ¿Con qué fin lo hizo? Si le interrogamos, probablemente nos responderá: educarle, contenerle… Pero podría haber otras intenciones que no esté reconociendo, que tal vez ni siquiera admita ante sí mismo: controlarle, interrumpir un berrinche desbocado, restituir la autoridad paterna cuestionada, por mera impaciencia…
Y en cuanto a las circunstancias, ¿cómo no intuir su posibilidad innumerable, su imbricación con factores como los roles sociales y las emociones? La actitud desafiante del niño ofende al padre, los gritos de la madre irritan a ambos, la escena reiterada perturba la convivencia del hogar, el padre es partidario de una educación autoritaria, padre y madre discrepan, alguien ha tenido un mal día… La lista sería interminable. ¿Cómo va a ser fácil juzgar, cómo va a llevarnos a conclusiones claras, si cada cual ve lo suyo y solo puede ver desde sí mismo, y cuanto más observas más confuso aparece el panorama?

Si nos ceñimos al valor ético de un hecho (o sea, a lo que podemos juzgar de él más que a lo que podemos comprender, como pretendía mi canónico profesor), y no queremos perdernos en espirales de interrogantes sin respuesta, tal vez haya que prescindir de ese enrevesado calidoscopio de circunstancias y opiniones, y apelar a una relativa rotundidad de reglas: las que marcan las líneas rojas que no hay que traspasar bajo ningún concepto, sean cuales fueren el objeto concreto, el fin probable o las circunstancias posibles. Si la línea roja ha sido rebasada, deberíamos considerar que el acto es inadecuado y censurable; si nos queda más acá de ese límite, y aunque no tengamos la certeza de su bondad o su validez, podemos, al menos, admitirlo. En el ejemplo: el padre ha pegado, eso es un hecho; y no hay que pegar: eso es una norma. Se ha saltado la línea roja de los malos tratos. Solo sabemos eso, pero quizá equivalga a saber todo lo que hay que saber, quizá nos baste para emitir un veredicto, no definitivamente moral (siempre más ambiguo), pero sí socialmente normativo, lo cual equivale a una moralidad rudimentaria: el acto puede considerarse falta y no será aceptado.
El padre maltratador y aquí cuentan detalles como la reiteración, a la hora de establecer la gravedad merece en todo caso una reconvención, tiene que ser sancionado y corregido. No por nadie supuestamente dotado de una autoridad superior aunque viene a ser ese el papel reservado a los jueces, en tanto que ejecutores de la Ley, sino por el colectivo social (el nuestro) que se expresa a través de la norma; es decir, en definitiva, por todos (o todos los que cuentan): en ese punto, la autoridad de un juez emana de la delegación que el conjunto ha realizado en él al nombrarle guardián de la Ley, administrador de las líneas rojas.

En conclusión, al menos provisional, las líneas rojas no nos ayudan a ser más justos, solo a responder como conjunto a un acto que vulnera gravemente nuestro código tribal, un acto socialmente peligroso del que socialmente tenemos que defendernos. Claro que eso puede dar lugar a otros tipos de arbitrariedades e injusticias al fin y al cabo, se trata de la “dictadura de la mayoría”, y a fenómenos atroces como la caza de brujas o la inmolación de chivos expiatorios: que una cosa sea sancionada colectivamente no es ninguna garantía de que sea adecuada o justa, y mucho menos que no deba discutirse y revisarse. Pero en algún lugar hay que trazar la frontera de lo permisible, o no podríamos fundar ni sostener colectividades estructuradas. Las líneas rojas servirían como trazo grueso de esa frontera, y las leyes serían su expresión. También individualmente, cada uno de nosotros tenemos las nuestras, pero eso ya no atañe a la norma, sino a la ética personal.

Hay un límite en que la tolerancia deja de ser virtud. Edmund Burke.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Defensa de la nostalgia

Un supuesto filósofo, de cuyo nombre no quiero acordarme, sermonea por la radio nada menos que este lema: «La nostalgia es una irresponsabilidad». Desde su pedestal, a este predicador solo le ha faltado decretar la hoguera para los reos de melancolía. Y, como puntilla de su hibris , añade: «Un filósofo tiene que ser tajante, no puede quedarse en medias tintas». Dudo que los dicterios de este riguroso moralista tengan la menor veta de filosofía. Porque si algo caracteriza al pensador honesto es la duda y el matiz. Precisamente la complejidad de las medias tintas. Para sentencias terminantes ya tenemos la fácil temeridad de la ignorancia. En la convicción inamovible se está muy bien: la lucidez empieza en el cuestionamiento, y por eso resulta incómoda y aguafiestas.  Así que yo me permito pasar los axiomas de este señor por el cedazo de mis interrogantes. Ciertamente, la nostalgia es una tristeza, y eso bastó para que Spinoza y Nietzsche la rechazaran. El budismo tampoco la acogería...

La tensión moral

La moral, el esfuerzo por distinguir lo adecuado de lo infame, no es un asunto cómodo. Y no lo es, en primer término, porque nos interpela y nos implica directamente. Afirmar que algo es bueno conlleva el compromiso de defenderlo; del mismo modo que no se puede señalar el mal sin pelear luego contra él. Como decía Camus, «para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción». Debido a ello, la moral se experimenta, irremediablemente, en forma de tensión. Es pura cuestión de dialéctica: desde el momento en que se elige algo y se rechaza otra cosa, lo elegido se enfrenta a la resistencia del mundo, y lo rechazado se le opone en forma de insistencia. No es nada personal: lo que queremos se nos resiste simplemente porque lo perseguimos, y basta con pretender descartar algo para que nos lo encontremos por todas partes, vale decir, para que nos persiga.  Al elegir, lo primero que estamos haciendo es implantar en la vida una dimensión de dificultad, «que empieza ...

Conversación

Los espartanos consideraban que se habla demasiado, y por eso, antes de abrir la boca, procuraban asegurarse de que lo que iban a decir valía la pena, aportaría algo nuevo y no haría a nadie un daño innecesario. Debían ser un pueblo muy silencioso, y su gusto por la brevedad explica que hayamos incorporado su gentilicio «lacónico» como sinónimo de concisión. Es cierto que solemos hablar de más, pero hacerlo tiene un sentido social que escapa a la austeridad de aquel pueblo de adustos guerreros. Por paradójico que parezca, normalmente no conversamos para transmitir información. Necesitamos hablar porque es nuestra manera de encontrarnos, de estar juntos, de sentirnos unidos. Cierto que lo que nos entrelaza es frágil: meros mensajes, a menudo banales, muchas veces inapropiados. Sin embargo, por frágil que sea, cumple su función primordial de vínculo. Además, hay que respetar las palabras, incluso las más triviales, porque el verbo es más fuerte que nosotros, porque nos trasciende y nos ...