Luchamos por la
libertad porque solo cuando elegimos tenemos noción de ser alguien, es decir,
un ser diferenciado en el océano del ser. El yo se materializa en sus
decisiones, y aún más en los actos que las ejecutan. Cuando se nos restringe la
libertad sentimos que nos arrebatan una parte de nuestra identidad; el
sometimiento parece hacernos más pequeños. Por eso nos rebelamos contra los
tiranos, sobre todo contra los pequeños dictadores que pretenden apropiarse de
nuestros espacios cotidianos, porque es en las costumbres y en las pequeñas
cosas donde se urde el tejido que nos compone.
Sin embargo, como
todas las cosas grandes, la libertad también nos da miedo. Ya lo señaló Erich
Fromm: a menudo buscamos, de un modo más o menos sutil, que se nos someta, para
no tener que afrontar la vastedad vertiginosa de ser rigurosamente libres. Esto
es así porque la libertad tiene dos precios muy caros: la incertidumbre y la
responsabilidad. La primera nos angustia porque nos deja sin agarraderos firmes;
una libertad absoluta equivaldría a una inseguridad absoluta, una completa
ausencia de certezas y de previsibilidades. En cuanto a la responsabilidad, el
problema que nos plantea es tener que hacernos cargo de las consecuencias de
nuestras decisiones, y no poder echarles la culpa a otros. Se trata de una
paradoja: cada elección libre limita nuestra libertad. Tampoco soportaríamos el
peso de sentirnos completamente responsables: cada decisión se convertiría en
una argolla, y llegaría un momento en que las cadenas ya no nos permitirían
caminar.
Así que amamos la
libertad, pero preferimos perseguirla a sabiendas de que nunca la
conquistaremos del todo. Esa componenda secreta es lo que Sartre llamó “mala
fe”, y le parecía un defecto ético que había que extirpar. Sartre perfilaba la
aspiración correcta, y una vida lúcida es la que avanza en la dirección de
asumir las propias responsabilidades. Sin embargo, nunca podremos realizarla
del todo. El mundo y la naturaleza imponen sus leyes, y la principal de ellas
es que la vida es corta y nuestras fuerzas limitadas. Ya lo decíamos: no
podríamos tolerar la sensación de una libertad absoluta; nos sentiríamos
demasiado solos, demasiado desamparados, demasiado expuestos. Necesitamos que
la vida nos lleve la contraria, y es un gran alivio saber que casi siempre nos
gana y que, al final de los finales, sucumbiremos ante ella definitivamente.
Esta limitación de las posibilidades nos ayuda a contener nuestros sueños. “Yo
hubiese querido ser mejor maestro, pero habría necesitado más tiempo, más
formación, más medios…” Nos convencemos de que, si no fuese porque las cosas
son como son, nosotros seríamos mejores de lo que somos. Ese “si no fuese por…”
ayuda a vivir. Y por eso tantas veces, si nos falta, lo buscamos y hasta lo
creamos.
En definitiva, una
vida estrictamente libre resultaría demasiado compleja, y es el refugio de lo sencillo
lo que buscamos en nuestras sumisiones más o menos voluntarias. Al casarnos, en
buena parte nos sometemos al cónyuge, o a esa abstracción que es la pareja, y a
partir de ese momento los límites se perfilan con trazo más grueso que las libertades.
Tal vez afirmemos hacerlo a regañadientes, pero en el fondo nos da seguridad;
nos otorga la tranquilidad de no tener que mantener el arduo trabajo de buscar
parejas sexuales y compañías afectuosas. Pero cuando la serenidad se convierte
en légamo y apunta el hastío, cuando el refugio se nos hace pequeño y se nos antoja
prisión, volvemos a escuchar los lejanos cantos que nos llaman a una nueva
aventura de descubrimientos y fundaciones. Puede que nos limitemos a añorarlos
en secreto, acariciándolos como una ilusión inconfesable. En tal caso, habremos
preferido la seguridad a la libertad, pero no podemos culpar al otro por ello.
