Ir al contenido principal

Abducidos

Hay vida más allá del órdago secesionista, y algún día, esperemos que no muy lejano, podremos dejar de pensar a todas horas en el tema, podremos superar esta conmoción por lo sucedido y esta ansiedad por lo que puede suceder. Tal vez un día, esperemos que próximo, la política deje de ser una tensión y una coacción, y volvamos a preocuparnos por lo realmente preocupante, que son el trabajo y la educación y la pobreza de dos tercios del mundo y el imperio del capital y la devastación de la naturaleza, y tantas cosas que estamos descuidando aplastadas bajo los escombros de esta febril demolición.


Quizá, también, podamos regresar a la construcción de la vida personal, a nuestras viejas inquietudes existenciales y nuestras aspiraciones a la vida buena y pacífica que buscaban Epicuro, Séneca, Montaigne o Spinoza, al amor al conocimiento que animaba la pasión de Tales, Aristóteles, Leonardo, Hume, Newton o Marx, al esfuerzo por concebir una ética coherente y fundamentada al que dedicaron su obra Kant, Schopenhauer, Nietzsche, Sartre o Foucault.

Tal vez suceda un día, pero de momento estamos aquí, abducidos por el delirio nacionalista, que es el monstruo producido por el sueño de la razón, un monstruo que incubaron y alimentaron las élites burocráticas tradicionalistas y que fue clavando sus tentáculos, cada vez más hondo, en algo tan sencillo como el apego al terruño, obnubilando a tantas personas de buena fe que llegaron a creer que un himno o una bandera están por encima de la gente porque son anteriores a ella, como los dioses y los mitos, y por tanto hay que defenderlos de ella e imponérselos si es preciso.
Ente esas multitudes exaltadas por el espejismo patriótico se colaron, como sucede siempre, montones de resentidos, frustrados, oportunistas y corruptos, no pocos ingenuos neorrománticos, jóvenes insatisfechos que confundieron el sueño de las patrias con el de un mundo mejor.
Y temerosos, muchos temerosos, porque la fuerza persuasora de los movimientos colectivos sobre ese miedo atávico del individuo a la exclusión es implacable. Nada alivia más el miedo solitario que el enardecimiento de la masa, nada nos inspira más seguridad que comulgar con mucha gente, aunque sea a través de una alucinación colectiva; uno se siente protegido en el abrazo de la multitud, y entregarse a la abducción es un recurso para descansar de esa tarea tan ardua e insegura que es mantener el propio criterio mientras los que te rodean entre ellos muchos de los que te quieren o a los que quieres te lo están reclamando sin cesar. ¡Ven con nosotros! ¡Deja de resistirte! No importa que tengamos o no la razón, no importa que en nombre de nuestras reivindicaciones disparatadas se cometan atropellos o se quiebren cosas valiosas. ¡Qué bonito es estar juntos, apretados en torno a sueños y nostalgias, entusiasmados por destinos luminosos que parecen al alcance de la mano! ¡Qué bonito es creer a pies juntillas que somos los buenos, que tenemos la razón, que hay un villano contra el cual conjurarse, y sustentar todas esas convicciones sin tener que someterlas al fastidioso rigor del análisis, al juicio de esos aguafiestas que son el sentido común y el razonamiento!
En medio de ese clima de exaltación colectiva, el escéptico y el sereno, el dialogante y el independiente, no solo resultan extraños, sino que sobre todo, para su mal, causan una profunda molestia; son reducidos a la categoría de blandos o traidores. Serán perseguidos y arrinconados, corren el peligro de perder afectos en el vendaval de ceguera que les rodea, podrían ser señalados como traidores y tratados como chivos expiatorios: si no se convierten, aprenden pronto a callar, y procuran moverse en un limbo de indefinición que les proteja.

Pero no se puede vivir toda la vida en el limbo. O sí, pero al precio de renunciar a uno mismo, que a veces no es más llevadero que la amenaza de los demás. Para el lúcido no existe un suplicio peor que el del delirio colectivo, cuando tiene que callar ante él y sobrellevarlo desde la clandestinidad. Si la locura masiva llega muy lejos, más tarde o más temprano hay que significarse contra ella y sucumbir a su violencia, o sucumbir a ella y renunciar a las propias convicciones, es decir, a la lucidez y al respeto a uno mismo (aunque después de una conversión se construye fácilmente el nuevo respeto desde el abrazo de la masa de fieles).
¿Podría ser que la realidad se apaciguara lo suficiente para que no hiciera falta llegar a esos extremos? ¿Podríamos volver a discrepar en paz, recuperando para el espacio público el sabio territorio del matiz en medio del maniqueísmo fanático? ¿Podríamos descansar de una vez de esta permanente tensión a la que nos obligan la cerrilidad y la incertidumbre?
Tal vez un día los abducidos despierten; tal vez esté sucediendo ya y aún no se note mucho. Tal vez el monstruo esté dando sus últimos coletazos de bestia atroz y moribunda. Si es así, podríamos volver a pensar en otras cosas, a hacer otras cosas; a unirnos en torno a lo fundamental solidaridad que jamás teníamos que haber perdido para dedicarle nuestra energía, nuestra atención y nuestro trabajo; para que nuestro esfuerzo sirva, al fin, y la construcción de una vida mejor.
Ese es el deseo, esa es la esperanza: que el secesionismo se retire de una vez a sus rancios feudos, que deje de agitarnos y amenazarnos, que nos devuelva la vida y la complicidad y los afectos. Que se lleve sus banderas y sus cuentos a casa, devolviéndonos el espacio público, y no los saque más que por los cauces políticos legítimos o para pasearlos en procesiones sentimentales de sus acólitos, entonando sus cánticos y agitando sus estandartes todo lo que quiera, mientras nos permita a los demás cerrar las ventanas y seguir con lo nuestro.

