jueves, 12 de octubre de 2017

Bajo el rodillo de las barras y la estrella

En estos días aciagos, el nacionalismo catalán se ha apropiado de lo público hasta tal punto que lo ocupa todo, y no deja ni un resquicio para respirar. Bajo su escandalera permanente no se puede pensar en otra cosa, estamos enganchados a su función, con el corazón en un puño, como quien es incapaz de escapar de un sonsonete obsesivo que le inunda la cabeza. No podemos hacer nada más, pendientes de cuál será el siguiente despropósito con el que seguirán enredándonos y conduciéndonos a la debacle.
Se sigue demostrando así que el nacionalismo, ahora con su antifaz de justiciero independentista, no es, como pretende, un movimiento de liberación, ni siquiera para sus acólitos, sino una miserable operación de conquista: la invasión, arbitraria y forzada, de la vida de todo un país, la detención de su pulso, la absorción de sus fuerzas, la abducción de sus pensamientos.
Es cierto que tal desaguisado ha sucedido, en buena parte, por no haberle prestado, quien debió hacerlo, la adecuada atención en su momento: la falta de previsión, de prudencia, de tino y hasta de buena voluntad de nuestra clase dirigente ha puesto al país en las manos capciosas de una minoría provinciana que, al amparo de esa impunidad, ha sabido arrastrar a una considerable porción de buena gente, capitalizando su indignación (por otra parte justa). Por consiguiente, no solo esta tiene la culpa: el Estado, sus instituciones, sus poderes y sus burocracias se han mostrado miopes, torpes y holgazanes a la hora de salirle al paso a un peligro que se iba hinchando; en lugar de tomar la iniciativa, de articular un relato contrario, de mostrarse proactivo y diligente, se ha limitado a reaccionar, tarde y mal, a lo que podría haber reconducido con habilidad antes de que llegara tan lejos.
Se habría tenido que evitar la hipnosis colectiva, el desgarro del tejido común, la fractura social, la inflación disparatada de los sediciosos, que han sabido hay que reconocerlo jugar bien sus cartas y no desperdiciar una sola oportunidad. No en vano llevan más de un siglo conspirando, con gente pudiente y diestra entre sus filas, urdiendo un discurso y una mitología vivaces y emocionantes, puliendo sus mentiras con la apariencia convincente de las medias verdades. No en vano han sabido ir acaparando buena parte de los poderes y el dinero públicos, aprovechándolos con astucia para su propaganda y, sobre todo, para ir armando una masa burocrática complaciente, una mediocracia paniaguada en la que lo identitario se convierta en seña de identidad.
Ahora las cosas se han extremado de tal modo que parecen quedar únicamente opciones extremas, llenas de riesgo y mal agüero. Eso  beneficia, sin duda, a los agitadores, buenos pescadores de río revuelto que siguen teniendo la iniciativa y ven ensancharse su base con la confusión. Han conseguido arrinconar a todo un Estado que no les prestó la debida atención, que no los tomó suficientemente en serio, embebido en sus propias disputas y corruptelas, empantanado en su propia mediocridad. A la chita callando lo han puesto contra las cuerdas, y saben que en las medidas extremas es fácil errar, caer en inoportunidades que sean vistas por el mundo como intolerables y desmedidas.
Goliat avanza a ciegas, entre estupefacto y enardecido, dando traspiés, mientras David le pone la zancadilla y luego se le escabulle entre las piernas. Incluso si se llegara a frenar de momento el ariete nacionalista, cosa que está por ver, su labor de zapa ya no se detendrá: primero porque han llegado demasiado lejos, y ya no está claro si el precio de frenar sería mayor que el de seguir adelante, incluso si les espera algún precipicio; pero además porque saben que la herida quedaría abierta, y que les bastará con seguir hurgando en ella para que vuelva a supurar. Saben que el tiempo está de su parte: ya han sucedido demasiadas cosas, ya se han roto demasiados puentes y se han quemado demasiadas naves para volver atrás.
¿Tendrá el Estado ahora la imaginación, la voluntad y la inspiración que nunca tuvo para proponer algo nuevo que se adelante, por una vez, al victimismo y el odio independentistas? ¿Sabrá apaciguar el caos y seducir con futuros más atrayentes? Visto lo sucedido hasta ahora, no hay más remedio que dudarlo. Continuarán el ruido y la furia, bien agitados por la formidable y espantosa máquina de la sedición. Si solo se le responde con fuerza, se le estará alimentando, como al cáncer.
Quizá sea el momento de la gente: de volver a encontrarnos los de abajo, los que siempre hemos vivido al margen de estos tejemanejes de señoritos y fanáticos, demasiado ocupados en trabajar y en convivir. Ya que los de arriba no saben o no quieren reconstruir lo público (nunca quisieron ni supieron), tal vez sea hora de que empecemos a hacerlo desde abajo. Quizá nos toque ser generosos unos con otros, volver a ocupar todos juntos las plazas que siempre nos pertenecieron, dejar de enfrentarnos y dialogar sobre cómo podemos coexistir; quizá sea el momento de abrazarnos y poner por delante lo que tenemos en común, que es casi todo, reinstaurar el respeto que jamás debimos negarnos, limpiarnos de odios injustificados y unir nuestras fuerzas en un proyecto de la mayoría frente a los tiranos y los oportunistas. Cantar lo que nos hermana, discutir lo que nos atañe, arrinconar a los que quieren separarnos y acallar su baraúnda de himnos y banderas. O reinventamos el futuro nosotros o se lo siguen apropiando ellos a su capricho. Y, para quien tiene el futuro de su parte, la victoria es solo cuestión de tiempo.

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