En estos días aciagos,
el nacionalismo catalán se ha apropiado de lo público hasta tal punto que lo ocupa
todo, y no deja ni un resquicio para respirar. Bajo su escandalera permanente no
se puede pensar en otra cosa, estamos enganchados a su función, con el corazón en
un puño, como quien es incapaz de escapar de un sonsonete obsesivo que le inunda
la cabeza. No podemos hacer nada más, pendientes de cuál será el siguiente despropósito
con el que seguirán enredándonos y conduciéndonos a la debacle.
Se sigue demostrando así
que el nacionalismo, ahora con su antifaz de justiciero independentista, no es,
como pretende, un movimiento de liberación, ni siquiera para sus acólitos, sino
una miserable operación de conquista: la invasión, arbitraria y forzada, de la vida
de todo un país, la detención de su pulso, la absorción de sus fuerzas, la abducción
de sus pensamientos.
Es cierto que tal desaguisado
ha sucedido, en buena parte, por no haberle prestado, quien debió hacerlo, la adecuada
atención en su momento: la falta de previsión, de prudencia, de tino y hasta de
buena voluntad de nuestra clase dirigente ha puesto al país en las manos capciosas
de una minoría provinciana que, al amparo de esa impunidad, ha sabido arrastrar
a una considerable porción de buena gente, capitalizando su indignación (por otra
parte justa). Por consiguiente, no solo esta tiene la culpa: el Estado, sus instituciones,
sus poderes y sus burocracias se han mostrado miopes, torpes y holgazanes a la hora
de salirle al paso a un peligro que se iba hinchando; en lugar de tomar la iniciativa,
de articular un relato contrario, de mostrarse proactivo y diligente, se ha limitado
a reaccionar, tarde y mal, a lo que podría haber reconducido con habilidad antes
de que llegara tan lejos.
Se habría tenido que evitar
la hipnosis colectiva, el desgarro del tejido común, la fractura social, la inflación
disparatada de los sediciosos, que han sabido ―hay que reconocerlo― jugar bien sus cartas
y no desperdiciar una sola oportunidad. No en vano llevan más de un siglo conspirando,
con gente pudiente y diestra entre sus filas, urdiendo un discurso y una mitología
vivaces y emocionantes, puliendo sus mentiras con la apariencia convincente de las
medias verdades. No en vano han sabido ir acaparando buena parte de los poderes
y el dinero públicos, aprovechándolos con astucia para su propaganda y, sobre todo,
para ir armando una masa burocrática complaciente, una mediocracia paniaguada en
la que lo identitario se convierta en seña de identidad.
Ahora las cosas se han
extremado de tal modo que parecen quedar únicamente opciones extremas, llenas de
riesgo y mal agüero. Eso beneficia, sin duda,
a los agitadores, buenos pescadores de río revuelto que siguen teniendo la iniciativa
y ven ensancharse su base con la confusión. Han conseguido arrinconar a todo un
Estado que no les prestó la debida atención, que no los tomó suficientemente en
serio, embebido en sus propias disputas y corruptelas, empantanado en su propia
mediocridad. A la chita callando lo han puesto contra las cuerdas, y saben que en
las medidas extremas es fácil errar, caer en inoportunidades que sean vistas por
el mundo como intolerables y desmedidas.
Goliat avanza a ciegas,
entre estupefacto y enardecido, dando traspiés, mientras David le pone la zancadilla
y luego se le escabulle entre las piernas. Incluso si se llegara a frenar de momento
el ariete nacionalista, cosa que está por ver, su labor de zapa ya no se detendrá:
primero porque han llegado demasiado lejos, y ya no está claro si el precio de frenar
sería mayor que el de seguir adelante, incluso si les espera algún precipicio; pero
además porque saben que la herida quedaría abierta, y que les bastará con seguir
hurgando en ella para que vuelva a supurar. Saben que el tiempo está de su parte:
ya han sucedido demasiadas cosas, ya se han roto demasiados puentes y se han quemado
demasiadas naves para volver atrás.
¿Tendrá el Estado ahora
la imaginación, la voluntad y la inspiración que nunca tuvo para proponer algo nuevo
que se adelante, por una vez, al victimismo y el odio independentistas? ¿Sabrá apaciguar
el caos y seducir con futuros más atrayentes? Visto lo sucedido hasta ahora, no
hay más remedio que dudarlo. Continuarán el ruido y la furia, bien agitados por
la formidable y espantosa máquina de la sedición. Si solo se le responde con fuerza,
se le estará alimentando, como al cáncer.
Quizá sea el momento de la gente: de volver a encontrarnos
los de abajo, los que siempre hemos vivido al margen de estos tejemanejes de señoritos
y fanáticos, demasiado ocupados en trabajar y en convivir. Ya que los de arriba
no saben o no quieren reconstruir lo público (nunca quisieron ni supieron), tal
vez sea hora de que empecemos a hacerlo desde abajo. Quizá nos toque ser generosos
unos con otros, volver a ocupar todos juntos las plazas que siempre nos pertenecieron,
dejar de enfrentarnos y dialogar sobre cómo podemos coexistir; quizá sea el momento
de abrazarnos y poner por delante lo que tenemos en común, que es casi todo, reinstaurar
el respeto que jamás debimos negarnos, limpiarnos de odios injustificados y unir
nuestras fuerzas en un proyecto de la mayoría frente a los tiranos y los oportunistas.
Cantar lo que nos hermana, discutir lo que nos atañe, arrinconar a los que quieren
separarnos y acallar su baraúnda de himnos y banderas. O reinventamos el futuro
nosotros o se lo siguen apropiando ellos a su capricho. Y, para quien tiene el futuro
de su parte, la victoria es solo cuestión de tiempo.
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