sábado, 6 de abril de 2019

Las ventajas del pesimismo

Todos preferimos el optimismo, que nos abre al mundo y al futuro, despierta nuestro impulso y lo alimenta, nos convierte en seres constructivos y constructores. El optimismo nos entrelaza con el mundo, proclama la alegría, ayuda a dormir y a hacer mejores digestiones, instaura un bienestar que hace más llevadera la vida y a nosotros más afables con los demás. Se está más a gusto cerca de un optimista, incluso cuando no se comparten sus entusiasmos: tal vez nos contagie un poco de su positividad, y si no, al menos, no carga con más nubarrones nuestro horizonte. ¿Cómo no preferirlo?
Sin embargo, esa misma virtud solar y activa que nos lo hace grato, también nos compromete. El optimismo es más exigente, si somos coherentes con él, ya que no nos deja coartadas para la pereza ni la reticencia: cuando hay una convicción, lo lógico es convertirla en intento. Es más expuesto, porque no nos deja refugios ni vuelta atrás: hay que disponerse a salir a la calle y actuar, y el que actúa se arriesga, se equivoca, se enfrenta a los demás: a su juicio y también a su oposición. El optimismo es trabajoso, a menudo iluso y siempre de consecuencias imprevisibles. A eso debía referirse Pascal al afirmar que “la mayoría de los males les vienen a los hombres por no quedarse en casa”, afirmación pesimista donde las haya.

De ahí que haya quien se cobija en las “ventajas del pesimismo” (la expresión es de Luc Ferry). El que espera poco corre menos riesgos de caer en la decepción, pues ya está instalado en ella. No tiene por delante la tarea de inventar, ni la exigencia moral de llevar a cabo ningún intento. Puede parapetarse tras sus defectos sin cuestionarlos, porque, al fin y al cabo, él es así porque así le ha hecho la vida, y no hay nada que pueda hacer al respecto. Su discurso suena más lúcido que el del optimista, al que se puede permitir mirar por encima del hombro con pena o con sorna, esperando su fracaso, que siempre llegará, puesto que la vida es difícil, el mundo se opone a nuestros proyectos, y hacen falta muchos fracasos para alcanzar un éxito. En cambio, si este llega a pesar de sus negros augurios, no tiene por qué admitir ningún error, puede poner mil excusas: a veces hay excepciones, existe la suerte, ya veremos cuánto dura… Sobre todo, el pesimista se ahorra mucho trabajo y muchas frustraciones, a cambio de una amargura escéptica a la que uno puede acostumbrarse, como a tomar el café sin azúcar. 
Los años parecen dar la razón al pesimismo solo porque vivir es perder, porque la vida está llena de sinsabores y tragedias que se van sumando. La vejez, que podría ser una liberación de muchas cosas, yace a menudo aplastada por el puro cansancio. Es comprensible, pues, que el pesimismo parezca más verosímil, pero eso no lo hace más verdadero. Aquí la memoria nos traiciona: estamos hechos para percibir con más intensidad los sufrimientos que los gozos, y por eso siempre los tenemos más a mano en el recuerdo. “El dolor manda”, dice Comte-Sponville, y no podemos quitarle la razón; pero sí esforzarnos por oponerle el catálogo de nuestras alegrías, que también fueron muchas, y la necesaria constatación, si somos honestos, de que nuestros dolores pudieron ser peores, que lo son para muchos.
La universalidad del sufrimiento, a veces atroz, parece darle la razón al pesimista, pero Epicuro, maestro del optimismo, ya nos enseñó que el dolor que no acaba con nosotros es llevadero, y que, frente a él, necesitamos pocas cosas para oponerle la alegría: “Más gozosamente disfrutan de la abundancia quienes menos necesidad tienen de ella, y todo lo natural es fácil de conseguir”. Los estoicos nos aleccionaron sobre nuestra capacidad para sobrellevar el dolor con entereza, y de ese modo nos regalaban razones para el optimismo. Séneca escribió: “Busquemos algo bueno, no en apariencia, sino sólido y duradero, y más hermoso por sus partes más escondidas; descubrámoslo. No está lejos: se encontrará; sólo hace falta saber hacia dónde extender la mano; mas pasamos, como en tinieblas, al lado de las cosas, tropezando con las mismas que deseamos.” Y Nietzsche proclamaba el sufrimiento como una parte más de esa existencia de la que se declaraba enamorado: “Lo que no me mata me hace más fuerte”.

No nos engañemos: los pesimistas tienen mucha razón, y, cuando nos sentimos débiles y derrotados, acudir a ellos aporta ese extraño consuelo de los que comparten el desánimo. ¿Cómo negarle a Hobbes las muchas veces que nos ensañamos entre nosotros con pasmosa crueldad? ¿Cómo discutirle a Schopenhauer el vacío que nos queda tras la realización de los deseos? ¿Cómo no reconocer, con Cioran, que la conciencia es a menudo una pesadilla? La cuestión no es si los pesimistas tienen razón, sino si también la tienen, al menos a veces, los optimistas, si vale la pena que apostemos por guiarnos con la alegría. Y el propio Schopenhauer, tan pesimista pero tan sagaz explorador de la felicidad, nos responde: “De todos los bienes subjetivos, el que más directamente nos hace felices es un ánimo jovial; pues esta buena cualidad se premia a sí misma al instante. Quien es alegre tiene en todo momento una razón para serlo: precisamente el hecho de serlo.”
Con alegría se vive mejor, aunque sea una vida más trabajosa y más expuesta a la decepción. El mundo avanza gracias a los apasionados, a los entusiastas, a los ilusos; a los que están dispuestos a arriesgarse y a apostarlo todo por un sueño. Y para justificar nuestra alegría no hace falta acudir a sofisticadas instancias metafísicas, como dioses o ángeles o vidas eternas; no necesitamos nada externo ni superior para justificar nuestro contento, porque forma parte de nosotros. Basta con rescatarlo de entre las ruinas, y cuidarlo como una planta de jardín, para que florezca e ilumine nuestros paseos vespertinos.
Una ocupación agradable, la charla con un amigo, jugar con nuestros hijos, y aunque probablemente no olvidemos las muchas objeciones que podemos ponerle a la vida ¿cómo olvidarlas, cuando a nuestro lado sufre tanta gente, cuando nosotros mismos sufrimos tan a menudo?, seguramente podremos sentir que, junto a ellas, hay mucha luz y mucha belleza. Las ventajas del pesimismo, en el fondo, tienen más de trampa que de ayuda; nos conducen al callejón sin salida de nuestras partes más sombrías. ¿Por qué debería valer más su verdad que la del optimismo, que además está de nuestra parte y nos ayuda a vivir? Hay que insistir en el optimismo porque es mejor, pero también porque es verdadero.

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