Luc Ferry, en su obra Sobre el amor, señala algo que ya se ha convertido en lugar común ―aunque no se le ha encontrado ni la explicación precisa ni la solución acertada―: la dificultad que tenemos los padres de hoy en día para educar a nuestros hijos en el límite, en lo que Ferry llama “la Ley”: la norma, la contención imprescindible para regularse, madurar y capacitarse para la entrada en el espacio social.
Los niños se han
convertido en pequeños tiranos que a menudo campan a sus anchas, se dirigen a
los adultos como iguales, y no aceptan un “no” de los padres sin arduas justificaciones
y negociaciones que a veces se convierten en verdaderos mareos de la perdiz. La
consecuencia es que el niño se mueve en una permanente incertidumbre, en una
falta de contención que le crea inseguridad y le dificulta la atención, el
esfuerzo y la convivencia. Ellos, por supuesto, no tienen la culpa: somos los
padres los que hemos dimitido de nuestro papel de educadores, al menos en este
aspecto de los límites. ¿A qué se debe esa capitulación?
Para Ferry, es
consecuencia de un “exceso de amor” o, más bien, de sentimentalismo. Sin
embargo, no aclara el origen de ese exceso. Los padres queremos educar bien a
toda costa, y, tal vez debido a ese empeño, nos movemos con inseguridad y
tememos no saber hacerlo. Pero creo que, paralelamente, sucede algo que no
siempre nos confesamos: nos hemos convertido en dependientes de los hijos; de
su cariño, que tememos perder; de su aprobación, que tememos no merecer. Quien
se mueve con tanto temor no dispone de la entereza que requiere aplicar la
“Ley”.
El problema, por
consiguiente, no sería tanto el exceso de amor como un amor mal encarado. Al
adorar a nuestros hijos nos convertimos en dependientes de su amor. Su enfado
con nosotros nos incomoda a veces más que la indignación de nuestra pareja. Es
como si no pudiéramos concebir sin angustia que nuestros hijos nos odien un
poco cuando les llevamos la contraria. La más mínima señal de malestar nos
despierta la vergüenza o la culpa, y nos inspira la insoportable sospecha de
estar siendo malos padres. La puerta al chantaje queda así abierta de par en
par: el niño, instintivamente, aprovecha el poder de sus protestas y las lleva
todo lo lejos que hace falta para salirse con la suya.
“Salirse con la suya”
no es una expresión del todo acertada, porque parece implicar mala intención o
deseo de imponerse al otro. En realidad, es mucho más sencillo, y tenemos que
admitirlo así: el niño se guía en su conducta por el puro hedonismo, está
“programado” para intentar hacer lo que le apetece. Aún no se ha distanciado lo
suficiente del puro instinto de satisfacción, aún no ha construido una
identidad, ni una estructura ética, ni una noción del papel de la norma en la
convivencia con los otros. En definitiva, el niño no es todavía lo bastante social. Si naciéramos con criterio de
qué es lo correcto y con capacidad para controlarnos no nos haría falta la
educación. Por eso es el adulto el que tiene que hacer, de entrada, ese
trabajo, el que tiene que jugar el papel de Pepito Grillo, aportando la
conciencia, el pensamiento reflexivo, los valores éticos y las normas.
No es que los padres
de hoy no sepamos que nos toca ese papel: de hecho, la mayoría lo jugamos encantados,
satisfechos de poder entregar nuestro amor y nuestro cuidado. El problema —y creo
que es a esto a lo que se refiere Ferry— quizá sea que lo hacemos demasiado encantados. Acompañamos cada orientación
con un sinfín de explicaciones y razonamientos, muchos de los cuales el niño ni
siquiera entiende o sencillamente le aburren. Para no sentirnos tiranos, nos
entregamos a negociaciones interminables cuando no a sutilezas propias de
diplomáticos, todo para evitar el temido “no” rotundo e inapelable. Admitamos
que, cuando ganamos ―porque no siempre lo
hacemos―, lo conseguimos a
menudo por puro cansancio. Solo hemos conseguido una prórroga: como el niño no
ha aprendido, en la siguiente ocasión habrá que volver a empezar.
Así que los padres
fallamos al final del protocolo: allá cuando hay que aplicar la norma. Somos
como jueces que se extienden en largas disquisiciones y al final no emiten el
fallo; o, más bien, que titubean a la hora de aplicarlo. Por supuesto, ese es
el momento principal, y su incumplimiento arruina todo lo demás. Nuestro
esfuerzo de razonamiento y de negociación se basa en la premisa errónea, en la
fantasía equívoca, de que al niño le bastará con entender para corregirse por
sí mismo ―y evitarnos así la
costosa tarea de hacerlo nosotros―. Sin embargo, la inmensa mayoría de los
niños no pueden hacer eso, y no podemos reprochárselo. Y por ende nuestro papel
como padres debería consistir en hacerlo por ellos mientras no puedan. Eso es
educar.
Es importante asumir
que, a partir de un punto y en determinados aspectos esenciales, la prohibición
resulta innegociable, y tal vez incluso no sea ni siquiera justificable, al
menos a los ojos del niño. Así es el espacio social, regido por la norma, que a
veces es tan arbitraria como una mera costumbre; así es, siguiendo con la
terminología de Ferry, la “Ley” para todos, también para los adultos: existe la
autoridad, y la autoridad es la que establece y gestiona los límites, porque el
espacio social se caracteriza precisamente por las limitaciones que impone. “La
Ley, esa ley que no se discute y que no se negocia con los hijos, según el
principio de que nuestro “no” debe ser un no y nuestro “sí” un sí, es lo que
les permite entrar en la vida de la polis o, por decirlo más simplemente, en el
espacio de la urbanidad. Si no les transmitimos la Ley, los hacemos incívicos y
los empujamos hacia la marginalidad, cuando no hacia la locura. Los privamos de
los medios para vivir en armonía con los demás”. En efecto: solo desde la
iniciación en la autoridad y en la norma, que con el tiempo deben ser interiorizadas,
estamos capacitando a nuestros hijos para la convivencia, y para una entrada
exitosa en el mundo social.
