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Esperas

Espero en el bar del aeropuerto a que sea la hora de facturar el equipaje; después esperaré a una hora prudencial para ponerme en la larga cola de ingreso al recinto interior. Ahí aguardaré atento a que se inicie el embarque, y finalmente subiré al avión, me encajaré en mi asiento-jaula y dejaré que el viaje “suceda”.


Sentiré por un instante que se me concede una pausa, descansaré de esta alerta, esta tensa expectación del porvenir que me reclama atención. Durante las horas de vuelo, podré olvidar el deber de cumplir trámites y horarios, solo tendré que dejarme conducir. Sin embargo, eso solo será una tregua; basta que me detenga a pensar para notar de nuevo el incómodo tirón del futuro, para sentirme de nuevo incompleto y alerta.

Cuando el avión llegue a destino, me pondré en la cola de control de viajeros, donde esperaré pacientemente a que comprueben mi pasaporte, partiendo del supuesto tranquilizador de que todo transcurrirá en orden, y sin embargo consciente de la leve pero real posibilidad de que me sorprenda algún sobresalto, que me retiren a un lado y me interroguen, o me cacheen, y me hagan sentir como el extraño que en el fondo soy…  Luego tendré que ir a recoger mi equipaje, atento a reconocerlo en las cintas donde podría confundirlo con otras mil maletas parecidas, y siempre con la vaga inquietud de que se haya perdido, que lo hayan enviado en un vuelo equivocado, que se lo hayan dejado, huérfano, en algún rincón… Pero no hay que ser agorero, lo previsible es que lo reconozca en la cinta, que lo recoja y acuda, algo aturdido, a la salida.
Lo haré confiando en que mis padres me esperen fuera, que hayan asistido sin percance y nos distingamos entre la multitud. Será un encuentro gozoso, y uno podría pensar que al fin todo está en su sitio, que ya ha llegado, ya puede relajarse, pero no es así: después de los parabienes de rigor y la merienda en el carísimo bar del aeropuerto, aún hay que viajar hasta la casa de mis padres, buscar mi coche, conducir los tres cuartos de hora de camino hasta la mía; llegar, abrir la puerta y comprobar que no ha pasado nada, que todo está en su sitio —podrían haberme robado, podría haber habido una fuga de agua que inundara el piso, ya se sabe que siempre pueden pasar más cosas cuando uno no está—. Y si todo está en orden, entonces sí, entonces tal vez pueda sentarme y suspirar y pensar que el viaje ha concluido, que no quedan deberes ni incertidumbres, que el mundo que me reclamaba queda definitivamente fuera…, que he llegado. ¿Será así?
Por cierto que no. Siempre quedará la expectativa de los deberes cotidianos reencontrados, un anuncio de que el mundo, más temprano que tarde, vendrá en mi busca con reclamaciones: hay que sacar la ropa de la maleta, hay que lavarla, al día siguiente habrá que hacer la compra, habrá que mirar el correo electrónico por si llegó alguna novedad importante, llamar a Argentina para comunicar mi llegada y saludar a mi hijo; habrá que preparar los regalos para la comida familiar del domingo, habrá que empezar a pensar en la vuelta al trabajo el lunes… y así sucesivamente.

¿Qué le importan al lector todos estos farragosos detalles de mi prosaica vida? Nada, salvo en un matiz: lo mucho que se parecen a los suyos. Me he extendido deliberadamente, de un modo un poco enojoso, en los detalles burdos de mi quehacer —o más bien de mi expectativa de quehacer— para remarcar esa abigarrada presión con que nos abruma la facticidad futura. No es tanto que los sucesos abarroten la experiencia en definitiva, eso es vivir: lo que me asombra y quiero destacar es cómo la previsión del futuro satura el presente y, en cierto modo, lo arrebata, tira de él, se adueña de él. Vivimos continuamente pendientes del porvenir, un porvenir que nos arrastra sin descanso porque nunca acaba de cumplirse, siempre se recrea como un territorio que se ensancha a medida que avanzamos por él, pero que se extiende en balde porque en él se repite lo que ya teníamos… El porvenir es un trabajo que está siempre por hacer, por mucho que lo hagamos y lo hagamos, es como esa rueda en la que corren los hámsters sin moverse del sitio. Y de esa tarea, que también podría confundirse con la vida misma, lo que me interesa remarcar es su carácter de tensión que nos mantiene alerta, inquietos, inseguros y de trampa porque nos transmite una ilusión de avance irreal, y sobre todo porque nos escatima la única realidad, que es el presente.
Así que a veces reniego del futuro, ese territorio siempre pendiente y siempre demandante, que nos roba el presente al volcarlo hacia él como una gravedad que nos inclina en su dirección: lo real bailando al son de lo hipotético. Pero entonces me pregunto qué sería de nosotros sin ese tirón del futuro, me pregunto cómo sobreviviríamos a la desolación del presente, repentinamente desprovisto de motivos y de salvoconductos, desnudo a la hora de afrontar su desnudez, solo consigo mismo. Y me doy cuenta de que somos criaturas del propósito, seres definidos por el proyecto; que necesitamos lanzarnos en alguna dirección para no sentirnos atrapados y vacíos, que es conveniente tener siempre algo por hacer para ofrecérselo como licencia al espejo cuando venga a preguntarnos a dónde vamos.

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