Cuando lo haga, y aún tenemos ese deseo y esa esperanza, dejará tras de sí campos quemados y praderas pisoteadas. Su órdago nos habrá hecho perder mucho. Necesitaremos tiempo para restaurar los foros, para mirarnos unos a otros sin vergüenza ni resentimiento, para querernos desde la diferencia y volver a vivir y dejar vivir. Pero la hierba y los bosques volverán a crecer si todos nos ponemos a ello, si los saqueadores van retirándose y cada cual regresa a sus campos y a sus plazas.
Y podremos mirar alrededor, atónitos por cómo habíamos podido estar tan ciegos, cómo habían logrado abducirnos hasta tal punto. Volveremos a discutir y a reír, a pelear sin que la sangre llegue al río, y sobre todo a levantar entre todos lo valioso, donde tiene que caber una diferencia que no nos devaste y un acuerdo que nos engarce hacia el futuro. Y podremos, atención, podremos al fin recuperar la noción de quiénes son los verdaderos enemigos de la paz y de la vida, esos a los que sí que hay que rechazar, y contra quienes sí tenemos que luchar todo lo que haga falta. ¡Qué ganas de que de toda esta amargura no quede más que un mal recuerdo!

Comentarios

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Defensa de la nostalgia

Un supuesto filósofo, de cuyo nombre no quiero acordarme, sermonea por la radio nada menos que este lema: «La nostalgia es una irresponsabilidad». Desde su pedestal, a este predicador solo le ha faltado decretar la hoguera para los reos de melancolía. Y, como puntilla de su hibris , añade: «Un filósofo tiene que ser tajante, no puede quedarse en medias tintas». Dudo que los dicterios de este riguroso moralista tengan la menor veta de filosofía. Porque si algo caracteriza al pensador honesto es la duda y el matiz. Precisamente la complejidad de las medias tintas. Para sentencias terminantes ya tenemos la fácil temeridad de la ignorancia. En la convicción inamovible se está muy bien: la lucidez empieza en el cuestionamiento, y por eso resulta incómoda y aguafiestas.  Así que yo me permito pasar los axiomas de este señor por el cedazo de mis interrogantes. Ciertamente, la nostalgia es una tristeza, y eso bastó para que Spinoza y Nietzsche la rechazaran. El budismo tampoco la acogería...

La tensión moral

La moral, el esfuerzo por distinguir lo adecuado de lo infame, no es un asunto cómodo. Y no lo es, en primer término, porque nos interpela y nos implica directamente. Afirmar que algo es bueno conlleva el compromiso de defenderlo; del mismo modo que no se puede señalar el mal sin pelear luego contra él. Como decía Camus, «para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción». Debido a ello, la moral se experimenta, irremediablemente, en forma de tensión. Es pura cuestión de dialéctica: desde el momento en que se elige algo y se rechaza otra cosa, lo elegido se enfrenta a la resistencia del mundo, y lo rechazado se le opone en forma de insistencia. No es nada personal: lo que queremos se nos resiste simplemente porque lo perseguimos, y basta con pretender descartar algo para que nos lo encontremos por todas partes, vale decir, para que nos persiga.  Al elegir, lo primero que estamos haciendo es implantar en la vida una dimensión de dificultad, «que empieza ...

Conversación

Los espartanos consideraban que se habla demasiado, y por eso, antes de abrir la boca, procuraban asegurarse de que lo que iban a decir valía la pena, aportaría algo nuevo y no haría a nadie un daño innecesario. Debían ser un pueblo muy silencioso, y su gusto por la brevedad explica que hayamos incorporado su gentilicio «lacónico» como sinónimo de concisión. Es cierto que solemos hablar de más, pero hacerlo tiene un sentido social que escapa a la austeridad de aquel pueblo de adustos guerreros. Por paradójico que parezca, normalmente no conversamos para transmitir información. Necesitamos hablar porque es nuestra manera de encontrarnos, de estar juntos, de sentirnos unidos. Cierto que lo que nos entrelaza es frágil: meros mensajes, a menudo banales, muchas veces inapropiados. Sin embargo, por frágil que sea, cumple su función primordial de vínculo. Además, hay que respetar las palabras, incluso las más triviales, porque el verbo es más fuerte que nosotros, porque nos trasciende y nos ...