Entender esto debería
darnos fuerzas renovadas para enfrentarnos a nuestros propios fantasmas. Nunca
estaremos seguros de estar siendo unos buenos padres: de hecho, nunca lograremos
serlo del todo. Ese sueño de perfección resulta iluso por nuestra parte. Algún
día tal vez tengamos que escuchar los reproches de nuestros hijos y darles la
razón. Hemos de renunciar a ser los padres perfectos, de amor incuestionable,
para poder ser los padres simplemente correctos que nuestros hijos necesitan.
El psicoanálisis y
buena parte de la psicología nos han imbuido tres fantasías igualmente
nefastas: por una parte, al postular que muchos desórdenes se fraguan en la
niñez, agitan nuestro temor, nuestra culpabilidad y nuestra inseguridad por
adelantado; por otra parte, al consagrar la figura del especialista, el que
realmente sabe, nos hacen sentir también ignorantes e inseguros; y finalmente, han
creado la ilusión de que educar puede ser un acto casi científico, basado en
unos principios exactos y definitivos, que nos proponemos seguir a rajatabla
pero para los que, en el fondo, nos sentimos incapaces.
Todas esas ilusiones,
que minan nuestra determinación y nos hacen ver la educación como un reto
inalcanzable, son verdaderas y útiles en cierto grado, pero falsas y peligrosas
llevadas al extremo, y tenemos que verlo para que nos afecten lo menos posible
(ya no digo que no nos afecten en absoluto, porque se han filtrado hasta lo más
hondo de nuestra cultura, y porque hay que aceptar su parte de razón). Es
cierto que las carencias y los traumas de la niñez conforman la personalidad y
se extienden a lo largo de la vida, pero no es menos cierto que vivir es
difícil de por sí, que las personas hacemos lo que podemos y que un cierto
grado de carencias y de traumas resulta inevitable, forma parte del mero hecho de
existir. Como padres, nuestro deber es proteger a nuestros hijos, alimentarlos
y darles nuestro amor; si hacemos todo eso de forma razonable, ya habremos hecho
mucho, y para lo demás contamos con la lucidez y el sentido común.
Porque, una vez cubiertas
sus necesidades básicas, también nos corresponde darles una educación que les
permita regularse a sí mismos y gestionar su adaptación social: eso, que es
mucho más difícil, incluye el aprendizaje de los límites, y no podemos dimitir
de él solo porque nos inspire dudas y temores, o porque sea difícil. Sin duda
nos será muy útil informarnos y reflexionar, y de hecho eso es lo que
recomienda Ferry para jugar nuestro papel con más seguridad: “Debemos
asegurarnos de que nuestras aprobaciones y nuestras prohibiciones están motivadas
por razones lo bastante coherentes como para que podamos sostenerlas”. El hecho
de no tener ideas claras no solo nos hace dudar, sino que provoca actitudes
contradictorias que los niños nos señalan con razón: a veces nos empecinamos en
lo secundario ―Ferry pone el ejemplo
de comerse las verduras― y descuidamos lo
esencial ―como un buen
comportamiento en el restaurante o cumplir con las obligaciones―. De todos modos, lo
que importa es la claridad de ideas, estar “lo bastante convencido como para
que el niño entienda que el “no” es un “no” de verdad.”
La psicología y la
pedagogía no son ciencias exactas, y por eso hay que relativizar sus
orientaciones y encararlas siempre desde un punto de vista crítico. Los
especialistas pueden ayudarnos, sus propuestas pueden orientarnos, pero en
última instancia no podemos delegar en ellos nuestro papel de padres. No
existe, ni existirá nunca, el tratado de los padres perfectos, ante todo porque
estos tampoco existirán. Es suficiente con que queramos a nuestros hijos y confiemos
en nuestro sentido común, actuando con la mayor coherencia posible, y
sobrellevando, si no podemos evitarlos, el temor o la culpabilidad. Lo que no
podemos permitir es que estos nos justifiquen para escabullirnos de nuestro
papel de padres. Sobre todo, porque nuestros hijos nos necesitan. “El niño ―concluye Ferry― necesita esa
autoridad serena y reflexiva de la Ley para construirse, para entrar, como dice
Lacan, en el mundo de lo simbólico, en el espacio público, en el mundo cívico”.
Sabemos que nuestros hijos nos necesitan, pero, ¿hasta
qué punto admitimos que les necesitamos? A veces esperamos de ellos demasiado,
les reclamamos un afecto que deberíamos encontrar en otras personas ―en la
pareja, en los amigos…―, les reclamamos que nos realicen y nos llenen de
sentido cuando eso deberíamos buscarlo en otros ámbitos ―en el
proyecto personal, en el trabajo, en las aficiones…―. Es
cierto que los padres de hoy nos volcamos demasiado en nuestros hijos, pero eso
va acompañado de un exceso de expectativas que recae sobre ellos como una losa,
y que también nos dificulta su educación. Los niños de hoy tienen que hacerse cargo,
a menudo, de la responsabilidad descomunal de hacer felices a sus padres, de realizarles
y conferir sentido a sus vidas. Las necesidades de los niños son simples y
fáciles de satisfacer: preguntémonos si nuestra angustia a la hora de educarlos
no se deberá más a las nuestras.
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