El otro es solo lo que es siempre todo otro, lo que siempre fue: una oportunidad
y un límite. No tiene la culpa de que al principio lo celebráramos como oportunidad,
y ahora predominen a nuestros ojos sus exigencias. Tampoco tiene culpa de haber
cambiado con el tiempo, puesto que todos cambiamos. Si elegimos romper el
contrato, si preferimos alejarnos porque la parte de oportunidad no compensa la
de límite, admitamos que somos nosotros, y siempre lo fuimos, quienes eligen.
“Antes me decías que
me querías”, increpa la mujer al marido; y es como reprocharle al viento que
cambie de dirección: o te dejas llevar por él o asumes el esfuerzo de llevarle
la contraria; tú decides, no el viento. Otra cosa distinta es pedir: “Me
gustaría que me dijeras de vez en cuando que me quieres”. Al pedir, estamos
partiendo de la base de que el deseo es nuestro, y contamos con que el otro
puede negarnos la satisfacción. Lo malo es que muchas veces pedimos con mala
fe, es decir, reclamando como niños algo que se supone que nos deben, y
enojándonos si no nos lo dan. Es un residuo de nuestros sueños de omnipotencia
originarios, cuando de verdad pensábamos que el mundo estaba ahí para
satisfacer nuestros deseos, incluso para anticiparse a ellos. Pero el mundo no
es una gran teta materna. El mundo acontece por su cuenta, al margen de
nuestros sueños y nuestros temores, repleto de un enjambre de sueños y temores
ajenos con los que tenemos que medirnos. El que quiera algo, tendrá que
conquistarlo.
Conquistar forma
parte de nuestra vertiente prometeica. Nos trae el placer fascinante de la
aventura, el reencuentro con nuestra libertad y el ejercicio de nuestro poder.
Es un viento fresco y enérgico que nos embarca en una nueva odisea. Pero, como
toda travesía, está lleno de peligros y trabajos. El primero de ellos, y quizá
el más difícil, es quedarse solo, abandonar el abrigo de la cotidianidad,
separarnos de los que nos han acompañado más de cerca y que incluso al
aburrirnos nos estaban resguardando. Dar ese paso requiere coraje y,
probablemente, desesperación o un punto de locura. Hay que estar dispuesto a
perderlo todo antes de ganar nada. La mayoría de la gente lo evita,
especialmente con el paso de los años, y hace bien: hay un punto en la vida en
que un plato de sopa pasa a valer más que todas las aventuras. Además, con la
edad, a medida que comprendemos nuestras fragilidades, aprendemos a ponerles coto
a nuestros sueños; no necesariamente por sabiduría, sino por mera derrota,
aunque las derrotas tienen su propia sabiduría. En definitiva, cuando queda
menos vida y empiezan a fallar las fuerzas, hay tareas que se nos hacen
demasiado cuesta arriba.
Pero esa tendencia,
que en otros tiempos fue considerada sabia, hoy en día es menospreciada. La
desquiciada lógica de nuestra sociedad nos encaja en una ecuación en la que
solo vale lo nuevo, lo que va a más, lo que siempre está explorando y actuando.
El que viaja poco, el que sale poco, el que no cambia de coche o de pareja; en
definitiva: el que consume y renueva poco, viene a ser un fracasado. Ya no hay
retiros serenos que valgan: hay que hacer muchas cosas, comprar muchas cosas,
experimentar muchas cosas; hay que ser productivo y hacer algo útil. Para
nuestra sociedad desaforadamente prometeica, la bella, la poética inutilidad es
siempre una traición, y por tanto reprobable desde el punto de vista ético. Un
paseo sosegado a ninguna parte resulta una rareza que raya en lo estúpido. En
cambio, caminar para hacer ejercicio tiene sentido.
Esta manera de encarar la vida nos empuja a hacer cada
vez más cosas y a disfrutarlas cada vez menos. Una actividad se sucede a otra a
ritmo frenético, y resulta imposible detenerse en ninguna para saborearla. El
tiempo escasea y con él la satisfacción. Acontece la paradoja de que, cuanto
más libertad ―personal, no política― nos
exigimos, menos libres somos. Estamos prisioneros de un ansia que nunca se
colma. Tal vez nos convenga intentar obsesionarnos un poco menos con la
libertad y rescatar la imaginación.
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