—Sí.
—Somos un destello de
razón en un fulgor voluble de emociones. ¡Qué pequeña, qué débil es la fuerza
de nuestro raciocinio cuando se alza en ese vórtice de sentimientos!
—Sí.
—Lo que llamamos
voluntad es sólo un intento torpe de encauzar el río de la vida que nos
arrastra.
—Sí.
—Tenemos hambre de
caricias, de encuentros, de manos y de besos. Quizá no podamos vivir sin ellos.
Quizá no podamos controlar esa nostalgia.
—Sí.
—Hoy estoy triste.
Hoy contemplo mi vida y me parece una extensión árida y fría. Hoy me siento
desértico y me estruja una añoranza de fuentes y de arroyos. Hoy me agitan
extraños encuentros y desencuentros conmigo mismo, y no estoy bien en mí. Hoy
necesitaría que me quisieran para quererme, y todo lo demás me parece
deshabitado. Pero si lo pienso bien, me doy cuenta de que todo esto, que me
invade con tanta intensidad y parece tan real, se asemeja más bien a un
espejismo, a un despropósito, a una fiebre loca que tengo que curar. Así que
preferiría rehabilitar mi soledad sin aspavientos, preferiría refugiarme en un
baluarte de lucidez que me salvara de mis propios delirios. Aunque ese baluarte
parezca un lugar gélido y resquebrajado. ¿Tú crees que es posible?
—Creo que es posible,
incluso con nostalgias, incluso con tristeza. Sin embargo, no tengo claro que
pueda sostenerse. La filosofía es una buena amiga, pero lo decisivo es el
corazón. Y esto sí lo tengo claro: no se puede vivir sin un corazón alegre y
satisfecho.
—Pero la alegría más
grande debería surgir de la coherencia, de ocupar el lugar que nos corresponde,
de servir a la vida desde la razón. Séneca decía que no hay alegría mayor que
vivir conforme a nuestra naturaleza.
—El problema es que
ignoramos cuál es nuestra verdadera naturaleza. Desde luego, no consiste solo
en lo racional y lo coherente: en nosotros también hay mucho ―quizá más― de borrasca y de
locura. Tú puedes aspirar a vivir solo, y considerar que es una aspiración
buena y elevada, y resultar que te estás equivocando, que en realidad habías
nacido para compartir, y amar y ser amado. La soledad podría ser tu pobreza,
como decía Holderlin de la reflexión frente al ensueño.
—Ya probé el camino
de la pasión, y no me llevó a buenos puertos. Yo no estoy capacitado para el
amor, soy un ser demasiado herido.
—Lo eres, pero no más
que cualquier otro. Porque la vida es, en efecto, un exceso y una herida. ¿Hay
algo más loco, más indescifrable que existir? Preferirías apartar lo que te
duele, y haces bien. Sin embargo, cuando intentas acallar el amor, lo único que
consigues es que se te cuele por su cuenta por donde menos te lo esperas.
Porque algo en ti sigue añorándolo, y no renuncia. Porque cuando tú no lo
esperas, te busca él.
—Demasiadas voces,
demasiados deseos. Cómo desearía una vida de silencio, o al menos de armonía,
en lugar de esta algarabía interior en la que cada parte tira para su lado, y
no hay manera de avanzar en ninguna dirección.
—Sí, uno desearía
poder acallar algunas voces molestas. Pero en el fondo tal vez sea justo que no
nos sea posible. ¿Cómo podríamos estar seguros de que no estamos perdiendo un
don?
—Pero hay quien lo
consigue. Hay quien deja atrás rémoras que le limitan, quien se libra de
fantasmas que lo retienen. ¿De qué nos sirve la libertad si no podemos elegir
qué partes de nosotros apoyar como aliadas?
—La libertad nos
mueve a través del territorio, pero no crea el territorio, como tampoco nos
crea a nosotros mismos. La voluntad puede aspirar a regir los actos, pero nunca
podrá regir a la propia voluntad. ¿Por qué elegimos esto y no aquello? Tal vez
podamos argumentar alguna razón, pero los argumentos son endebles y a menudo
contradictorios. Esa es la miseria de la razón.
—Llama al pensamiento
miseria, si quieres; yo prefiero considerarlo un buen instrumento. Hay razones
buenas y malas, peores y mejores. Se puede echar mano de ellas como de un mapa pulcro
y certero: para serlo le basta un territorio, aunque no muestre los que hay más
allá de sus cuatro esquinas. Lo mismo pasa con un piano: su música no es menos verdadera,
ni menos bella, por el hecho de que las teclas se terminen a ambos lados. Si contemplo
mi interior, yo tengo una buena razón para acallar algunas voces: vivir en paz,
dejar de desgarrarme interiormente entre fuerzas opuestas. Optar por un camino
y seguirlo: la libertad es acotar lo posible.
—Hazlo. Nada te lo
impide.
—Nada. Pero, en fin, queda
la nostalgia de los caminos abandonados.
—Aun con nostalgia,
se puede seguir caminando. Hay que perder mucho para ganar algo.
—Entonces, ¿se trata
de admitir la tristeza y la pérdida?
—¿No querías ser libre?
—No puedo evitar ser libre.
Sartre tenía razón: no puedo evitar elegir.
—Hazlo entonces consecuentemente.
Elegir es perder. Pero no con resignación, sino con gozo.
—¿Gozo?
—Por lo que ganamos.
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