Ir al contenido principal

Dulce olvido

No puedo quejarme de mi salud; el cuerpo lo aguantó casi todo hasta los cuarenta, y aún se mantiene tolerablemente bien. En cambio, por lo que respecta a la memoria, siempre la he tenido fatal (al menos desde que recuerdo). Así que, si Albert Schwaitzer tenía razón, debo ser bastante feliz. Aunque lo olvide a menudo.


La mala memoria me ha hecho algunas jugarretas, y siempre me ha parecido que empobrecía mi vida. Poca huella me queda de tantas lecturas, tantos estudios, tantos aprendizajes, y por eso me veo obligado a repetirlos, cuando no puedo o no quiero darlos por perdidos. Eso es bastante fastidioso, además de un desperdicio de esfuerzos y energías. Consuela un poco leer lo bien que Montaigne se tomaba este problema: “La memoria es un instrumento de extraordinaria utilidad, y sin él el juicio hace a duras penas su trabajo. Carezco de ella por completo”. Me temo que yo no sé afrontarlo con tanto desparpajo. Envidio a esas personas que memorizan a la primera el nombre de alguien al conocerlo, esos a los que les basta una lectura para fijar conceptos y fechas.

Hay gente que parece una enciclopedia andante; hay gente a la que no se le escapa detalle, que tiene siempre a mano aquella palabra que no nos sale, que completa nuestras frases y pone parches en nuestras lagunas. Es difícil discutir con ellos: la magia del dato hace que sus argumentos suenen más convincentes. Los números y los nombres tienen algo solemne y venerable, una ascendencia irresistible que casi parece más real que la realidad. Como nos asegura Saint-Exupéry en El principito: “Los adultos tienen gran afición y respeto por los números.”
Si se trata de una disputa sobre vivencias compartidas lo que cada cual hizo o dejó de hacer, típico episodio de las parejas, la superioridad es aún más contundente: no se puede convencer a quien refriega con detalle lo ocurrido, mientras nosotros intentamos recordar y titubeamos… Aunque su éxito, en parte, resida en manejar con habilidad la imagen que dan el equilibrio entre lo que aparentan saber y lo que realmente saben, entre lo que muestran y lo que ocultan, como los ilusionistas, no cabe duda de que hay quien tiene una memoria prodigiosa; irritantemente prodigiosa.
No es mi caso, decía. En buena parte, supongo, por falta de atención. La ansiedad llena el mundo de ruido y nos hace dispersos. También, según los neurólogos, corroe las áreas cerebrales encargadas de la memoria, en especial la amígdala y el hipocampo. No puedo evitar imaginarme mi hipocampo lleno de agujeros. Me presentan a alguien y rara es la vez que retengo su nombre; y, cuando al fin lo consigo, casi siempre se me desvanece entre las brumas de la distancia. Repito una canción hasta aprenderla, y entonces me doy cuenta de que ya no me acuerdo de otra que sabía. Me suenan los apuntes del tema que estoy estudiando, pero no me preguntéis ya por los del que estudié antes. “Para aprender tres versos, necesito tres horas”, exagera Montaigne con humor. A veces me da la impresión de que cuando consigo memorizar algo, lo hago a costa de borrar otra cosa, como pasaba en las cintas de cassette cuando grabábamos canciones de la radio (¿os acordáis?).

Esta es la cara ingrata del olvido. Pero no debe impedirnos valorar su cara amable. El olvido es pérdida, y hay cosas que no conviene retener. Hay cosas que está bien que se vayan, arrastradas por la ventolera del tiempo. Los recuerdos ingratos, si no nos sirven como señal de un aprendizaje, no hacen más que ocupar sitio y criar mugre, como los cachivaches que arrumbamos en el trastero. Así que a veces el olvido está de parte de la vida, limpiando aquello que la ensucia y la entorpece, aquello que enturbia su fresca luminosidad.
No hace falta buscarlo: llegará por sí mismo. En cambio, si nos esforzamos acabaremos por hacerlo imposible. “Como si el arte del olvido estuviese en nuestro poder… Nada imprime tan vivamente cosa alguna en nuestro recuerdo como el deseo de olvidarla”, arguye Montaigne. Nuestra mente está programada para retener lo que más nos afecta, y lo malo el miedo, la rabia, la vergüenza, la aversión nos afecta más que lo bueno. La mejor manera de olvidar lo que nos contraría es quitarle importancia y dejarlo amarillear en los desvanes de la memoria. En esto la vida también se pone de nuestra parte: tendemos a olvidar antes lo malo que lo bueno.

