Todos preferimos el
optimismo, que nos abre al mundo y al futuro, despierta nuestro impulso y lo
alimenta, nos convierte en seres constructivos y constructores. El optimismo
nos entrelaza con el mundo, proclama la alegría, ayuda a dormir y a hacer
mejores digestiones, instaura un bienestar que hace más llevadera la vida y a
nosotros más afables con los demás. Se está más a gusto cerca de un optimista,
incluso cuando no se comparten sus entusiasmos: tal vez nos contagie un poco de
su positividad, y si no, al menos, no carga con más nubarrones nuestro
horizonte. ¿Cómo no preferirlo?
Sin embargo, esa
misma virtud solar y activa que nos lo hace grato, también nos compromete. El
optimismo es más exigente, si somos coherentes con él, ya que no nos deja
coartadas para la pereza ni la reticencia: cuando hay una convicción, lo lógico
es convertirla en intento. Es más expuesto, porque no nos deja refugios ni
vuelta atrás: hay que disponerse a salir a la calle y actuar, y el que actúa se
arriesga, se equivoca, se enfrenta a los demás: a su juicio y también a su
oposición. El optimismo es trabajoso, a menudo iluso y siempre de consecuencias
imprevisibles. A eso debía referirse Pascal al afirmar que “la mayoría de los
males les vienen a los hombres por no quedarse en casa”, afirmación pesimista
donde las haya.
De ahí que haya quien
se cobija en las “ventajas del pesimismo” (la expresión es de Luc Ferry). El
que espera poco corre menos riesgos de caer en la decepción, pues ya está
instalado en ella. No tiene por delante la tarea de inventar, ni la exigencia
moral de llevar a cabo ningún intento. Puede parapetarse tras sus defectos sin
cuestionarlos, porque, al fin y al cabo, él es así porque así le ha hecho la
vida, y no hay nada que pueda hacer al respecto. Su discurso suena más lúcido
que el del optimista, al que se puede permitir mirar por encima del hombro con
pena o con sorna, esperando su fracaso, que siempre llegará, puesto que la vida
es difícil, el mundo se opone a nuestros proyectos, y hacen falta muchos
fracasos para alcanzar un éxito. En cambio, si este llega a pesar de sus negros
augurios, no tiene por qué admitir ningún error, puede poner mil excusas: a
veces hay excepciones, existe la suerte, ya veremos cuánto dura… Sobre todo, el
pesimista se ahorra mucho trabajo y muchas frustraciones, a cambio de una
amargura escéptica a la que uno puede acostumbrarse, como a tomar el café sin
azúcar.
Los años parecen dar
la razón al pesimismo solo porque vivir es perder, porque la vida está llena de
sinsabores y tragedias que se van sumando. La vejez, que podría ser una
liberación de muchas cosas, yace a menudo aplastada por el puro cansancio. Es
comprensible, pues, que el pesimismo parezca más verosímil, pero eso no lo hace
más verdadero. Aquí la memoria nos traiciona: estamos hechos para percibir con
más intensidad los sufrimientos que los gozos, y por eso siempre los tenemos
más a mano en el recuerdo. “El dolor manda”, dice Comte-Sponville, y no podemos
quitarle la razón; pero sí esforzarnos por oponerle el catálogo de nuestras
alegrías, que también fueron muchas, y la necesaria constatación, si somos
honestos, de que nuestros dolores pudieron ser peores, que lo son para muchos.
La universalidad del
sufrimiento, a veces atroz, parece darle la razón al pesimista, pero Epicuro,
maestro del optimismo, ya nos enseñó que el dolor que no acaba con nosotros es
llevadero, y que, frente a él, necesitamos pocas cosas para oponerle la alegría:
“Más gozosamente disfrutan de la abundancia quienes menos necesidad tienen de
ella, y todo lo natural es fácil de conseguir”. Los estoicos nos aleccionaron
sobre nuestra capacidad para sobrellevar el dolor con entereza, y de ese modo
nos regalaban razones para el optimismo. Séneca escribió: “Busquemos algo
bueno, no en apariencia, sino sólido y duradero, y más hermoso por sus partes
más escondidas; descubrámoslo. No está lejos: se encontrará; sólo hace falta
saber hacia dónde extender la mano; mas pasamos, como en tinieblas, al lado de
las cosas, tropezando con las mismas que deseamos.” Y Nietzsche proclamaba el
sufrimiento como una parte más de esa existencia de la que se declaraba
enamorado: “Lo que no me mata me hace más fuerte”.
No nos engañemos: los
pesimistas tienen mucha razón, y, cuando nos sentimos débiles y derrotados,
acudir a ellos aporta ese extraño consuelo de los que comparten el desánimo. ¿Cómo
negarle a Hobbes las muchas veces que nos ensañamos entre nosotros con pasmosa
crueldad? ¿Cómo discutirle a Schopenhauer el vacío que nos queda tras la
realización de los deseos? ¿Cómo no reconocer, con Cioran, que la conciencia es
a menudo una pesadilla? La cuestión no es si los pesimistas tienen razón, sino
si también la tienen, al menos a veces, los optimistas, si vale la pena que
apostemos por guiarnos con la alegría. Y el propio Schopenhauer, tan pesimista
pero tan sagaz explorador de la felicidad, nos responde: “De todos los bienes subjetivos, el que más
directamente nos hace felices es un ánimo jovial; pues esta buena cualidad se
premia a sí misma al instante. Quien es alegre tiene en todo momento una razón
para serlo: precisamente el hecho de serlo.”
Con alegría se vive
mejor, aunque sea una vida más trabajosa y más expuesta a la decepción. El
mundo avanza gracias a los apasionados, a los entusiastas, a los ilusos; a los
que están dispuestos a arriesgarse y a apostarlo todo por un sueño. Y para
justificar nuestra alegría no hace falta acudir a sofisticadas instancias
metafísicas, como dioses o ángeles o vidas eternas; no necesitamos nada externo
ni superior para justificar nuestro contento, porque forma parte de nosotros.
Basta con rescatarlo de entre las ruinas, y cuidarlo como una planta de jardín,
para que florezca e ilumine nuestros paseos vespertinos.
Una ocupación agradable, la charla con un amigo, jugar
con nuestros hijos, y aunque probablemente no olvidemos las muchas objeciones
que podemos ponerle a la vida ―¿cómo olvidarlas, cuando a nuestro lado sufre tanta
gente, cuando nosotros mismos sufrimos tan a menudo?―, seguramente
podremos sentir que, junto a ellas, hay mucha luz y mucha belleza. Las ventajas
del pesimismo, en el fondo, tienen más de trampa que de ayuda; nos conducen al
callejón sin salida de nuestras partes más sombrías. ¿Por qué debería valer más
su verdad que la del optimismo, que además está de nuestra parte y nos ayuda a
vivir? Hay que insistir en el optimismo porque es mejor, pero también porque es
verdadero.
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