Ir al contenido principal

Conversaciones con los que se fueron

Sabemos que hemos de morir, aunque nunca lo aceptemos del todo; nuestra propia muerte no es una experiencia mientras vivimos, por lo que resulta una amenaza abstracta, una sombra que vemos de reojo entre la neblina. «Solo se mueren los otros», suele decirse, y Epicuro lo expresó con elocuente sencillez: «Mientras nosotros somos, la muerte no está presente, y, cuando la muerte se presenta, entonces no existimos». 


Sin embargo, en el caso de los demás, la finitud es un hecho que se nos impone con toda su crudeza. Los seres amados se van y ya no vuelven: en esa ausencia que «durará y durará», como dice Comte-Sponville, se resume el vacío demoledor que las pérdidas nos dejan para siempre. Son conocidas las etapas del duelo: primero nos rebelamos con la negación; luego, el tiempo y la implacable realidad van doblegándonos, hasta que vamos asumiendo la contundencia de la verdad. 
Pero quizá la herida jamás se cierre del todo. Vida y muerte se entrelazan misteriosamente, como nos muestran los mitos y tantas historias de espíritus. Orfeo bajó al submundo para rescatar a su amada Eurídice; pero la perdió por mirar hacia atrás: el inevitable recuerdo de los muertos los revive al tiempo que consolida su ausencia. Las sociedades ancestrales tenían muy presentes a los antepasados, pero mantenían con ellos una relación ambigua: por un lado, los amaban y honraban, y esperaban de ellos protección; pero al mismo tiempo los temían, y hacían bien, porque hay una parte de nosotros que anhela dejarlo todo y acompañarlos al más allá. 

Por supuesto, el más allá está en nosotros. Los muertos quieren morir, y no pretenden, como dice A. Grayling, «que los vivos se instalen en la pena». Si los muertos forman parte de la vida es porque los seres humanos, arguye el mismo autor, «somos criaturas de la memoria». Aunque habitemos en el presente, nos proyectamos siempre hacia atrás y hacia delante, impregnándolo de expectativas y recuerdos. Los ausentes permanecen entre las brasas del corazón. 
Ya que están, podemos hablar con ellos, y tienen mucho que decirnos. Lo principal: que un día nosotros estaremos a su lado, y nuestra sustancia se transformará a su vez en memoria. «Como te ves yo me vi, como me ves te verás», reza la inscripción en una ermita de Zamora. Una memoria que se irá apagando, erosionada por el tiempo, hasta suspenderse en el olvido. Resulta muy edificante sobreponerse al horror y mirar esa realidad cara a cara: los muertos como avanzadilla de nuestra propia muerte. Precursores, viajeros que nos confortan con su ejemplo, y nos alivian el miedo (a veces). Incluso para el no creyente, hay algo entrañable en pensar que nos ausentaremos en su compañía. 

Pero los muertos no tienen para nosotros solo confidencias de muerte. Como todo lo perdido, son un tesoro de estampas y evocaciones de lo que fuimos a su lado. Nos dan la oportunidad de ensanchar nuestro amor incluso a lo que ya no existe. También de perdonar lo que creíamos imperdonable, pues hay que disculpar a lo que ya no puede dañarnos. En vida, hay que luchar; pero la muerte debería reconciliarnos de un modo tan completo como su silencio. 
Y hay que dejarlos ir, aunque sigan formando parte de nosotros y a la vez se hayan llevado parte de nosotros. Hay que entender en ellos el dolor y la grandeza de los finales. Al dejarlos llevarse un trozo de nuestra alma, entendemos que vivir es consentir en un desmenuzarse sin pausa; hasta que no quede nada por entregar. Al decir adiós a los muertos vamos diciéndonos adiós a nosotros mismos. Hagámoslo con ternura.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Defensa de la nostalgia

Un supuesto filósofo, de cuyo nombre no quiero acordarme, sermonea por la radio nada menos que este lema: «La nostalgia es una irresponsabilidad». Desde su pedestal, a este predicador solo le ha faltado decretar la hoguera para los reos de melancolía. Y, como puntilla de su hibris , añade: «Un filósofo tiene que ser tajante, no puede quedarse en medias tintas». Dudo que los dicterios de este riguroso moralista tengan la menor veta de filosofía. Porque si algo caracteriza al pensador honesto es la duda y el matiz. Precisamente la complejidad de las medias tintas. Para sentencias terminantes ya tenemos la fácil temeridad de la ignorancia. En la convicción inamovible se está muy bien: la lucidez empieza en el cuestionamiento, y por eso resulta incómoda y aguafiestas.  Así que yo me permito pasar los axiomas de este señor por el cedazo de mis interrogantes. Ciertamente, la nostalgia es una tristeza, y eso bastó para que Spinoza y Nietzsche la rechazaran. El budismo tampoco la acogería...

La tensión moral

La moral, el esfuerzo por distinguir lo adecuado de lo infame, no es un asunto cómodo. Y no lo es, en primer término, porque nos interpela y nos implica directamente. Afirmar que algo es bueno conlleva el compromiso de defenderlo; del mismo modo que no se puede señalar el mal sin pelear luego contra él. Como decía Camus, «para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción». Debido a ello, la moral se experimenta, irremediablemente, en forma de tensión. Es pura cuestión de dialéctica: desde el momento en que se elige algo y se rechaza otra cosa, lo elegido se enfrenta a la resistencia del mundo, y lo rechazado se le opone en forma de insistencia. No es nada personal: lo que queremos se nos resiste simplemente porque lo perseguimos, y basta con pretender descartar algo para que nos lo encontremos por todas partes, vale decir, para que nos persiga.  Al elegir, lo primero que estamos haciendo es implantar en la vida una dimensión de dificultad, «que empieza ...

Conversación

Los espartanos consideraban que se habla demasiado, y por eso, antes de abrir la boca, procuraban asegurarse de que lo que iban a decir valía la pena, aportaría algo nuevo y no haría a nadie un daño innecesario. Debían ser un pueblo muy silencioso, y su gusto por la brevedad explica que hayamos incorporado su gentilicio «lacónico» como sinónimo de concisión. Es cierto que solemos hablar de más, pero hacerlo tiene un sentido social que escapa a la austeridad de aquel pueblo de adustos guerreros. Por paradójico que parezca, normalmente no conversamos para transmitir información. Necesitamos hablar porque es nuestra manera de encontrarnos, de estar juntos, de sentirnos unidos. Cierto que lo que nos entrelaza es frágil: meros mensajes, a menudo banales, muchas veces inapropiados. Sin embargo, por frágil que sea, cumple su función primordial de vínculo. Además, hay que respetar las palabras, incluso las más triviales, porque el verbo es más fuerte que nosotros, porque nos trasciende y nos ...