Este nacionalismo tontiastuto e implacable que han pergeñado las élites catalanas conquista triunfante cada
detalle de la vida cotidiana, se infiltra en cada pequeña asociación, hipnotiza
las conciencias que no se esfuerzan por mantener el propio criterio y la
sensatez. Tiene de su parte la fuerza de la tribu, que es atávica y poderosa,
con su amor ferviente a lo propio y su miedo sordo a la exclusión; la pasión de
la épica, que ha construido meticulosamente con sus mitos, y aplasta la razón
bajo el sentimentalismo; la promesa de lo nuevo, que frente al hastío de lo
conocido parece un territorio luminoso e inabarcable, una oportunidad para
trascender cualquier límite, bajo la divisa que enunció el poeta ―el gran poeta
orgánico del nacionalismo catalán― Miquel Martí i Pol: “Todo está por hacer y
todo es posible”.
Lo que ha venido tras
él y lo que sucedía ya entonces aclara a qué se refería el ínclito escritor. El
sueño independentista perfila una Arcadia de abundancia, justicia y alegría a
la que nadie se negaría. El poder nacionalista ha pasado su rodillo inapelable
y corrupto sobre los derechos de mucha gente, quizá la mayoría, apelando a la
legitimidad de entelequias de una historia manipulada y la supuesta
compensación por viejos agravios, azuzando la ira de los resentidos y el anhelo
de los ilusos.
Con una mano artera
digna de Maquiavelo, se ha compuesto minuciosamente su propia alfombra de
incondicionales, ganados a fuerza de favores ―no hay más que ver el rebaño de estómagos
agradecidos que forman ese inmenso aparato burocrático-cultural, y una base
social de entidades fundadas, subvencionadas o colonizadas por adeptos― o agitados mediante falsedades que creaban un
clima de victimismo y odio. Para cuando ha llegado el momento de imponer su
asalto definitivo, ya contaba con una nutrida red de apoyo, bien asentada a lo
largo de varios decenios de un gobierno autonómico con impunidad casi ilimitada,
y que si no ha agrietado la sociedad ha sido por su control prácticamente total
de todos los medios ―políticos,
económicos, culturales, de comunicación, incluso de convivencia…― y porque la mayoría
de la gente ha preferido callar y comulgar con ruedas de molino con tal de poder
comprarse un piso y vivir en paz.
Y hemos llegado al
fin a las puertas de la Arcadia. Pero sucede que, también para el nacionalismo,
los sueños, sueños son. Enunciarlos como dogma los convierte en mentiras o en
algo peor: fraudes, estafas. Aun así, la permanencia de los fieles está casi
asegurada ―solo podría
disuadirles, si se diese un vuelco en las circunstancias, el interés o el desánimo―, y el miedo o la amenaza
de pérdida son buenas garantías de la pasividad del resto. La proximidad a las
puertas tiene el efecto de enardecer a los incondicionales, que ya se ven
trotando por las verdes praderas de la tierra prometida, artífices del supuesto
sueño de tantos antepasados.
Pero esa cercanía también empieza a perfilar la
sospecha de ciertas miserias: nadie aclaró cuánto se perdería por el camino,
cuántos tendrían que pagar con su vida real por las quimeras de otros, qué
visión de la justicia acabaría predominando ―ya se sabe que lo justo nunca es lo mismo para el
poderoso que para el esbirro―… En definitiva, empieza a vislumbrarse que, después
de un largo festín de la esperanza delirante, la realidad acaba por imponer su
peligro y su pobreza. Después de tantas heridas y tantos esfuerzos, la Arcadia
podría ser una árida estepa donde habría que hacer nuevos y peores sacrificios.
Hay quien todavía no lo ve, ni lo verá, pues siempre caminó sonámbulo. Pero tal
vez haya quien empiece a abrir los ojos. Ojalá lo hagan antes de que sea
demasiado tarde.
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