Sé que solo podemos habitar el presente, que únicamente en él reside la realidad, con sus gozos y sus sombras. Pero los caminos del presente están cubiertos por la hojarasca del pasado. Nuestra mente es narrativa, y eso nos convierte en criaturas de la memoria. Así que lo pretérito también tiene sus leyes del deseo. Hay olvidos malos que nos desmantelan, que nos roban lo amado, que nos dejan traslúcidos al vaciarnos de nuestras nostalgias. Deseamos regocijarnos aún con el hogar de la infancia, con nuestro primer beso, con los milagros de nuestro hijo, con las huidizas estampas de un sueño feliz, con los paseos al lado del amigo que perdimos. “Dulce es el recuerdo del amigo muerto”, escribe Epicuro. Dulce el don de traer al presente, aunque sea con la imaginación, la dulzura que ya se desvaneció. Se discutirá, con razón, que recordar lo bueno tiene siempre el sabor amargo de la pérdida: “Pues acordarse del bien redobla el dolor”, escribe Montaigne citando a Ludovico Dolce. Sin embargo, eso solo nos sucede si nos resistimos a la pérdida, si nos centramos más en el lamento o la rabia por la fugacidad de la dicha que en la gratitud por haber tenido la oportunidad de disfrutarla.
Pero también hay olvidos benévolos, que no harán mejor nuestro pasado ¿acaso hay manera de cambiarlo?, pero sí más fresco el relato que nos contamos sobre él. Eso ya es algo, puesto que lo que queremos es ser felices, lo que buscamos es la alegría. Alguien me infligió mucho daño: no voy a colaborar con él reavivando sus brasas. Fui yo el que perjudicó: también merezco mi perdón. Se agotan las fuerzas de la juventud: mejor que me acostumbre, porque he de perderlo todo. Ayer me equivoqué: tomo, si puedo, lo que eso me enseña y luego lo dejo ir. Hoy he hecho el ridículo: ¿cómo no va a hacerlo a menudo un tipo como yo?
Tenemos que estar a favor del dulce olvido. Tenemos que ponernos de su parte y dejarlo tranquilo con su trabajo silencioso, que nos erosiona para limpiarnos, como la lluvia. Schwaitzer tiene razón: hay que olvidar mucho. Hay que desaprender lo que aprendimos mal, para darnos la oportunidad de aprender bien. Hay que deshacerse del dolor que no nos deja vivir, atravesando el duelo de admitir lo inevitable. Dejemos de revolver en el basurero del pasado, y, si hemos de evocar algo, que sea solo lo que esté de parte de la alegría.

La felicidad no es más que una mala memoria y una buena salud. 
A. Schwaitzer.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Pecados

La tradición católica se afanó, al menos en mi generación, abonando en nuestras mentes infantiles el espectro del pecado. Cuando uno era, como lo era yo, más bien escrupuloso con el ascendente de la autoridad, y se tomaba a pecho el cumplimiento de las normas para ganar el estatus de «bueno» (o, al menos, no ser tachado con el de «malo»), el riesgo de incurrir en el pecado se convertía en fuente de un sufrimiento obsesivo. En definitiva, y puesto que el pecado abarcaba casi todo lo que podía evocar algún placer, la culpabilidad era un destino casi seguro, y, unido a ella, el merecimiento de castigo. Yo estaba convencido de ambas cosas, y tenía asumido que ni mi sumisión ni las penitencias a las que a veces me sometía servirían para librarme de la terrorífica condena. Y, sin embargo, debo reconocer, ahora que puedo hacerlo sin sentirme amenazado, que nunca entendí cabalmente la casuística del pecado. ¿Por qué es malo lo que no se puede evitar, lo que tira de nosotros desde dentro con t...

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...